La
vanidad nos hace creer mejor de lo que somos, luego la verdad es su enemiga.
Tom Wolfe
construyó esta larga y magistral historia a partir de lo que pudiera ser uno de
esos casos de laboratorio que a veces se usan en los talleres sobre relaciones
humanas; uno de esos casos en los que nadie es por completo culpable (o donde todos
son casi inocentes), pero donde todos tienen algo que ocultar (a veces,
simplemente, sus motivaciones) y es su conducta estratégica lo que determina la
ética de su comportamiento y termina agravando el problema de partida.
Y es que
una o varias cosas ciertas no son una verdad. Son una mentira. La verdad surge
del conjunto de todas las cosas ciertas que inciden en la situación evaluada.
Basta una omisión para que la verdad escape por su hueco.
Es lo que
sucede con casi todos los personajes de esta apasionante novela: el
protagonista quiere ocultar que tiene una amante; la amante también quiere
ocultar que conducía; un tal reverendo Bacon camufla que solo persigue el
dinero; Fallow, el periodista, esconde la falta de mérito de sus supuestos
éxitos para vivir de ellos; el fiscal y el vicefiscal tratan de acomodar la
«realidad» a sus ocultos intereses personales; otros tratan de esconder sus
delitos... Y esto, unido al «orgullo social» de una ciudad que en los años 80
era la referencia mundial, hace que todos estén pendientes de desarrollar las
apariencias para no sentirse menos que nadie.
El
entorno no podía haber sido mejor escogido: en la época en la que se escribió y
transcurre esta novela –los años 80 del siglo XX- la cúspide social estaba en
los mercados financieros, como ahora lo está en las grandes multinacionales de nuevas
tecnologías, y Wall Street representaba el cénit de ese ambiente. El summun,
como ahora lo puede ser Silicon Valley. En consecuencia, Nueva York era también
la referencia mundial de la vida social. Quien triunfaba en Nueva York había
triunfado en el mundo. Buen lugar para cultivar vanidades y egos desmesurados.
Sherman
McCoy, el protagonista, va en su lujoso coche con su amante y al tomar una
salida equivocada se pierden en el Bronx. Al huir de lo que creen un intento de
atraco, con ella al volante, dudan de si han llegado a golpear a uno de los
atracadores. A partir de aquí, y con el simbólico telón del fondo del único
inocente completamente desactivado (Wolfe se cuida mucho de dejarlo en esa posición),
los participantes en esta opereta se van retratando con las omisiones con las
que tratan de provocar la confusión entre el resto de hechos ciertos y «la
verdad». Pero como cada cual omite lo que le interesa, cada omisión genera una «verdad»
distinta; y, claro, entonces las cosas no cuadran, se van complicando y en el
intento de mantenerse a flote casi todos se ven arrastrados a pasar de mentir
por omisión a mentir por acción. El resultado, como puede suponerse, nada tiene
que ver con la justicia (con la verdad) y sí con la habilidad de cada cual y
con su posición de partida.
Pero si
interesante es la trama y el juego de estrategias que la hace avanzar, lo que
hace de esta novela una obra magnífica es la profundidad y crudeza (tan
explícita que rezuma humor cínico) con que se exponen los miedos de cada cual,
que no son otra cosa que el reverso de su vanidad, y los pasos y huidas que
esos temores inducen. Pese a que los personajes son muchos, muy distintos y
prácticamente todos muestran sus ambiciones vanas y sus defectos, raro será que
el lector no logre sentir cierta simpatía –y antipatía- por todos ellos, porque
gracias a la habilidad de Wolfe todo, desde los anhelos a las debilidades, se
hacen comprensibles y, también, porque en un mundo físicamente violento todos
ejercen la «violencia de la mentira», que parece menos peligrosa aunque en
realidad puede tener consecuencias fatales. El mejor retratado es, lógicamente,
el protagonista: Sherman McCoy. El «Amo del Universo» lo mismo nos parece un
estúpido fatuo que un pobre adolescente de 38 años atormentado por haber transgredido,
sin querer, normas que otros se saltan sin pestañear. Es un personaje peculiar:
íntegro en lo que tiene que ver con el cumplimiento de las normas legales, pero
con una moral relajada en las relaciones de pareja y completamente estropeada por
el entorno en cuanto a los valores y al sentido de la vida se refiere.
La
historia se refuerza con el enorme contraste entre esa exigua cúspide social de
personas adineradas y enamoradas de sí mismas y el desastre vital, la absoluta
marginación que se vive en el Bronx. Blanco y vecino de Park Avenue es sinómino
de honradez y éxito. Negro y vecino del Bronx, lo es de delincuente. El
racismo, lo mismo el asumido por quien lo practica que el no asumido, enmarca
la obra, lo que no quiere decir que Wolfe nos hable de buenos y malos. Más bien
intenta ser descriptivo: hay blancos racistas que no saben que lo son y hay
negros marginados que se resignan a seguir siéndolo; todos ellos son poco
ruidosos; pero hay también blancos y negros que quieren prosperar fingiendo luchar
contra el racismo y estos, en cambio, sí hacen ruido, y mucho. Mucho más que
los poquísimos que sí emprenden honestamente esa lucha. ¿Qué sale de todo esto?
Una serie de presunciones tenidas como «verdades» por la «vanidad» de cada
grupo social, falsas verdades que arden también en la hoguera que relata Tom Wolfe y que acaban
provocando el incendio en el que terminan ardiendo una parte de los protagonistas.
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