En este blog solo encontrarás reseñas de libros que en algún momento me ha apetecido leer. Ninguna ha sido encargada ni pedida por autores o editores, y todos los libros los he comprado. En resumen: un blog de reseñas no interesadas para que sean interesantes.

lunes, 28 de julio de 2025

La muy catastrófica visita al zoo - Joël Dicker

 


Varias personas me habían dicho, y algunas más me lo han repetido ahora, que «La verdad sobre el caso Harry Quebert», publicado cuando Joël Dicker tenía 27 años, fue un libro interesante, y que luego, bluf.

«La muy catastrófica visita al zoo» es la primera obra que leo de Dicker, pero no dudo de que la primera fuera mejor. Incluso sustancialmente mejor, y eso que esta obrita gana si se lee empezando por la advertencia final: en ella dice Dicker que ha intentado hacer una novela que puedan leer lo mismo niños que ancianos. Y, a ser posible, a la vez. Lectura familiar, que todo el mundo pueda comentarla con el resto. 

Si ese era el propósito, ha tenido éxito. En concreto, un éxito similar al de esas películas de sobremesa que se emiten en periodo navideño y que luego nadie recuerda aunque, si las has visto con niños absorbidos con la acción, quede el buen rato. Es decir, si el éxito de este libro es que puede ser leído al alimón por el abuelo y su nieto de siete años espérate a tener un nieto de esa edad para leerlo. No dudo de que será una bellísima y recomendable experiencia, como siempre lo es leer con niños o a ellos. Ahora bien, también podréis leer Caperucita Roja, que además no es tan moñas.

    Si la pretensión de Dicker es una excusa para justificar lo blandengue y facilón de esta historia o si de verdad aspira a convertirse en lectura común de adultos y niños, que lo juzgue cada cual.

«La muy catastrófica visita al zoo» está narrada por una niña que, junto a otros cinco niños, ocupan una escuela municipal para «niños especiales». Enfrente está el colegio para niños «normales», cuyo director es un buen hombre tan presto a improvisar méritos como a evitar problemas, y casi siempre sobreactuando. La profesora del sexteto es un primor y los padres de todos un atajo de clichés. Los seis catastróficos suenan a personajillos mil veces retratados en la literatura y el cine: ingenuos niños que al principio expresan su ignorancia explicando al lector lo que es un libro, si es que hablan de libros, y lo que es una rueda, si es que hablan de ellas. Sus mentes infantiles y en este caso, además, «especiales», dan para una lógica aplastante, unas veces ligada a la literalidad de las palabras y otra a los conceptos puros que, vaya por Dios, cuando se manifiestan a través de ejemplos ponen de relieve las contradicciones de los adultos, lo cual tampoco es muy original. Unamos su intrepidez heroica, una despreocupación siempre a tiempo en los adultos que los rodean, ciertos equívocos lingüísticos y el juego que dan padres estereotipados y ya tenemos la novela hecha, con varios mensajes «profundos» sobre la democracia y sobre cómo las minorías ruidosas se imponen a las mayorías silenciosas. Entre los personajes tópicos también hay una abuela muy lanzada que suple las carencias materiales de los menores. Por ejemplo, les pone coche.

«La muy catastrófica visita al zoo» podría haber tomado el nombre de una ya vieja película: «Una serie de catastróficas desdichas». Lo digo porque jugando un pelín a Tom Sharpe (llega a haber una causalidad forzada, pero no enredo) lo que Dicker hace es enlazar una secuencia de «catástrofes» que desembocan en la del zoo. Aunque, si uno escarba un poco, nada de lo sucedido es necesario para que suceda lo que sucede allí. Digamos que son desdichas vinculadas entre sí por sus protagonistas y sus motivaciones, más que por una causalidad en sentido estricto. Lo más parecido a un hilo conductor es la investigación que el sexteto hace de quién es el responsable de la inundación de su colegio.

En fin… A veces, cuando sé de escritores que, normalmente por un mérito pasado, pueden dedicar a la escritura las mejores horas del día teniendo asegurada la publicación de sus obras y la venta de un porrón de ejemplares, me pregunto cómo no tienen más ambición, como no intentan aprovechar una oportunidad tan enorme y vetada a casi todos para dar lo mejor de sí mismos. Supongo que la respuesta es fácil y prosaica: si puedes vivir bien sin méritos, para qué arriesgar buscándolos. Pero nunca lo he acabado de entender. Probablemente porque sería más feliz teniendo la ocasión de buscar mi límite que con más parné en la caja. 


jueves, 24 de julio de 2025

Por qué cada día el mundo se parece más a una novela de Tom Sharpe

 


    Al comienzo de Wilt, la celebérrima novela que Tom Sharpe publicó en 1976, el protagonista, Wilt, deposita una muñeca hinchable en un hueco en unas obras, sobre el que acabó descargando una hormigonera.

    Esta es la realidad.

    La creencia de todos los demás personajes es que depositó allí a una mujer de carne y hueso, que ahora yace sepultada bajo veinte toneladas de hormigón.

    La terrible diferencia entre realidad y creencia es debida a la deficiente información facilitada sobre la primera.

    ¿Y qué es lo que influye en la formación de la realidad posterior en torno a Wilt? ¿Esa realidad primera o la creencia

    La creencia, por supuesto.

    Y su vida se convierte en un infierno.

    La deficiente información sobre una realidad original puede deberse a un error, a un equívoco o ser intencionada. 

    Con esta idea se han escrito comedias, tragicomedias, dramas y tragedias. 

    Pero esto, claro, no lo han inventado los escritores. 

    Lo recuerdo al hilo de la actualidad. He perdido la cuenta de las realidades inanes en torno a las cuales han surgido clamores que las creían monstruosas. Millares de urgentes declaraciones de unos, de otros, solemnes tomas de posición, afirmación de principios, proclamas, llamadas al combate, a la resistencia... Todo menos mostrar la realidad. La fuerza creacionista  es tal que en cinco minutos, si alguien se atreve a hacer ver la realidad inane, es arrasado por una ola de indignación como la de los creyentes que se llevaron por delante a Wilt. Mediando entre la realidad inane y la creencia corrosiva están los «informantes»: medios de comunicación e intrusos que algo tienen que ganar, y los  palmeros en redes, que vienen solos. Si actúan por error, equívoco o intencionadamente, imaginadlo.

    ¿Quién, entre los ambiciosos o entre quienes tienen algo que ocultar, va a renunciar a moldear la realidad a su medida induciendo en los demás las creencias precisas? 

   Por eso, cuando hay personas o colectivos enfrentados, a menudo combaten difundiendo cada uno una creencia. En consecuencia, es una creencia lo que se al final impone. Da igual cuál.

    Así con todo. Aquí, en todas partes y a todas horas.

    Al final, parafraseando a Gila, nos mataremos unos a otros por alguna tontería. No exagero. Basta con ver las atrocidades que la sociedad mundial está deglutiendo impasible gracias con el bicarbonato de las creencias que, por ejemplo, hacen no ver niños destripados donde hay niños destripados.

    La diferencia entre la literatura y el día a día es que el lector de Wilt conoce la realidad y la creencia, y por eso confía en Wilt aunque lo vea sufrir lo indecible. De hecho, el lector, que desea justicia, sufre con Wilt y sigue sus peripecias confiado en que la realidad original se abra camino

    En cambio, fuera de la literatura, es decir, en nuestra vida, cuando se tergiversa lo que ocurre en la sociedad Wilt somos nosotros, o alguien a quien nosotros machacamos como hacen con Wilt el resto de personajes de la novela. Montamos un mayúsculo cisco del que somos a la vez protagonistas, víctimas y hasta agresores. Lector, de haberlo, más bien observador, solo puede ser quien ha tergiversado u ordena tergiversar la información, y al contemplar nuestras andanzas no siente ningún deseo de que se conozca la realidad. Porque quien tergiversa, lo último que desea es justicia.

    Infórmate, e infórmate bien. En las fuentes siempre que puedas. Y reduce intermediarios. Limítate a los rigurosos. Si tú y yo hemos de parecernos a algún personaje de novela, que no sea a Wilt ni a quienes le destrozan la vida, y que no sea por nuestra culpa. Y, por encima todo, que no lo paguen inocentes.


lunes, 21 de julio de 2025

Historias de Vigàta, 2 - Andrea Camilleri

 



Los ocho relatos que forman este segundo volumen de Historias de Vigàta publicado por Altamarea son los que pueden verse en la foto de más adelante.

Que nadie busque en ellos nada diferente a lo que al Camilleri más clásico, lo cual no es una crítica sino todo lo contrario: Camilleri fue fiel a su forma de escribir y quienes la disfrutamos agradecemos reencontrarnos con él en cada texto.

Unos más ingeniosos y alguno un poco menos, todos tienen en común el entorno espacial (Vigàta, trasunto de Porto Empedocle, localidad natal de Camilleri), la temporal (en general, finales del XIX y, sobre todo, principios del XX) y el paseo entre la picaresca de algunos relatos que en otros es sustituida por un ingenio en general puesto al servicio de la justicia, de ahí que no sea infrecuente que el poderoso (a menudo, simplemente, un adinerado con ínfulas) quede expuesto en toda su vacuidad por contraste con el desarrapado.


Y es que Camilleri siempre fue consciente de que, como decía una tía mía ya fallecida, solo hay dos clases sociales: tener y no tener, y que entre ellas se da la siguiente diferencia: el que no tiene pasa su achuchada vida intentando ser o, por lo menos, conseguir; mientras que a quien tiene a menudo le basta con estar para llevar una existencia regalada.

Sobre esta base se tejen las ocho historias, que alternan amoríos, más bien pasiones con fuerte componente sexual, como los relatos que abren y cierran la obra, y desfiles de personajes tan ricos y acomodados como vacuos junto a la caterva de listillos que sobreviven, unos de modo ingenioso y honesto y otros a costa, como una suerte de justicia poética, de los tontos con dinero.

Siempre lo mismo, pero siempre diferente, porque la vida se repite, pero las excusas para vivir son infinitas y surgen de en toda circunstancia. Camilleri siempre se ha apoyado en ellas. Así es como una rivalidad amorosa desemboca en una rivalidad comercial que acaba creando un vínculo emocional; cómo la atracción vence a la soberbia y la vanidad a la atracción y hasta al amor; cómo nos aferramos al fetiche que representa a una persona amada cuya vida está en juego; cómo nos dejamos embaucar por las apariencias y la sonoridad de las cosas, en combinación con nuestra ignorancia; cómo el amor y el cariño vence a la infidelidad, si es que hay infidelidad en el hecho que querer sobrevivir y hacer vivir; o cómo reaccionamos a la incertidumbre sobre nuestra propia suerte cuando la de los demás no ha salido muy bien parada.

    Solo algunos de los temas que motivan cada relato. Para casarlos con los títulos, leedlos.


jueves, 17 de julio de 2025

Estás en mis ojos - Angélica Morales


El título, bien bonito, podría ser una declaración de amor de la autora o de uno de los personajes, Isabel, a Hélène Roger-Viollet, fundadora de la Agencia Roger-Viollet (creada en 1938 y aún en funcionamiento), en la que han puesto sus ojos una para dedicarle esta novela y la otra para algo parecido. Pero también podría ser una alusión al mundo entero, que está en los ojos de la protagonista a través del objetivo de su máquina fotográfica. Incluso podría pensarse, por alguna mención, que alude a una vetusta teoría según lo cual en los ojos de cada muerto queda grabado lo último que han visto. Y bien podría ser, porque el libro comienza por el final de Hélène Roger-Viollet.

Con esta novela Angélica Morales continua con la buena idea de inspirarse en mujeres reales, importantes en su ámbito pero desconocidas para la mayoría de los lectores. Una mezcla de reivindicación, historia y ficción que antes, mucho antes, solo había encontrado y por casualidad en Carmen Posadas («La bella Otero»). Con esto no quiero decir que no haya más novelas así, sino que no las conozco quizá porque, en general, no hayan alcanzado la difusión y el reconocimiento que merece el nivel de Angélica. Un nivel elevado, y que quizá podría serlo aún más, porque se nota su debate entre hacer una novela accesible al común de los mortales y dejarse llevar por la lírica contundente y hasta a veces violenta que salta a la vista en otras de sus obras. En cualquier caso, ha conseguido un equilibrio harmonioso inclinado hacia lo primero, con un deje que la distingue para bien de los simples redactores eficientes de historias.

La novela comienza (nada descubro porque ya lo avisa la sinopsis) en 1985 con la muerte de Hélène Roger, ya octogenaria, a manos de su marido y socio, Jean Fisher. En el escenario del crimen aparece Isabel Santolaria, una policía francesa de ascendencia española (originaria de Hecho, en el pirineo oscense) que mantiene una relación un tanto obsesiva con un colega que se cree su propietario. Los hombres, además, la han marcado para mal también a través de la figura del padre, logrando así, que no haya hombre que pueda cruzarse con ella que no le resulte digno de toda duda y sospecha.

La acción primero oscila entre ese presente de 1985 y la juventud de Hélène Roger-Viollet allá por los años 20 del pasado siglo (conocer a Jean, aventurarse en el mundo de la imagen, retratar su temperamento atrevido y determinado…) para, más tarde, dar un salto de 34 años en la vida Isabel, que de ser una joven policía es ya una sesentona dedicada a lo que sabrá quien lea la novela, y que acaba relacionado con una retrospectiva que no sé si está detrás de la inspiración de la autora, que tuvo lugar en 2021. Aquí tenéis un artículo de La Vanguardia sobre ella y otro de agencia.

Ambas vidas, la de Hélène Roger-Viollet y la de Isabel, tienen en común la presencia de hombres violentos e intimidatorios, que no aceptan vivir en pie de igualdad con las mujeres por las que se interesan, y, también, que estas mujeres son capaces de rodearse de otras para salir adelante entre todas. En el caso de Hélène Roger-Viollet, pese a su feroz individualismo se apoya en la mujer que acaba siendo su sucesora y años después reintroduce a Isabel en la historia; y, en el caso de ésta, encuentra apoyo y consuelo en la asendereada vecina, también de origen español, y en las mujeres de su propia familia. Por cierto, cualquiera que siga a Angélica Morales en las redes o haya leído según qué entrevistas suyas, se preguntará si, a través de alguno de esos personajes no homenajea a alguna persona de su propia familia y de su entorno.

La secuencia de saltos temporales y entre historias, los saltos espaciales que permiten la profesión de la protagonista  (París, España, Argel, Cuba, Hecho…) y la dupla protagonista, así como la adecuada dimensión de los capítulos permiten una lectura ágil y el mantenimiento del interés. Esto último es importante destacarlo porque «Estás en mis ojos», aunque utiliza esta técnica tan frecuente, apuesta por la narrativa, por la literatura, por el placer de contar más que por intrigar al lector (exigencia siempre sospechada en las grandes editoriales, que viven de atrapar y enganchar porque están más preocupadas de lograr clientes que lectores). Aquí se adivina, o eso me parece a mí, que Angélica ha jugado con esa exigencia arrimando el ascua a su sardina, que es la sardina literaria: ha escrito una buena historia, no una historia con intriga artificial, aprovechando que las buenas historias se bastan y sobran, porque cualquier vida encierra suficiente inquietud sobre su propio futuro como para interesar a cualquiera si está bien contada. A fin de cuentas, por más normalicos que seamos, ¿hay historia que nos interese e intrigue más que qué va a ser de nosotros?

    A esto juega Angélica Morales: a escribir sobre emociones, que es la parte más importante de la vida. Pero consigue más, claro: nos explica la diferencia entre ser hombre y mujer, diferencia que está detrás del cambio social más grande jamás conocido, y, sobre todo, nos saca un poco de la ignorancia dándonos a conocer la historia real de una mujer que fue singular y que, precisamente por haberlo sido, ahora ya no lo sería tanto. Ese es su logro y el de todas como ella.

    Una novela de las que se recuerdan. Estás en mis ojos, «Estás en mis ojos».

    

miércoles, 16 de julio de 2025

Lectores y bibliófilos

 


    Leo un artículo de Umberto Eco que distingue entre lectores, que son quienes aman el contenido de los libros, y bibliófilos, que son quienes aman el libro como objeto, y que, en general, se sienten más atraídos por un libro cuanto más singular es.

    No dice, supongo que por falta de espacio, que así como es sencillo encontrar lectores que no sean bibliófilos, es difícil pensar en bibliófilos que no sean lectores.

    Probablemente esta última idea es la que está detrás de la reciente moda de decorar los cantos de los libros o, como en el caso de la última novela de La Vecina Rubia, publicar una edición luminiscente: la totalidad de los bibliófilos destinatarios ya frecuenta las librerías por ser lectores, y en los expositores estos ejemplares serán la rara avis que llamará su atención.

    No hay nada malo en editar libros que además de atraer a unos compradores por el contenido atraigan a otros por ser bibliófilos. Igual que no hay nada censurable en ser más o menos lector o más o menos bibliófilo. La costumbre de comer a diario es compatible con dar o no importancia a la presentación o significación del plato.

    En mi caso, soy un desastre de bibliófilo. O, mejor dicho, no soy bibliófilo, aunque sí alcanzo a tener algo más de media docena de ejemplares comprados por pura bibliofilia, libros dedicados por sus autores aparte. Menos que solo la puntita. La razón es que para mí la singularidad de un ejemplar concreto tiene que ver más con su significado (una primera edición, una edición conmemorativa, y de estos hay pocos y caros) que con su aspecto. Para que éste último me atraiga debe ser artístico, que no es lo mismo que adornado y aún menos que raro. Hace pocos meses estuve mil veces tentado de comprar la edición especial de «Olvidado Rey Gudú» que había publicado Destino, con los cantos pintados con motivos supuestamente relacionado por la historia. La fiebre se me pasó tan pronto como pude examinarlo en una librería. Aquello tenía más de industria que de arte. El arte cuida todo: la composición del papel, el tipo, tamaño y color de la letra, la encuadernación, la maquetación, las ilustraciones…  En una edición artística los cantos tintados son un colofón, pero en aquel caso me parecieron el principio y el final del «arte». Allí dejé el libro. No he vuelto a tener la tentación de comprarlo. Por fortuna, la decepción me hizo pensar que lo mucho que valoro esta historia se debe a la pobre edición que tengo en casa y que, al fin y al cabo, es la que leí y la que me permitió disfrutar de esta fabulosa obra de Ana María Matute. Esta edición, leída además en un momento especial para mí, forma parte de mi historia personal más que ninguna otra que pueda encontrar en cualquier librería, y esto me hace acabar con otra idea que Eco solo apuntaba en su artículo, pero que es la que a mí me ha hecho escribir este: es el lector el que puede dar significado a un ejemplar concreto de cualquier libro. 

    ¿Cómo? Añadiéndole, por la vía de los recuerdos que lo mismo surgen de su memoria, del visible manoseo de las páginas, de las dobleces del lomo o de notas y subrayados, su propia historia.


jueves, 10 de julio de 2025

El papel de víctima – Carlos Pérez Merinero

 



Vas a comer a un restaurante, quedas prendado de la desconocida beldad que papea junto a un hombre a quien cómo no va a detestar si estás tú allí, a pocos metros, y, encima, agraciándola con tu repentino amor. Un colosal flechazo sin duda correspondido. Que la mujer no haya reparado en tu presencia en este mundo es solo un pequeño detalle sin importancia. Lógicamente, ejem, en los días sucesivos emprendes el seguimiento obsesivo de la dama en busca de la ocasión para abordarla. Entonces, cuando ese mágico momento llegue, caerá rendida ante la exuberancia de tus encantos y, colorín, colorado, ese día habrás chingado.

Entre medio dejarás desatendido y chapuceado tu trabajo de guionista, pero qué se le va a hacer.

Ocurre, sin embargo, que hacer méritos ante una desconocida es bastante complicado, por no decir que es algo en las caprichosas manos de la diosa chiripa. La deidad, supongo que intrigada por las extrañas conexiones neuronales del protagonista, lo bendice con la posibilidad de hacerse pasar por asesino, y es así como el buen hombre logra estrechar su relación con alguien a quien no parecen molestar los asesinos. Según a quién asesinen, claro.

El problema viene después. Si alguien te hace caso porque eres panadero, es que quiere pan. Y si no sabes distinguir la harina del cemento vas a tener un problema, y probablemente lo sufran también los comensales.

Es lo que sucede en «El papel de víctima», quinta novela de Carlos Pérez Merinero (1950-2012), publicada en 1988. La cuarta que he leído.

No sé decir si esta es mejor o peor que las tres anteriores (en este enlace están todas las reseñas), pero sí que empecé a leerla con la esperanza de que fuera en todo similar. Sin embargo, la expectativa no se cumplió. ¿Cuál es la diferencia entre esta obra y las demás? El protagonista de «El papel de víctima» está tan chiflado como los del resto de novelas de Pérez Merinero, pero, a diferencia de ellos, no es tan bestiajo al hablar, con lo cual se pierde una notable fuente de humor, porque insultar y maldecir, cuando se hace de ello un arte, es un arte muy divertido. 

Eso sí, se lee fenomenal y el argumento es muy original, ingenioso, y con giros inesperados brillantes. 

        Sin ser lo mejor que he leído del autor le da mil vueltas, por su osadía, originalidad y dominio del lenguaje, a la mayoría de lo que se publica.


lunes, 7 de julio de 2025

Andar – Thomas Bernhard

 


No hace mucho leí por primera vez a este autor. «El malogrado» fue la obra. Así que estaba avisado de qué me esperaba. Y es bueno estarlo porque, si no, hasta que la lectura toma velocidad de crucero este libro podría parecer una tomadura de pelo cuando, en realidad, estamos ante una pequeña maravilla.

Thomas Bernard escribe y reescribe una y otra vez las mismas expresiones o variantes, dando mil veces los mismos datos, como quien mira el punto fijo de un agitado caudal que, pese a su movimiento, siempre parece el mismo. Además, el narrador habla por boca de un tercero que en ocasiones habla por boca de un cuarto, lo cual permite caprichos estilísticos que enlazan con la reiteración de expresiones. Como decía al reseñar «El malogrado», esta forma de escribir tiene más que ver con la obsesión que con la complejidad, aunque las vueltas y vueltas parecen embarullarlo todo, lo cual, sin embargo, es una sensación engañosa: basta con cogerle el tranquillo para no perder ripio.

Ese modo de escribir, de cien pasos adelante y noventa y nueve atrás, obliga a un avance lento, pero que también es avasallador. Bernhard avanza con lentitud, pero con contundencia. Como una apisonadora. Cuando deja algo atrás es porque ya lo ha exprimido. No ha dejado ni las raspas. De ahí la maravilla: parece que no avanza y, al final, ha contado lo que ha querido con enorme profundidad.

El innominado narrador de «Andar» se va a andar con su amigo Oehler, que antes caminaba los lunes con Karrer, quien ya no puede ir a pasear con él por estar encerrado en un manicomio, el Steinhof, tras detonar su chifladura con ocasión de la compra de unos pantalones en una determinada tienda. Oehler paseaba con él, presenció los hechos y todo ello da lugar a un amasijo de recuerdos y consideraciones sobre Karrer, los psiquiatras, la vida y la muerte. Como en narrador nos cuenta lo que hablaba en los paseos con Oehler que evocaban aquellos otros paseos de Oehler con Karrer, de ahí el título. Y también, supongo, porque las conversaciones entre los paseantes trasladadas al lector llevan a algún sitio.

El narrador expresa los pensamientos y palabras de Oehler, que a su vez a veces expresa los de Karrer e incluso este los del psiquiatra, si no recuerdo mal, en una especie de juego de matrioshkas en la que cuesta saber quién está hablando (y, por tanto, desde qué punto de vista) hasta que, una vez tras otra las frases terminan con un «dice Oehler» o un «Dice Karrer, dice Oehler» y quizá alguna explicación aún más compleja, como «dice el psiquitra, dice Karrer, dice Oeheler» y el narrador le dice al lector.

El resumen del argumento es el siguiente: un tipo no muy cuerdo pasea con un amigo, un día se desata la locura y retorna al psiquiátrico donde ya estuvo, y reflexionar obsesivamente sobre esto, sus causas y consecuencias le permite a Thomas Bernhard alumbrar una historia magistral sobre la vida que parece a un mismo tiempo locura y dechado de sensatez. No digo más. Quien se atreva a etiquetarla, que lo haga, pero algo me dice que toda clasificación será cuestionable.

Gran historia, corta, escrita con prodigiosa habilidad, y cuya lectura requiere mucha atención. No es una novela que llegue al lector, sino que debe ser él quien se meta en ella. Es decir, no es apta para pasar cualquier rato, pero sí excelente para buscar uno bueno y dedicárselo.


jueves, 3 de julio de 2025

El verano de Cervantes – Antonio Muñoz Molina

 


Para quienes hemos leído un canasto de veces el Quijote y lo admiramos como a un prodigio, este libro es una delicia. Lo es no solo por lo que trata, sino por cómo lo hace, con el talento, la mesura, el sentido común y la lucidez de uno de los mejores escritores españoles vivos: Antonio Muñoz Molina.

El libro es una secuencia de ciento y pico reflexiones de dos, tres, cuatro páginas cada una. Muchas, acerca del Quijote en sí; otras, sobre los recuerdos que inspira; sobre su influencia en otras grandes obras de la literatura o en célebres escritores; reflexiones sobre la condición humana; y, también y muy abundantes, sobre la vida de Miguel de Cervantes, pues no hay autor que no deje un profundo rastro de sí mismo en lo que escribe.

No hace falta explicar de qué trata el Quijote a quien lo ha leído, pero sí recordar que Cervantes no conoció el prestigio ni el dinero ni siquiera tras el éxito de la primera parte del Quijote; que, casi con toda certeza, vivió el ostracismo literario como una injusticia, o quizá como una humillación; y que, además, estaba convencido de que su gran obra no iba a ser el Quijote, sino Los trabajos de Persiles y Sigismunda. También hay que recordar que Cervantes publicó La Galatea, con pena y sin gloria, con 38 años. Un mal libro. No volvió a publicar una línea de novela, aunque sí a fracasar en el teatro (que era lo que daba dinero), hasta los 57, cuando apareció la primera parte del Quijote. La segunda la publicó a los 67. Entre medio, aprovechando el tirón del Quijote, en 1612 pudo publicar de golpe las Novelas Ejemplares, escritas a lo largo de 22 años, y El viaje al Parnaso en 1614, con la que tampoco alcanzó el prestigio que entonces solo la poesía daba. De hecho la novela era, para disgusto de Cervantes, que siempre aspiró a ser alguien en las letras, la menor y menos considerada de las artes literarias. E, insisto, el Quijote lo publicó con 57 y 67. Edades tan avanzadas para la época que es complicado creer que en algún momento Cervantes pudiera mirar su futuro literario con más optimismo que desazón y frustración al recordar su pasado.

Antonio Muñoz Molina, por haber nacido en Úbeda en enero de 1956 pertenece la última generación rural cuya infancia transcurrió en un mundo que todavía era casi como el de Cervantes: pueden recordar los sonidos de las caballerías, de los carros al marchar antes de amanecer, de los pájaros, de los vecinos hablando, llamándose a gritos o llevando cubos… Los sonidos de los pueblos, las costumbres en un mundo sin apenas medios de comunicación, los olores de los útiles de esparto, del cuero de las albardas, a humo, a leña, a hortalizas recién cortadas; las tosquedad de herramientas, la conciencia de la diferencia entre labrador (propietario) y campesino… La mecanización aún no había llegado y la luz eléctrica era la gran diferencia. Muy pocos años después todo eso se perdió para siempre. Los hijos de esa generación son incapaces de poner nombre al sinfín de útiles que sus abuelos nombrarían uno por uno sin dudar, nos recuerda el autor. Es así, a través de esta especie de última ocasión, como un escritor de la talla de Muñoz Molina habla de cuanto rodea al Quijote desde una experiencia similar a la de Cervantes; cierto que lejana, pero con la nitidez de los recuerdos de la infancia.

El Quijote transcurre en verano. La primera parte, la de 1605, de forma indudable. Y también la segunda, tan distinta, la de 1615, aunque en ella los tiempos no cuadren, pero para remediarlo está la ficción. Al autor se refiere a ellas como «El ingenioso hidalgo» y «El ingenioso caballero», que ya saben los lectores que entre una y otra don Quijote ascendió de rango por el mismo encantamiento por el que se había ganado el don.

El análisis que hace Muñoz Molina es a un tiempo ordenado y caótico. Ordenado, porque son muchas las cosas que cuenta sin dar la impresión de ir y venir desorientado, y porque sigue, más o menos, el orden «cronológico» de las peripecias del caballero partiendo de la idea de comparar sus veranos infantiles en los que descubrió a don Quijote con el verano manchego en el que el pobre hidalgo chiflado emprendió sus aventuras. Nítido es también el análisis separado de las dos novelas, pues el Quijote son dos novelas, no una, y brillantes las conclusiones que saca de todos los pequeños detalles. Antonio Muñoz Molina observa donde la mayoría no ve nada. Identifica circunstancias históricas, significados sociales y personales, el papel, significación y peculiar caracterización de muchos de los infinitos personajes del Quijote, lo mismo respecto a los escenarios y al modo de mostrar sin palabras; también estudia las actitudes de Cervantes ante su mundo y, sobre todo, ante la literatura y, más en concreto, ante la creación literaria, porque si algo es el Quijote es un festival de creatividad tanto por comparación con lo escrito hasta entonces como por la riqueza de situaciones y formas de narrar, tan bien y tan brillantemente ejecutadas que muchas pasan desapercibidas a ojos menos entrenados que los de Muñoz Molina, aunque no llegue a hacerlo la improvisación. Además, como buen escritor, desemascara a Cervantes, intuyendo su vida y pensamiento a cada momento.

Como he dicho, el libro también tiene un punto caótico, como el propio Quijote, aunque, como sucede en él, el caos alimenta el caudaloso fluir del discurso. La alternancia de todo lo que he comentado hasta ahora parece caprichosa, aunque siempre se adivina un rumbo, y de igual manera que se mezclan cosas llega un punto en que los recuerdos del niño que leía el Quijote en el verano de Úbeda se transforman en el relato del escritor de sesenta y tantos años que, acompañado de su esposa, visitó poco tiempo antes de publicar «El verano de Cervantes» Puerto Lápice, la cueva de Montesinos y el Toboso. Sobre los tres lugares se explaya. En el caso de Puerto Lápice son consideraciones históricas que relacionan el lugar con la vida y época de Cervantes, en el de la cueva habla de las conexiones entre realidad y fantasía y en de El Toboso se maravilla de la realidad en que se ha transformado la ficción. Yo he estado un par de veces en Puerto Lápice, la última en 2019, siempre de paso porque en el siglo XXI sigue siendo tan lugar de paso como cuatro siglos atrás, y estuve en El Toboso en junio de 2023 (una especie de verano de Cervantes para mí). Muñoz Molina estuvo en El Toboso en septiembre no sé si de 2023 o de 2024. Ambos hicimos un recorrido similar y nos fijamos en las mismas cosas, como podréis comprobar si leéis este libro y lo comparáis con mis fotos. Posiblemente hasta comimos en el mismo restaurante baratísimo y demencialmente grande. Me apena que encontrara cerrado el Museo Cervantino, que admite desconocer, y el que el existen infinidad de ejemplares del Quijote, en multitud de idiomas, dedicados por personalidades internacionales del siglo XX. Seguro que de varias dedicatorias hubiera sacado un jugo sabroso. En cualquier caso, un paseo por El Toboso es el paseo por una realidad que nunca existió más que en la ficción, pero una ficción de tal fuerza que ha transformado la realidad.

A continuación os dejo algunas fotos de esos viajes, de rincones por los que pasé y Muñoz Molina cita en esta obra, «El verano de Cervantes», y termino esta reseña con una confidencia que os hará conscientes de por qué he disfrutado tanto de esta lectura: aparte de que los capítulos de «La terrible historia de los vibradores asesinos» y de «La sota de bastos jugando al béisbol» tienen títulos inspirados en los del Quijote (y ojalá que igual de divertidos), la segunda de estas novelas termina, (ojo, ¿eh, ¡pensad en lo importante que para cualquier autor es el final de una obra!) con Ajonio Trepileto, escandalizado, clamando, sin él saberlo, la más famosa y discutida frase que don Quijote pronunció en El Toboso.

Si como yo estáis rendidos al bueno de don Quijote, leed «El verano de Cervantes» y disfrutad.






Puerto Lápice. Lugares visitados por Antonio Muñoz Molina y mencionados en el libro. Fotos propias (pulsar para ampliar). 








El Toboso. Lugares visitados por Antonio Muñoz Molina y mencionados en el libro, salvo las dos primeras fotos, que son de Mota del CuervoFotos propias (pulsar para ampliar). 

Mota del Cuervo.
A once kilómetros hacia el oeste en línea recta se divisa El Toboso,
que por carretera está a unos catorce kilómetros.

Mota del Cuervo












Índices de mis dos primeras novelas (pulsar para ampliar).