En este blog solo encontrarás reseñas de libros que en algún momento me ha apetecido leer. Ninguna ha sido encargada ni pedida por autores o editores, y todos los libros los he comprado. En resumen: un blog de reseñas no interesadas para que sean interesantes.

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jueves, 24 de octubre de 2024

La abuela que encontró una pistola u disparó - Benoit Philippon


    La portada y el título remiten a una buena y popular novela de humor, El abuelo que saltó por la ventana y se largó, de Jonas Jonasson, lo que puede crear expectativas erróneas.

    Lo aviso porque Berthe Gavignol, que así se llama La abuela que encontró una pistola y disparó, es también una centenaria. 102 años tiene el querubín, nacida en 1914, lo que sitúa la acción en 2016. No hay más paralelismos fuera, lógicamente, del papel que juega en las dos novelas el pasado de cada uno de sus personajes.

    102 años es una edad como para estar tan chuchurrido que cualquier cosa que uno haga sea vista con cariño y admiración por todo el mundo, hasta el punto de que apenas hay un centenario que caiga mal a nadie. Sus manías, rarezas y defectos quedan perdonados por la edad. E incluso jaleados. Con esta idea jugó Jonas Jonasson y, sin duda, juega también Benoit Philippon. ¿Cómo no encariñarse desde el primer minuto con alguien que, pese a estar con un pie y cuatro dedos del otro en el otro barrio, sigue su peregrinaje por este valle de lágrimas con desenvoltura, retranca y cierta alegría?

    Otra cosa es el concepto de alegría, claro, porque tirotear a un vecino para que escapen dos prófugos no es la actividad más enternecedora y risueña que uno pueda imaginar, aunque la tiradora tenga 102 años. Pero así comienza la novela, y el principal motivo de la pátina de humor (bastante negro) que la rodea es que los centenarios ni van haciendo las cosillas que hace Berthe ni tienen su carácter tan arrogantemente contestón.

    Con el comienzo citado, obviamente Berthe es detenida (¡solo faltaría que tuviera arrestos como para darse a la fuga!), y la novela consiste en su confesión ante un gris inspector de policía de provincias, llamado Ventura, un buen hombre armado de paciencia que tiene ante sí a una delincuente inmune al poder disuasorio de las penas. Total, cuando uno sabe que va a cascarla más o menos en un ratito, el peso de la ley no es mayor que el de una pluma. Esta confesión alterna diálogos tan interesantes como desquiciantes con narraciones en las que, en tercera persona, se nos cuenta lo que la abuela pistolera le está explicando al policía.

    Este modo dual de presentar la acción es aprovechado por el autor para crear dos tonos. El de los interrogatorios es un poco sobreactuado al principio y es, siempre, humorístico por lo que de insolente, impertinente, provocadora y desafiante tiene Berthe, que no se comporta como una detenida sino como una tocanarices de primera magnitud. ¿Qué gana provocando la irritación de nadie? Se diría que su objetivo no es defenderse, ni tan solo volver a casa, sino rizar el rizo de la insolencia, exhibirse y resultar graciosa. O no. O igual es que a su edad solo puede defenderse atacando de palabra. De palabra afilada con un humor muy agresivo. En cualquier caso, las abuelitas tocapelotas, con perdón, resultan muy simpáticas hasta que te das cuenta de que tienen la lucidez necesaria para que sus impertinencias no sean un mérito, sino el producto de una mala leche acumulada durante un siglo y capaz de avinagrar hasta la miel, de una vieja amargura convertida en objetivo porque a esas alturas ya no se puede cambiar.

    El tono en las narraciones es más suave que el de los diálogos, aunque como el narrador se dirige al lector desde la óptica de un personaje al que ya todo le importa poco, sigue teniendo cierto tono zumbón.

    Es a través de estos recuerdos como conocemos la historia de Berthe y, en particular, su relación con el «sexo fuerte», que a su lado no lo es tanto. El libro puede tomarse sin dudar como una denuncia del machismo imperante a lo largo de todo el siglo XX, para hacer reflexionar sobre sus consecuencias y supervivencia en el XXI, pero las reacciones de Berthe a él, que al principio pueden entenderse justificadas, sobre todo alguna, evolucionan, por necesidades del guion, hasta hacer de ella un personaje que pasa de justiciero a sanguinario.

    Y como 102 años dan para mucho, el autor hace pasar varios Pisuergas por esa amplia «geografía temporal» para invitar a cierta reflexión más o menos aislada sobre el racismo y hasta dónde puede llegar y, también, aunque menos, sobre la soledad de las personas mayores.

    Esto último enlaza con el final, muy bueno, original y a la ver duro y tierno. Quizá Berthe, después de todo, no era tan inmune al peso de la ley. O, quizá, al peso de su propia ley.

miércoles, 14 de agosto de 2024

Arena negra - Cristina Cassar Scalia

 


En medio de las cenizas que hace llover el Etna (de ahí el título), que rocían las páginas de buena parte de la novela, un simpático bon vivant, que vegeta alegremente mientras espera el momento de heredar una fortuna, encuentra, en una casona familiar en desuso, un cadáver momificado. Nadie duda de que la mojama lleva allí el número de años suficiente para que el caballero no tenga nada que ver en el desaguisado, entre otras cosas por no haber nacido a tiempo de tener alguna responsabilidad. La finca es propiedad de su anciana, adinerada y severa tía, que no ha querido saber nada de semejante lugar desde que su marido fue asesinado, también allí, hace un porrón de años.

Así comienza una interesantísima y muy detallada historia, la primera protagonizada por la subcomisaria de Catania (aunque palermitana ella) Vanina Garrasi, a quien, a sus treinta y nueve años cumplidos en esta su primera novela, no hubiera conocido de no ser por una conversación en Twitter, en la que me aconsejaron leer, entre otros autores, a Cristina Cassar Scalia como forma de no echar tanto de menos a Andrea Camilleri (a quien por eso voy a mencionar tanto). Aprovecho esta reseña para agradecer la recomendación.

Lo que acabo de decir no significa, sin embargo, que Cassar Scalia y Camilleri tengan demasiado que ver. Es cierto que ambos son sicilianos y que Sicilia es el escenario de sus novelas. Es cierto, también, que la cocina juega un papel similar en sus obras, y que ambos personajes tienen viviendas peculiares y disponen, cada uno de un modo, de una señora entrada en años capaz de preparar en el momento adecuado las mejores delicias; también tienen sus amores (o desamores) en otra ciudad; e incluso el modo de presentar algunas cosas o personas es parecido; podemos añadir la existencia de jefes (de carácter opuesto) y diferencias (o rivalidades) y complicidades con responsable de la policía científica y los forenses. Pero aquí acaban las similitudes y se abren amplias diferencias tanto en el carácter de los protagonistas (Garrasi es cualquier cosa menos una cabeza loca) como, sobre todo, en el modo de escribir: si Camilleri es deudor de su oficio de guionista que le hace dar a sus historias una agilidad superlativa, Cassar Scalia (cuya profesión es la de oftalmóloga) parece influida por novelas mucho más elaboradas, lentas y pormenorizadas. Y así es Arena negra, una obra larga, de más de 400 páginas, cuya extensión se debe al amor por el detalle, a la minuciosidad, a unos personajes concienzudos que invitan al lector a participar con ellos en la investigación, a compartir avances y dudas, a elucubrar sobre culpabilidades… Una mezcla de novela negra de salón y de acción, porque la temática elegida, un crimen cometido hace décadas, permite por un lado la distancia «del salón» y, por otro, merced a un montón de testigos de avanzada edad, también cierta relajada acción. Los capítulos, no demasiado largos, producen sensación de dinamismo y permiten avanzar con fluidez.


Cristina Cassar Scalia

El comienzo es un poco confuso, debido a que en pocas páginas se presentan demasiados personajes imposibles de caracterizar en tan poco espacio. El modo en que se presenta la escena es, narrativamente, lo más parecido a Camilleri de toda la novela. Pero a medida que las páginas avanzan Cristinta Cassar Scalia es capaz de construir un universo, singularmente en torno a la unidad que dirige la protagonista (en esto también es un poco don Andrea, hasta el punto de que incluso hay un diligente policía cuya manía por el papel bien puede ser un paralelo del también maniático amor de Fazio, el personaje de Camilleri, por relatar contra viento y marea los antecedentes familiares de cada investigado).

A diferencia de otras muchas novelas policiales actuales (y a diferencia, también, de Camilleri) en Arena negra no hay varios crímenes independientes que, vaya por Dios, acaban cruzándose. Aquí hay un solo crimen, solo uno. Y ahí se centra la acción hasta el punto de que todo lo que después sucede es evidente que está relacionado. Bien por Cassar Scalia, por renunciar a ese típico conejo en la chistera para realizar una investigación compartida con el lector: es el mejor modo de hacer de él un investigador más, de hacerle partícipe de la narración, y más cuando lector y personajes deben, necesariamente, tirar de la imaginación para intentar hacer luz. 

Que Garrasi nació en esta novela con vocación de iniciar una saga es más que evidente, porque la subcomisaria, como todos los protagonistas de sagas, tiene su propia historia. La autora la dosifica muy bien, de modo que conocemos a la protagonista poco a poco, en parte por lo que hace con el caso concreto y su actitud, y en parte por lo que se va desvelando de su pasado. Ni que decir tiene que al final de la novela algo queda abierto para suscitar interés por la siguiente.

Me ha gustado Arena negra, me ha entretenido de lo lindo, y cada vez que he podido he buscado tiempo para leer unas pocas páginas más, a pesar de lo cual ha habido dos cuestiones que me han despistado, dos cabos sueltos que durante buena parte de la novela me han molestado como moscas pelmazas. Uno es el papel de la prescripción: cuando el crimen se fecha casi sesenta años atrás, da igual quién apioló a la víctima, porque de estar en este mundo ha ganado la prescripción y el papel policial se limita a identificar a la víctima y poco más. Cristina Cassar Scalia tarda casi cuatrocientas páginas en decir que el asesinato no prescribe. No sé si en Italia es así (lo dudo) o si, simplemente, lo puso por «exigencias del guion», pero en estos andurriales no se puede tardar tanto en contar algo así porque produce una intensa sensación de investigación artificiosa.

El segundo cabo suelto es peor. Mucho peor, porque es muy evidente: no investigar qué fue de cierta nilña (no digo más para no reventar nada a nadie) es un fallo tremendo, porque si alguien se ocupó de ella, ese alguien sabía. Y eso, cuando no sabes quién sabe, lo es todo. La autora podía haber evitado esta sensación de fiasco fácilmente, dedicando unos pocos párrafos a decir que lo habían intentado sin resultados, pero no lo hace, lo cual crea ese efecto «mosca» que, además, parece anticipar un golpe de efecto que, al darse (al menos parcialmente) se queda en coscorrón porque no sorprende. También se ve venir, a partir de cierto punto, la identidad del culpable, aunque el ingenioso giro final permite burlar la sagacidad del lector, que solo acierta así asá en la diana. Un «más difícil todavía» razonablemente bien traído.

En cualquier caso, que he disfrutado con esta lectura es evidente, porque fue terminarla y comprarme el segundo libro de la saga.

Seguiré informando.