Magnífica novela donde en la primera página ya sabemos
quién es el asesino, pero no sabemos por qué ha matado al viejo juez Medina, ni
si alguien será capaz de averiguarlo y desenmascarar al asesino.
El suceso ocurre durante las vacaciones de verano, en una
lujosa urbanización de un pueblecito cántabro.
El asesino, Carlos Sastre (difícil no imaginárselo con la
cara del ciclista del mismo nombre) ha ido allí invitado por un matrimonio
amigo, y se aloja en “La Cabaña”, una casita alquilada que forma parte de un
complejo más amplio, propiedad de otro de los veraneantes en la zona.
El asesinato ha sido perfecto, al menos en teoría (aunque
a medida que uno va leyendo novela negra se da cuenta de que los autores
olvidan selectivamente las técnicas modernas de investigación), por lo que la
juez Mariana, que se hace cargo del caso, anda bastante perdida.
La acción transcurre entre las opiniones de los miembros
de la colonia, las reflexiones de la juez y las del propio asesino. Él mismo
acaba transformándose en su peor enemigo. Y es que a veces el miedo conduce,
precisamente, a caer de cabeza en aquello que se quiere evitar.
Aunque el ambiente, sobre todo al principio, es tan tenso
que casi resulta desagradable (el lector no deja de ser un involuntario
cómplice del asesino), la novela se lee muy bien. Los capítulos son muy breves,
con lo cual se puede permitir el lujo de
que unos aporten algo a la trama y otros solo formen parte del decorado.
Congruentemente con hacer del miedo de unos y otros el
motor de la acción, la novela finaliza con una explicación emocional. Al fin y
al cabo, hasta los asesinos tienen sus razones.
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