Vistos los sopapos que Eduardo
Mendoza está recibiendo en las redes a cuenta de esta breve obra, tengo la sensación
de que hay más personas interesadas en que se les dé la razón que en tenerla. Lo
digo porque Mendoza no intenta tomar partido, sino que realiza una serie de
reflexiones que poco tienen que ver con las más frecuentes en los últimos
tiempos: ni habla de la evolución de las cosas desde la Transición ni, como
otros, se remonta al siglo XIX para hacer recapitulación del origen del
nacionalismo.
Lo que Eduardo Mendoza hace en estas
páginas es algo probablemente más útil y, por tanto, más importante en estos momentos, pero
también más difícil de digerir porque apela a la conciencia de cada cual y
obliga al examen de conciencia y a la rectificación de lo que cada uno hacemos
mal. Mendoza analiza, sin ánimo exhaustivo, la idiosincrasia catalana en lo que
él entiende que afecta a cuanto está ocurriendo. Inevitablemente, también la del
resto de España queda reflejada al menos en lo que a su relación con Cataluña
se refiere.
El resultado disgustará a quienes buscan justificaciones para la causa por la que se han inclinado, e
incitará a la reflexión de los pocos interesados en comprender antes de opinar.
Un libro que tiene una parte
inquietante además de lo que ya de por sí inquieta la conciencia de que cada uno tenemos nuestra parte de culpa y, por tanto, tarea pendiente: la idiosincrasia es, en gran medida, fruto de los miedos, fracasos
y complejos más traumáticos, la mayor parte de los cuales traen por causa situaciones
históricas que, sin que nos demos cuenta, perviven en nuestro comportamiento
décadas o siglos después. El resultado: todas las personas llevamos dentro una
semilla de todo lo malo acumulado por la historia, semilla que, cuando se dan
las circunstancias propicias, puede germinar arrasando lo que de bueno hayamos
sido capaces de crear. El reconocimiento de esa herencia cultural que nada
tiene que ver con expresiones artísticas y sí con un modo de ser a su vez consecuencia
de un modo de vivir en comunidad, de los méritos y deméritos, de la asunción de
clichés y estereotipos, de si el resto nos admira o se burla de nosotros, y de
tantas otras cosas, es también una cura de humildad que obliga a reconocer la
subjetividad de toda visión. Las sociedades, como las personas, tienen sus
traumas y complejos, que son los responsables, en última instancia, de la deriva
que esas mismas sociedades toman. En esa deriva influyen, a su vez, otras sociedades con sus propios traumas y complejos. El devenir de las relaciones entre las personas y entre las sociedades viene determinado por los miedos y complejos y, particularmente, por los que afectan a sus relaciones. Por supuesto que las sociedades, como las personas, rara
vez son conscientes de ellos.
Una obra breve, muy distinta a cuanto
he leído sobre Cataluña en los últimos tiempos, probablemente porque esta obra,
más que ninguna otra, intenta, como he dicho antes, comprender. Solo comprender.
No tomar partido. Es importante tenerlo claro, porque nadie sale en este
retrato tan guapo como se cree.
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