Trescientos años después de la supuesta muerte de don Juan Tenorio, un hombre se topa, en París, con quien dice llamarse Leporello y servir a don Juan. El protagonista lo toma por un farsante, pero debe reconocer que ejecuta muy bien su farsa: siempre aparece en el momento más insospechado y, además, le lee el pensamiento con tal claridad que parece el mismísimo demonio. ¿Por qué acude Leporello al protagonista? Para que acuda al rescate de la última víctima de don Juan: la bella y discreta -aunque también voluptuosa- Sonja.
Sobre esta base inicial Torrente Ballester desarrolla una versión del don Juan que merece la pena leer a conciencia, porque es a la vez divertida y profunda.
Lo primero que sorprende es que el burlador ya no está en Sevilla, sino en París, la ciudad del amor, y todavía sorprende más el mecanismo de burla: consiste en vencer todas las resistencias para, una vez que la mujer se abandona a don Juan, dejarla plantada sin acostarse con ella. ¿Cabe mayor afrenta, mayor burla, que rechazar a quien sucumbe en el juego de la seducción? La duda, en este punto, es si esa burla es voluntaria o consecuencia de lo que quiera que le haya pasado a don Juan en estos tres siglos. Porque si el protagonista no deja de hablar de farsantes, al lector no le cabe la duda de que las cosas no son tan sencillas.
La historia transcurre entre la narración del protagonista, la que Leporello hace de su propia historia, y la que finalmente hace don Juan, que enlaza con las versiones tradicionales. El punto de interés no puede ser otro que el secreto de don Juan, es decir: la respuesta a la pregunta de qué es lo que hace que don Juan sea don Juan. La respuesta no la encontramos hasta la página final del libro, y, por no destriparla, solo apuntaré que la solución la he apuntado en este mismo párrafo. Así que, a pensar.
Termino con una mínima referencia al humor: todo el texto está cuajado de humor inteligente y sutil, hasta el punto de que por más curiosidad que llegue a despertar la historia, es imposible desprenderse de él. Todos los personajes son formalmente “serios”, excepto uno; el más evidentemente divertido y guasón es Leporello. O, mejor dicho, quien habita en su cuerpo.
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