Una muy buena
novela negra escrita con capítulos cortos y ritmo tan constante que acaba impulsando
la lentitud de la acción, escrita con una prosa clara, concisa y sin altibajos,
aunque también sin alardes.
El escenario,
que tan importante es en algunas novelas de este género, es magnífico: un pequeño seminario
recóndito, situado junto al mar, en la costa este inglesa, a poca distancia de
acantilados de arena que se desvanecen a tal velocidad, debido al embate del
mar, que las construcciones –como el propio seminario- que hace un centenar de
años apenas lo divisaban, están a pocas décadas de ser engullidas por las aguas.
La historia
comienza con el hallazgo de un cadáver. Todo apunta a que ha sido un accidente,
pero la presión del padre del fallecido hace que el comisario de la policía
metropolitana de Londres Adam
Dalgliesh, que iba a pasar unos días de asueto por la zona, acabe alojado en el
seminario, donde veraneó siendo un chiquillo, y en él se encuentre con las
complicaciones que sabrá quien lea la novela, aunque todo el mundo puede
suponer de qué cariz son.
De
este modo Muerte en el seminario se plantea al modo que hizo célebre alguna
de las novelas de Agatha Christie: un colectivo cerrado y encerrado de
personas, una de las cuales es un criminal, con lo cual el lector disfruta
de la doble tensión de averiguar la identidad del delincuente y del constante susto
de no saber si el personaje que cada momento ocupa las líneas es un malvado a
punto de descubrir al lector su maldad o un inocente a punto de marcharse al
otro barrio.
La
novela avanza alternando cuatro acontecimientos relevantes con un montón de interrogatorios,
y está escrita de tal modo que el lector tiene la sensación de ser un
observador más de las conversaciones. Los datos se van acumulando, unos
conducen a otros en un puzzle que el lector construye a la vez que los
protagonistas, lo cual tiene bastante mérito. O, dicho de otro modo, la
autora no se guarda descaradamente datos en la manga forzando al lector a
seguir leyendo para ver cuándo la autora se digna dárselos –penoso y
frecuentísimo recurso-, sino que la información fluye de los personajes de modo
tan natural que P. D. James consigue que sean estos, con sus comprensibles
errores y omisiones los hacen crecer el interés de modo espontáneo.
Como
en las buenas novelas negras, solo al final se resuelven las cosas. Dicho lo cual,
sí cabe hacer una crítica: el final del final es lo único forzado, porque una
vez resuelto «el caso», el resto de incógnitas se despejan de modo demasiado
facilón. Tampoco me ha gustado mucho la escenificación del final.
Esta
es, creo, la undécima novela protagonizada por el comisario Adam Dalgliesh. No
he leído ninguna otra. Ni falta me ha hecho para seguir perfectamente la
novela.
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