La
transición del mundo rural -inmutable durante siglos- a la modernidad llevó
poco más de un siglo en casi toda Europa. En España comenzó más tarde y duró
apenas unas décadas. Ese periodo de frenético cambio alumbró contextos inéditos
extinguidos para siempre poco después. Fogonazos de realidad irrepetible. En este
periodo transitorio donde todo fue efímero transcurre Una comedia ligera,
novela de Eduardo Mendoza recientemente inmortalizada en Cátedra y que, injustamente,
no se suele contar entre las mejores del autor posiblemente por carecer de los
elementos dramáticos, históricos y algo epopéyicos de La verdad sobre el caso
Savolta o La ciudad de los prodigios. Y es que la vida de los personajes de Una
comedia ligera es precisamente una comedia ligera, pues con todos sus dramas a
cuestas en nada hubiera cambiado ni lo más pequeño del mundo si su suerte
hubiera sido una o la contraria.
La acción
se desarrolla en los años cuarenta, en Barcelona y Masnou, pueblecito costero a
apenas una veintena de kilómetros de la capital. Allí han comenzado a convivir
la tradición pescadora secular con las primeras villas para veraneantes
adinerados procedentes del empresariado barcelonés, los cuales encuentran allí una
suerte de ensueño donde disponen de amplias residencias ajardinadas –donde
hasta se llevan al servicio doméstico- con acceso a playas vacías; un lugar donde
el «casino» se viste de gana esos meses para dispensar a los turistas el trato
de clientes privilegiados. Un mundo efímero, ligero. Inexistente poco antes y desaparecido
poco después, un mundo, también, donde el rol de la mujer comenzaba a cambiar,
despuntaban las primeras «atrevidas» y, entre las más tradicionales, los
primeros «atrevimientos».
El
protagonista, Carlos Prullàs, es un autor teatral de comedias cuyo estilo comienza
a estar pasado de moda. Comedias ligeras. Su próximo estreno, en ensayo en el
transcurso de la novela, lleva por título «¡Arrivederci, pollo!», lo cual da
idea de su contenido y de lo alejado de las influencias que comienzan a moverse
en torno a La náusea de Sartre haciendo de Prullàs una reliquia superada. Sus mejores amigos, o al menos las personas con
las que más se relaciona, son el director de escena y la actriz principal, que
se ha dejado la juventud interpretando las comedias ligeras de Prullàs y es ya
una mujer madura con problemas para aceptar su edad. Aunque ha tenido hasta ese
momento cierto éxito, Prullàs se hubiera muerto de hambre de no haberse casado
con la cándida heredera de un empresario lo bastante acaudalado para que
Prullàs, un tipo afable y que no hace ascos a trabajar duro en lo suyo, se
pueda permitir todos los caprichos y solidaridades.
Una
comedia ligera es una novela partida en dos. Durante la primera mitad no sucede
otra cosa que el ir y venir de los personajes: Prullàs es también un mujeriego
que se ha liado (en varios sentidos) con la bella y depresiva pelirroja vecina
en el Masnou, y también se ha fijado en una pésima y bella actriz secundaria
que ensaya el estreno de «¡Arrivederci, pollo!» gracias al enchufe de otro
empresario catalán con el que todo el mundo sospecha que la actriz mantiene un
romance.
La
orientación de la novela da un vuelco cuando Prullàs pasa a ser el principal
sospechoso de un crimen. O al menos lo es a los ojos del investigador
principal, un tipo poderoso ingenuamente identificado –lo cual lo hace más temible-
con los valores y la concepción de España del régimen franquista; un guardián
de las esencias puede ser más peligroso que un corrupto con poder. Ante él todos
tiemblan, y Prullás el que más pues no estar a bien con el poder puede
arruinar de inmediato su carrera artística. Se abre en este punto un ir y venir en el que,
intentando demostrar su inocencia, el protagonista se va metiendo cada vez en
más problemas mientras sortea otro no menor: que su esposa y su familia
política no se enteren del follón ni de los líos de
faldas que ha tenido.
En Una
comedia ligera la lectura transcurre con placidez, con calma, sin prisa, como
contagiada de la molicie que disfrutan en el Masnou algunos de los personajes.
El lector se siente tumbado a la bartola observando entretenido las
peripecias de Prullàs. Este efecto se refuerza mezclando un ritmo constante
pero pausado con una considerable sencillez y claridad en la exposición, lo
cual permite trasladar mucha información sin esfuerzo de comprensión. Es muy
difícil bucear la sencillez sin caer en la simpleza, y Mendoza lo hace tan bien
que quizá ese sea uno de los motivos por los que esta obra no es más
reconocida, y es que los simples, tan abundantes, no son capaces de distinguir
la simpleza de la sencillez.
Más allá
de la variedad de registros de Mendoza y de la historia de los personajes, el
contexto es relevante. Quizá lo que más. Si uno observa el segundo plano de la
novela ve un vasto horizonte. Un paisaje a guardar en la memoria. Ya he hablado
de esa época fugaz. Ahora quiero mencionar también la opresión. Ni los
personajes ni el autor hablan de ella, no se meten en políticas porque no hace
falta decir lo que los hechos muestran: un sistema en el que todo el mundo da
por hecho el control y la necesidad de estar a bien con el poder (que no es
necesariamente lo mismo que estar a bien con la ley). Además, aunque solo es
evidente al final, se cumple la máxima gatopardiana, y quien maneja los hilos
del poder económico y a través de él influye en la política, siempre enreda en
ellos a quien le conviene para salir bien parado. Todo cambia para que nada
cambie. O quizá sea mejor decir que nada cambia ni aun cuanto todo lo hace.
Mendoza nos recuerda que hasta en esas épocas de cambio acelerado y paisajes
urbanos y sociales fugaces todo cambia, aunque, en el fondo, nada lo hace.
La
conclusión bien pudiera ser que no hay que tomarse muy en serio nada, porque nada
ha de cambiar: la vida y todos sus dramas, lo mismo tomada con filosofía que
vista en la distancia, no deja de ser una comedia ligera.
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