Varias personas me habían dicho, y algunas más me lo han repetido ahora, que «La verdad sobre el caso Harry Quebert», publicado cuando Joël Dicker tenía 27 años, fue un libro interesante, y que luego, bluf.
«La muy catastrófica visita al zoo» es la primera obra que leo de Dicker, pero no dudo de que la primera fuera mejor. Incluso sustancialmente mejor, y eso que esta obrita gana si se lee empezando por la advertencia final: en ella dice Dicker que ha intentado hacer una novela que puedan leer lo mismo niños que ancianos. Y, a ser posible, a la vez. Lectura familiar, que todo el mundo pueda comentarla con el resto.
Si ese era el propósito, ha tenido éxito. En concreto, un éxito similar al de esas películas de sobremesa que se emiten en periodo navideño y que luego nadie recuerda aunque, si las has visto con niños absorbidos con la acción, quede el buen rato. Es decir, si el éxito de este libro es que puede ser leído al alimón por el abuelo y su nieto de siete años espérate a tener un nieto de esa edad para leerlo. No dudo de que será una bellísima y recomendable experiencia, como siempre lo es leer con niños o a ellos. Ahora bien, también podréis leer Caperucita Roja, que además no es tan moñas.
Si la pretensión de Dicker es una excusa para justificar lo blandengue y facilón de esta historia o si de verdad aspira a convertirse en lectura común de adultos y niños, que lo juzgue cada cual.
«La muy catastrófica visita al zoo» está narrada por una niña que, junto a otros cinco niños, ocupan una escuela municipal para «niños especiales». Enfrente está el colegio para niños «normales», cuyo director es un buen hombre tan presto a improvisar méritos como a evitar problemas, y casi siempre sobreactuando. La profesora del sexteto es un primor y los padres de todos un atajo de clichés. Los seis catastróficos suenan a personajillos mil veces retratados en la literatura y el cine: ingenuos niños que al principio expresan su ignorancia explicando al lector lo que es un libro, si es que hablan de libros, y lo que es una rueda, si es que hablan de ellas. Sus mentes infantiles y en este caso, además, «especiales», dan para una lógica aplastante, unas veces ligada a la literalidad de las palabras y otra a los conceptos puros que, vaya por Dios, cuando se manifiestan a través de ejemplos ponen de relieve las contradicciones de los adultos, lo cual tampoco es muy original. Unamos su intrepidez heroica, una despreocupación siempre a tiempo en los adultos que los rodean, ciertos equívocos lingüísticos y el juego que dan padres estereotipados y ya tenemos la novela hecha, con varios mensajes «profundos» sobre la democracia y sobre cómo las minorías ruidosas se imponen a las mayorías silenciosas. Entre los personajes tópicos también hay una abuela muy lanzada que suple las carencias materiales de los menores. Por ejemplo, les pone coche.
«La muy catastrófica visita al zoo» podría haber tomado el nombre de una ya vieja película: «Una serie de catastróficas desdichas». Lo digo porque jugando un pelín a Tom Sharpe (llega a haber una causalidad forzada, pero no enredo) lo que Dicker hace es enlazar una secuencia de «catástrofes» que desembocan en la del zoo. Aunque, si uno escarba un poco, nada de lo sucedido es necesario para que suceda lo que sucede allí. Digamos que son desdichas vinculadas entre sí por sus protagonistas y sus motivaciones, más que por una causalidad en sentido estricto. Lo más parecido a un hilo conductor es la investigación que el sexteto hace de quién es el responsable de la inundación de su colegio.
En fin… A veces, cuando sé de escritores que, normalmente por un mérito pasado, pueden dedicar a la escritura las mejores horas del día teniendo asegurada la publicación de sus obras y la venta de un porrón de ejemplares, me pregunto cómo no tienen más ambición, como no intentan aprovechar una oportunidad tan enorme y vetada a casi todos para dar lo mejor de sí mismos. Supongo que la respuesta es fácil y prosaica: si puedes vivir bien sin méritos, para qué arriesgar buscándolos. Pero nunca lo he acabado de entender. Probablemente porque sería más feliz teniendo la ocasión de buscar mi límite que con más parné en la caja.
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