Para sacar todo el jugo a este relato, conviene recordar que
fue publicado en 1887. Es decir, en un momento en que Estados Unidos comenzaba
a despegar como potencia industrial y a hacer sombra económica a Europa y, en
especial, a Inglaterra. Un momento, también, donde los adelantos industriales
comenzaban a cambiar los modos de vida y a otorgar al hombre una confianza en
sí mismo, nacida en la Ilustración, y que, desde entonces, no ha dejado de
crecer.
La
tradición, el mundo antiguo, los viejos valores en el que el sentido del honor,
la dignidad o la culpa jugaban un papel esencial, están representados por el
mundo de los Canterville. Por Lord Canteville, que no deja de prevenir sobre la
existencia del fantasma, y por el propio fantasma, Sir Simon de Canterville,
que no solo viene del pasado sino que a lo largo del relato se recrea
recordando algunos de sus fantasagóricos “éxitos”, consistentes en los morrocotudos
sustos que a lo largo de los siglos ha ido dando a diestro y siniestro mediante
las escenificaciones “terroríficas” más tradicionales.
Oscar Wilde. 1854-1900 |
Pese
a lo que de simbología puede tener, pese a que anticipa la imposición de la cultura norteamericana, estamos ante un relato de humor. Divertidas son las tribulaciones del fantasma,
las estrafalarias actuaciones que rememora, las tropelías de las que es
víctima, o el exagerado pragmatismo de los americanos. Un humor muy evidente, por
lo que de contraste tiene, pero de alguna manera sutil, dentro de un relato muy
breve, en el que se va al grano sin entrar ni en disquisiciones ni descripciones.
A veces, incluso, es un poco telegráfico. Solo el final, poético por buscar la
redención a través del amor, deja un poso de alegría y melancolía que
escapa a la intención humorística.
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