Por
casualidad leí esta obra a mediados de junio de este 2021, en los días previos
a la manifestación en la Plaza de Colón en contra del indulto a los
independentistas catalanes condenados por los sucesos de otoño de 2017. Un
indulto es una excepción a una norma penal que aplica el Gobierno, no la
autoridad judicial, en inevitable beneficio del indultado pero en interés de la comunidad,
y cuyo fundamento radica en la imposibilidad de que los tribunales, solo
sujetos al Derecho, puedan tener en cuenta las consecuencias sociales y
políticas de sus sentencias; de ahí que todos los ordenamientos jurídicos del
mundo regulen el indulto de una manera u otra.
Cuento
esto porque en este relato acerca del secuestro y muerte de Aldo Moro tiene
mucho que ver.
Aldo
Moro, catedrático de Derecho Penal, fue uno de los redactores de la
Constitución Italiana de 1946, dos veces primer ministro y, en el momento en
que fue secuestrado, presidente del Consejo Nacional de Democracia Cristiana,
el partido que llevaba tres décadas en el poder y que en aquel día de marzo de
1978 iba a mantenerlo gracias a un acuerdo con el Partido Comunista, acuerdo del que
Moro había sido el principal artífice.
La
historia es conocida: Aldo Moro fue secuestrado por las Brigadas Rojas y sus
cinco escoltas asesinados; durante su cautiverio se le permitió leer la prensa (y,
por tanto, estar al corriente de cómo abordaban su secuestro el
Gobierno italiano, su partido y el resto de partidos) y también se le
permitió enviar numerosas cartas a otros políticos y a su familia, que en su
mayoría fueron publicadas en los medios de comunicación. Entre medio, las Brigadas Rojas emitieron varios comunicados. Finalmente, fue
asesinado tras cincuenta y cinco días de cautiverio. Al margen de las numerosas
y enormes chapuzas que parece ser que hubo en la investigación policial, no es
necesario adentrarse en sus causas para, de la mano de Sciascia y de su
agudísimo análisis del lenguaje, las circunstancias y la naturaleza humana,
comprender que, por una razón u otra, a Moro se le dejó morir en nombre de la
«razón de Estado», si es que no hubo también otros intereses.
En ensayo
es una larga reflexión sobre las posiciones de cada cual, pero, en especial, reflexiona
sobre el debate cuyos argumentos enfrentados eran las súplicas de Moro
defendiendo una postura que ya había mantenido antes de su secuestro
(básicamente, que el poder no se debilita por hacer ciertas concesiones, como el intercambio de prisioneros, tantas veces producido en la historia) y la
postura del Gobierno Italiano, con el apoyo de la Santa Sede, de que «no se
negocia con terroristas», lo cual, en la práctica, implicaba condenar a muerte
a un inocente, cosa insólita para quienes se definían como cristianos. Moro reclamaba que el derecho a la vida de
personas inocentes debía prevalecer sobre los principios abstractos.
La lucha
de argumentos se saldó del modo ya conocido, pero antes el Gobierno italiano y
la Democracia Cristiana dieron la espalda a Moro; pese a que él repetía los
argumentos que había esgrimido en libertad, lo desacreditaron presentándolo
como un hombre manipulado por sus captores para hacer menos onerosa para ellos
la decisión de «condenarlo a muerte».
En
definitiva, el ensayo de Sciascia, que fue diputado entre 1979 y 1983 y
presentó un informe ante el Parlamento sobre el caso Moro que se incluye en
esta obra, reflexiona sobre la idea de hasta qué punto las excepciones al
derecho penal –y con eso vuelvo al principio- son legítimas cuando de lo que se
trata es de mejorar la situación de personas inocentes que no han cometido delito alguno. Aunque el caso Moro fue un caso límite, en el que estaba en juego la vida de una persona,
el paralelismo es obvio cuando de la excepción a la norma penal se derivan beneficios
para la sociedad, a la que siempre damos estatus de inocente (o, dicho de otro modo, de digna y merecedora de todo esfuerzo). Cuando eso puede suceder hay que utilizar la balanza para,
después, pronunciarse, lo cual, cuando hay que aplicar la excepción, exige una dosis de valentía de la que claramente
Sciascia parece partidario y que no tuvo el gobierno de Andreotti. El juicio de
la historia, al que resignadamente emplazó Aldo Moro a sus correligionarios en
sus últimas cartas, ha tenido un veredicto claro.
Quizá en estos días en que se mezclan argumentos emocionales con argumentos racionales que implican analizar intereses complejos y realizar predicciones sujetas a error, esta lectura sirva a quienes usan los segundos para pensar mejor.
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