Igual que
nadie espera que un ensayo sobre el sueño le haga roncar, nadie debería suponer que uno sobre el humor le haga reír. Es lo que pasa con Humor, de Terry Eagleton,
que pese elogio de la portada (The Guardian: «Una prosa rebosante de paradojas,
vituperios y chistes absolutamente desternillantes.») solo hace sonreír con
algunos chistes y anécdotas citados como ejemplos.
Normal,
claro, ya que el objetivo de este libro es otro: reflexionar sobre diversos
aspectos del humor de modo más o menos sesudo (hay innumerables citas a las
fuentes) y ligeramente desordenado.
Desorganizado
porque comienza hablando de la risa, cuya relación con el humor no es unívoca;
porque luego no llega a definir claramente el humor pese a las idas y venidas
por las distintas teorías sobre su naturaleza, con lo que el lector nunca llega a
saber de qué está hablando exactamente el autor; porque el recorrido a la búsqueda del humor en la historia es interesante pero limitado; y porque el último capítulo,
dedicado a los aspectos políticos del humor, aparte de ser un poco tostón no
deja de ser simplemente llamativo por sus connotaciones, pero insuficiente habida
cuenta de la variedad de funciones que el humor tiene para el ser humano y que
para Eagleton no merecen ni un párrafo. Pese a ello, queda clara una idea que me ha parecido interesante: la tradicional idea de que el humor es políticamente subversivo, de que sirve para atacar el poder, es discutible, porque del mismo modo en que el humor sustenta la crítica, la crítica hecha con humor rebaja las tensiones que el ejercicio del poder provoca sobre los dominados. Dicho de otro modo: si el dominado alivia su peso a través de la crítica humorística, quizá sobrelleve mejor su carga y no se rebele.
En
cualquier caso, tenía mucho interés en leer Humor. Tras haber publicado con
Mira Editores dos novelas de humor, en presentaciones y en algún evento
literario tuve ocasión de exponer mi opinión sobre él, para lo que, lo
confieso, primero tuve que detenerme a reflexionar qué era para mí el humor,
por qué y cómo lo usaba, qué pensaba sobre él y un montón de cosas más.
No sé si
me ha alegrado (¿tan pito fui?) o me ha entristecido (¿tan poco estudiada está
la cuestión?) comprobar que las conclusiones a las que llegué yo solico no
difieren mucho de las diversas teorías sobre el humor que se exponen en este
ensayo. A saber:
Es
complicado definir el humor, pues está relacionado con emociones muy dispares
(alegría, sorpresa, satisfacción, alivio…), pero condición necesaria para que
el humor se manifieste, pero no suficiente, es el error. O, dicho de otro modo,
la diferencia entre nuestras expectativas (que incluyen pronósticos, esperanzas
y miedos) y lo que encontramos en la situación concreta. Es lo que Eagleton
llama la teoría de la incongruencia, si bien la cuestiona por lo que a mi
juicio es un excesivo afán clasificatorio. ¿Qué más da lo que provoque la
incongruencia? ¿Qué más da que haya unos
factores u otros tras nuestras expectativas? ¿Qué más da si la incongruencia es
fruto del azar o del ingenio? Ocurre, además, que Eagleton a menudo da una
explicación más descriptiva que causal: la liberación de las tensiones causadas
por las expectativas, la relajación cuando uno puede dejar de esperar lo esperable,
es más una descripción de lo que sentimos en ciertos momentos que una
explicación de por qué lo sentimos.
Ahora
bien, la ruptura de las expectativas puede dar lugar al humor, pero también al
dolor o a otro tipo de emociones. ¿Qué es lo que hace que una ruptura de las
expectativas nos ponga de buen humor? Aquí entran en juego otras teorías que
por sí solas tampoco son suficientes para explicar el humor, como la de la
superioridad (nos reímos porque creemos dominar la situación o porque nos
sentimos por encima de otras personas), teoría que falla porque también a veces
nos reímos (¿de desesperación?) cuando la situación nos aplasta. Queda claro
que el autor no apuesta por esta opción, pero no por qué otra opción lo hace.
Por lo que a mí respecta, diría que lo determinante es la mezcla precisa de inteligencia y racionalidad,
entendida como la capacidad de verse a uno mismo desde fuera, la capacidad de
tomar distancia, de comprender y asumir sin dramas lo que no está bajo nuestro control. Un ejercicio de realismo cuya complicación guarda relación directa con el daño que cada situación implica. Pero
tampoco me voy a poner a desarrollarlo aquí.
Una obra
interesante y corta, pero irregular, con capítulos enriquecedores
(especialmente algunos puntos dedicados al papel del humor en la historia, que
es tanto como decir en las relaciones sociales), otros soporíferos, y más
destinada a ofrecer un muestrario de ideas sobre el humor que una tesis sobre
él.
Sí que es
sencillo, a partir de esta lectura, pronunciarse acerca de las razones del
escaso prestigio de la comedia, de las novelas de humor, del humor en general
y, también, de su paradójico éxito. Durante casi toda la historia el humor ha
estado reservado a la plebe; el poder político y religioso se
rodeaba de solemnidad (aún hoy es complicado imaginarse a la reina de Inglaterra,
al rey de Suecia o los jeques árabes partidos de risa, y, de hecho, si por algo
se hizo famoso Juan Carlos I fue porque su carácter bromista desentonaba con su
cargo y la actitud de sus colegas hasta el punto de ganarse el apodo de «el campechano»), y la solemnidad es enemiga del humor. Además, la risa hace perder el miedo y el poder a menudo
se sustenta en él. Solo a partir del siglo XIX el humor comenzó a abrirse paso
de la mano de las clases sociales en ascenso, que lo usaron para «rebajarse» y
abrirse así, sin molestar demasiado, un hueco entre las clases dominantes. En
mi opinión, esa función «lubricante» no es exclusiva de ese periodo ni de ese
objetivo, y es la que explica que ese género denostado porque la risa cuestiona las relaciones de poder se haya encaramado,
pese a la solemnidad de los poderosos, a la cúspide de las artes con obras como
el Quijote.
No hay comentarios:
Publicar un comentario