Con razón
se habla muy bien de este libro, una autobiografía que se lee como una novela
escrita en primera persona, y en la que encontramos muchos puntos de interés:
cómo se forma un genio, anécdotas y opiniones sobre muchos de los grandes del
Hollywood clásico y de Broadway -con los que Allen coincidió en sus primeros
años, cuando ellos ya estaban consagrados-, algunas curiosidades sobre
películas míticas -Annie Hall, Manhattan y algunas otras-, la inmensa suerte
de poder trabajar con personas brillantes en sus profesiones, un
balance vital hecho cuando corresponde (Allen ha escrito esta obra con 84 años)
y, además, es de interés leer esta obra en un momento en el que sigue en debate
(en absurdo debate) si Allen es un genio al que hay que boicotear porque es
culpable (estupidez superlativa, porque si no distinguimos a las personas de su
obra, para perder lo que de bueno puedan darnos -buen suicidio cultural- debiéramos cerrar todos los museos, librerías, bibliotecas, filmotecas,
cines y televisiones) o es un inocente a quien ha arruinado la existencia una mezcla
de manipulación mediática y fundamentalismo; como digo, un debate absurdo: si
se considerara que el mérito de una obra es independiente de la conducta de su
autor ningún debate habría: las obras quedarían a disposición del público y
las peripecias de los autores a disposición de su conciencia o de los jueces,
¿o es que alguien va a renunciar a ir al Prado hasta comprobar la intachable
existencia de todos los pintores allí expuestos? Sobre este tema, y por lo que
a Allen respecta, las cosas parecen estar más claras de lo que las tiene la
opinión pública, según indica Allen con profusión de fuentes y transcripciones.
Y, lo mejor de todo, esta obra está escrita con permanente buen humor fundado
en cierto nivel de autocrítica y autodistanciamiento: si de alguien se ríe Woddy Allen es de sí mismo. Y lo hace, en gran medida, relativizando.
Su humor,
sin embargo, casi se desvanece cuando narra sus problemas con Mia Farrow –con la
que nunca llegó a convivir bajo el mismo techo- tras enamorarse de la hija adoptiva
y veinteañera de ésta (que, contrariamente a lo que muchos creen, nunca fue
hija adoptiva de Allen). Es en el tono serio y riguroso de esas páginas donde
se advierte cómo los peores fracasos cinematográficos han sido para él una minucia
comparados con el impacto de este asunto. Estos episodios son,
además, los más documentados con enorme diferencia (posiblemente para prevenir
eventuales demandas no ha dicho nada que no pueda probar) y son también, en el fondo, el grito de un hombre que se
siente inocente y linchado y al que, como nadie da voz por miedo a
«contaminarse» (o sea, por miedo a las represalias de los más fundamentalistas),
hasta el punto de que sus películas –su modo de hablar y de expresarse- han
dejado de distribuirse en Estados Unidos y pocos quieren trabajar con él, no ha
tenido más remedio que escribir una autobiografía para que en algún sitio
conste su versión, a pesar de lo cual tampoco para este libro ha sido fácil ver
la luz.
De hecho,
esta autobiografía es pura contradicción con el modo en que Allen ha defendido
su intimidad durante años. Cabe preguntarse si hubiera sido escrita de
no haber sufrido las consecuencias de estos follones.
A propósito de nada es una historia más o menos cronológica, con un ordenadísimo
caos, en la solo que encontraríamos, escalón a escalón, la vida previsible
de un humorista devenido en guionista, actor y, sobre todo, director de cine.
Pero esta obra, por culpa del dichoso lío de los últimos años, es en realidad
una obra sobre la justicia, la injusticia, sobre el naufragio del éxito aparentemente consolidado. A propósito de nada es la historia de cómo alcanzar el éxito
personal a base de trabajo y fidelidad a los propios principios, de cómo a veces eso
permite lograr el reconocimiento universal (por más inexplicable que resulte
para el propio afectado) y de cómo, al final de la vida, todo puede venirse
abajo por cuestiones por completo ajenas a ese trabajo y que, para colmo, ni
siquiera precisan ser verdad. No es necesario tomar partido por Allen para sacar
la conclusión de que ninguna verdad oscura es necesaria para hundir a alguien: en
tiempos de redes sociales y medios de masa, basta el ruido, basta un señuelo
para que jauría te triture.
Las
muestras de ingenio son constantes, aunque en mi caso siempre me cuesta un poco
situarme en el humor de Allen, mucho más propenso a comparaciones absurdas o
insólitas –que desorientan entre su ya confuso navegar entre la seriedad y la
ironía- que a juegos de palabras y de ideas. Sin embargo, lo que más me ha
interesado, y lo que creo que tiene más valor, es la constante defensa de su
postura ante la creación artística, la defensa del arte por el arte sin
plegarse a exigencias mercantiles, la defensa del goce de crear sin someterlo al
ansia de reconocimiento. Muchas veces he
pensado en ese tema, al ver escritores que pierden el oremus por publicar hasta
su lista de la compra, escritores dispuestos a escribir lo que haga falta y
como sea con tal de vender o de poder considerarse famosos, mientras que otros podemos no menear algo del cajón
en toda la vida porque el objetivo era, simplemente, disfrutar creándolo. Me
interesa mucho esa postura ante el arte, porque la contraria solo da lo que el
público quiere y, por tanto, difícilmente aporta nada novedoso o de interés.
Al hilo
de lo anterior el libro ofrece una gran ocasión para reflexionar sobre el
sentido del éxito y, también, sobre significado de dormirse o no en los
laureles. Queda claro, al menos a mi juicio, que Allen es un artista en el sentido
más noble de la palabra; al menos, de espíritu; de habilidad, según deduzco de sus
palabras, no tanto. Sin duda, esta defensa del «arte» frente a la «industria»,
de lo personal frente a lo clonado, de la intuición frente a la estadística, es
lo mejor del libro.
Relacionado
con lo anterior, está el desorganizado modo de rodar de Allen: bajos
presupuestos, poca repetición, bastante improvisación… pero todo, paradójicamente, siendo fiel a
la idea original. Como en varias ocasiones dice, el éxito o el fracaso de una
película no se mide ni por la taquilla ni por las críticas de los expertos,
sino por lo cerca o no que se sitúa el resultado final de lo que el director veía
en su cabeza. El criterio es válido para todas las artes. También resulta interesante, para
los ignorantes como yo, husmear en las tripas de cómo se hace una película, en
la importancia de unas cosas y otras, de la selección de actores, del montaje, de la iluminación, de la música, de mil cosas.
Pese a
que toda autobiografía tiende a ser complaciente con los propios pecadillos,
Allen no escatima críticas a sus obras –y tampoco a algunas personas, aunque en
general a los terceros priman los elogios-; reconoce sus fracasos y, en
especial, el de no haber logrado hacer una película que fuera la película. Tampoco
justifica sus manías, fobias y comportamientos, simplemente expone sus actos dando
por supuesto su derecho a ser como es mientras no haga daño a nadie
(sacrificar ese modo de ser en favor de alguien, pocas veces admite haberlo hecho). Que no
es una obra autocomplaciente queda claro cuando el lector siente que Allen no
ha sido un angelito, sino alguien que en general ha tenido como
guía de comportamiento sus propios objetivos y apetencias individuales, y,
como límite, sus fobias, manías y costumbres, a las que incluso ha sometido el
modo de rodar. Al leer A propósito de nada queda claro todo lo que Woody Allen
ha hecho en esta vida, pero no tanto lo que ha sacrificado por terceros, posiblemente
porque no haya habido mucho. Allen ha vivido su vida, y al contárnosla haciendo
balance nos ha dicho que nos hablaba A propósito de nada.
Aunque,
en mi opinión, dado lo descorazonador que tiene que ser no poder exhibir tus
películas en tu país, que casi nadie quiera trabajar contigo o publicar tus
libros, el «nada» bien puede interpretarse como «el silencio que me ha sido
impuesto». Una nada que es bastante más que nada.
Estupendo resumen del libro y magnifica reflexión. Por lo que dices, el autor realiza un balance de su vida y se cuestiona porque en muchas ocasiones el tener una trayectoria profesional impecable se ve eclipsada por alguna conducta de dudosa honorabilidad. La verdad es que pasa en muchas ocasiones y ahora mucho más en la vida de cada uno de nosotros. Entiendo que el valor de las cualidades no pesan lo mismo que los defectos, deberíamos saberlos ponderar con una ecuación matemática los más ajustada posible. Así se podría cuantificar el valor real de las actuaciones y conductas de todos nosotros, tanto en el terreno profesional como en el privado. Un abrazo y gracias por seguir comentándonos la lectura de tus libros. ¡¡¡Feliz verano Miguel!!!
ResponderEliminar¿Para qué evaluar tanto? Cada uno que se quede con lo bueno que hacen los demás.
ResponderEliminar¡Feliz verano!