Escribir
como los ángeles no está reñido con alumbrar un ladrillo. Enard es un escritor
fabuloso, con un inmenso dominio del lenguaje y una enorme cultura que sitúan
su texto en la tradición de los más grandes escritores. Sin embargo, en esta ocasión le ha fallado la historia.
El
banquete anual de la cofradía de sepultureros es una extraña y alegre ruta por
los alrededores de Niort, tierra natal del autor. Una parte del comienzo y del
fin de la obra son las andanzas de un veinteañero instalado en un pueblecito de
la zona, en calidad de etnógrafo, para hacer su tesis doctoral, aunque lo que
acaba descubriendo no tiene mucho interés para la ciencia: descubre que es un
vago rematado, un incompetente, un tipo que se despista con una mosca, que casi
por ocio se enamorisca de una muchacha que vive de la explotación de una huerta y al que el cambio de aires de París al
campo le ha permitido descubrir un nuevo mundo que admira y degusta con ojos de
paleto urbano. Alrededor de él hay, lógicamente, otros personajes, unos en su
entorno cercano y otros en un entorno distante, pero todos ellos antes o después
se enfrentarán a la muerte; es más: la mayoría ya se han muerto un montón de
veces, pues la reencarnación funciona a pleno rendimiento en la zona: todos fueron
algo –personas o animales- antes de ser lo que son y serán algo distinto
después de ser lo que son. Incluso algunos solo dan vueltas, porque se
reencarnan en momentos del pasado. Todo lo cual da ocasión a Enard de contar la
historia de personas y estirpes a lo largo de ese tiempo para algunos circular
(sobre todo se detiene en alguna de esas estirpes) con un nivel de detalle
asombroso, con un inteligente tono humorístico y con un realismo tal que casi
ni cabe calificarlo de mágico. Verdaderamente es meritorio para el lector tratar
de encontrar un sentido a tales cosas, por más que todo hace pensar en la muerte y en el sentido de la vida. En medio, y sin venir mucho a cuento, se
nos detalla hasta el vómito la inmensa tripada que la cofradía de sepultureros se
atiza cada año en un autohomenaje que ni tiene la entidad suficiente para dar
título al libro ni para servir de argamasa entre todas las extrañas cosas que
acabo de referir.
Dicho lo
cual, el derroche lingüístico es espectacular, y las referencias culturales
tantas y tan amplias que la mayoría de los escritores quedan, al lado de Enard,
como pobres tarugos con el cerebro en
barbecho.
Un libro
no para cualquier lector, sino para aquellos que disfruten más con el lenguaje,
la cultura y los malabarismos intelectuales que con una historia.
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