Si dijera que esta es de las novelas que no se olvidan, no
sé si mentiría o no: hasta poco después de la página noventa no
recordé que ya la había leído antes (en concreto en 2009, es decir, tampoco
hace tanto), pero lo cierto es que luego recordaba ya todo. Quizá se deba a que
hasta ese momento, hasta que no transcurren esas noventa páginas, en la novela sucede
bastante poco, lo cual no quiere decir que sea aburrida.
El
narrador es un joven profesor japonés de unos veinticinco años que se ha
enamorado de una chica de veintidós, Sumire, quien ha dejado a su familia para
irse a vivir sola y encontrarse a sí misma escribiendo. Porque a eso aspira, a
escribir. Y escribe compulsivamente y sin distinguir lo principal de lo
accesorio, y con unos horarios que la llevan a telefonear al protagonista a
horas intempestivas, amén de algunas otras rarezas. Una suerte de inadaptada que, por su bondad y honradez, no puede dejar de caer bien al lector.
Si
ambos, el narrador y la muchacha, hablan frecuentemente no es, sin embargo, porque Sumire le corresponda, sino
porque son buenos amigos. Sumire, en realidad, parece refractaria al amor. Y lo
es hasta que se cruza en su camino una mujer de casi cuarenta años, una mujer
que tras haber estado a punto de ser una buena pianista, terminó siendo
empresaria sensible y, de alguna manera, selecta, dedicada a la importación de
vinos. Sumire se enamora de ella de tal forma que Cupido, en esta ocasión,
parece llevar bazooka.
Y así
ocurre que un buen día las dos mujeres se van a hacer un viaje por Europa. Myu,
que así se llama la empresaria, va a hacer negocios, y se lleva a Sumire como
ayudante. Terminada la tarea recalan en una pequeña isla griega. Desde ella Myu
telefonea al narrador para pedirle que acuda inmediatamente, porque algo le ha
pasado a Sumire.
¿Qué?
Que ha desaparecido, que se ha esfumado, aunque es imposible que haya podido
desaparecer en un lugar tan pequeño.
Y es
así como el protagonista sigue reflexionando (no deja de hacerlo en toda la
novela) y, entre reflexión y reflexión, tiene acceso a dos documentos escritos por
Sumire; en uno de ellos habla sobre sí misma, y en el otro sobre lo que catorce
años antes le ocurrió a Myu. Esto abre el “toque mágico” de la novela, al
alumbrar una especie de mundos derivados el uno del otro pero, a la vez,
incomunicados entre sí; mundos habitados no por personas, sino por una parte de cada
persona, siempre y cuando uno sea capaz de desdoblarse. ¿Y qué le ocurre a quien no lo es? Una
de dos, o se queda en “este mundo” o se va por entero al otro. Late la idea,
varias veces expresada, de que las personas como los satélites, como el
Sputnik, somos fríos cacharros que van dando vueltas perdidos en su soledad,
aunque de vez en cuando, solo de vez en cuando, se acercan a otros, igualmente
fríos y solitarios, creando la apariencia de una relación que desaparece tan
pronto como, sin haber sido posible alcanzar el verdadero contacto, cada cual
sigue su ruta.
Toda la
novela está escrita como una reflexión vinculada a unos hechos, e incluso rezuma
calma a pesar de los sucesos. A eso ayuda que los personajes se dejan llevar
por la razón más que por los sentimientos y, además, son poco dados a expresarlos.
La típica y tópica serenidad del
pensamiento oriental se ve en cada frase, y no deja indiferente al lector.
Como tampoco creo que sea inocente el que Sumire acabe (o no) buscando otro mundo en un lugar tan distinto a Japón como la Grecia actual. Murakami escribe muy bien, y, lo que es más extraño e importante, es capaz de
hacer reflexionar al lector sobre el ser humano. Y es que Murakami es, junto a Vargas Llosa y pocos
más, uno de esos escasísimos “best sellers” de alto nivel literario.
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