Hace poco
más de diez años todos los partidos políticos y los periódicos de Aragón, e
incluso algunos nacionales, dieron credibilidad a una noticia que algunos
despachamos al instante (y en mi caso así se lo hice ver a quienes me la dieron) como un evidente intento de estafa: una supuesta
multinacional del juego (que ese mismo día podía constarse en Internet que era
inexistente) prometía 25 millones anuales de turistas con una inversión de 17.000 millones de euros (alrededor del 1,7% del PIB español) creando un complejo de casinos. De ser ciertas las
cifras el asunto suponía ¡el equivalente al 50% del sector
turístico de toda España!, que ya de por sí es una de las mayores potencias turísticas
mundiales. Aunque la prensa no lo decía, el dato auguraba la epifanización en
medio de la nada de una ciudad cuyo tamaño oscilaría entre los de Bilbao y Málaga (el cálculo lo hice suponiendo cuatro pernoctas de media por cada uno de
los 25 millones de supuestos turistas repartidos linealmente a lo largo del año,
unidos a los 65.000 empleados directos que prometía la noticia, más, a ojo, empleos
indirectos). A nadie se le ocurrió preguntar cómo era posible que los más de 50
millones de turistas que cada año visitaban España generaran cientos de miles
de puestos de trabajo y en cambio estos 25 millones generaran solo 65.000.
Tampoco nadie se preguntó cómo esos 50 millones requerían la existencia
de miles de hoteles, algunos de ellos enormes, y en cambio estos 25 se iban a
alojar en solo los 70 proyectados. La noticia ocupó portadas enteras tras darse
a conocer en la presentación oficial que por todo lo alto se hizo de tan evidente
delirio. Seguí el asunto con interés para averiguar en qué consistía el intento
de estafa (supuse que en captar inversores institucionales o privados para
luego coger la pasta y salir corriendo) y en cómo digerían luego el ridículo
quienes se habían creído y apoyado semejante patraña. La locura era tan obvia
que no pensé que el asunto tuviera más de unas horas de recorrido, pero que
equivoqué. Para mi sorpresa, la farsa duró larguísimo tiempo; primero,
reforzando la noticia inicial con otras tales como las relacionadas con las autopistas
que se ejecutarían para esa nueva Bilbao-Málaga (que «no se sabía muy bien
dónde se iba a ubicar», por lo que, al más puro estilo berlanguiano, varios
pueblos de pocos centenares de habitantes aspiraban a «anexionársela»); también
se crearían líneas férreas de elevado tránsito para conectar ese Eldorado con
el aeropuerto de Huesca, cuya pista, por cierto, tengo entendido que carece de
las dimensiones necesarias para acoger los aviones de más tamaño; también se anunció que se reformarían cuantas leyes fueran precisas para acoger
esa inversión, e incluso algún oráculo sin identificar cuantificó el impacto en
el PIB, en el empleo y hasta en la recaudación fiscal con cifras tan inconexas
que se dirían aleatorias, pero todas con la apariencia de chollo que tiene el
dinero caído del cielo. También reforzaron la credibilidad del proyecto
noticias críticas, como la que señalaba que el volumen de co2 que generaría esa
nueva «cosa» -una «cosa» que se contaría entre las siete u ocho ciudades más
grandes de España-, equivaldría al que generaba el resto de Aragón, y aquellas
otras que consideraban que la explotación de la ludopatía no parece el fin más
elevado al que pueda servir el apoyo público a la actividad económica privada.
Luego, cuando la patraña comenzó a perder fuelle, el olor a chamusquina se fue
extendiendo con sorprendente lentitud hasta alcanzar, por fin, a los más
ingenuos. Este proceso transcurrió jalonado de episodios tan chuscos como la
aparición de una burda web de la «multinacional» (hecha en español, pese a ser,
en teoría, una empresa norteamericana) que, aparte de carecer del contenido más
elemental y de haber podido ser hecha en una mañana, recogía los logotipos de
supuestas grandes empresas «colaboradoras» de nombre rimbombante que, una vez
buscadas en Internet, se comprobaban tan inexistentes como la primera. Los
dibujitos que animaban el proyecto en una suerte de cutre powerpoinit daban
vergüenza ajena. El colofón, tiempo después, fue la escenificación
del inicio «formal» de las inversiones, perpetrado por unos individuos jóvenes
que parecían estrenar ese día sus primeros y baratos trajes y corbatas; con más
pinta de ejecutados que de ejecutivos, hicieron unas declaraciones a los medios
de comunicación en las que no hacía falta muy despabilado para darse cuenta de que
aquellos caballeros no habían visto una empresa mediana de verdad ni en el
cine; no digamos ya una multinacional, y que estaban recitando una cantinela
bien aprendida. Después, nunca más se supo, y si alguien había puesto un céntimo, se cuidó mucho de
hacerlo notar. Por tanto, fallé en mi previsión de contemplar cómo algunos
digerían el colosal ridículo. No contaba con que como todos lo habían hecho en
grado sumo (unos, engañados, y otros, por omisión, para no ser los aguafiestas
que Antonio Muñoz Molina denuncia en Todo lo que era sólido), y como además ese
todos incluía la prensa, que ni siquiera había contrastado los datos con el
sentido común y la matemática más elemental, digo que entre esos «todos» se
produjo algo parecido a un tácito pacto de silencio en el que se diluyó todo.
Hasta el recuerdo de aquel prometido maná.
Si comienzo esta reseña indicando
que hace tan poco tiempo unos piernas podían hacer creer que era posible
plantar en los alrededores de cualquier pueblo de trescientos habitantes a la
mitad de todos los turistas que atraen nuestros miles de kilómetros de playas -Canarias
y Baleares incluidas-, todas nuestras montañas, valles y parques naturales y
nuestros millares de monumentos, construcciones históricas y museos, amén del
«turismo» de ferias y congresos, si comienzo diciendo que unos pelanas fueron
capaces de hacer creer que en mitad de un desierto podía crearse en pocos años como
por arte de birlibirloque la séptima u octava ciudad de España, es para
demostrar que lo que Ignacio Martínez de Pisón cuenta en Filek es de actualidad
permanente y no solo, como podría pensarse al hilo de algunas de las noticias
sobre este libro, la narración de una anécdota histórica. De hecho, en los
últimos años son innumerables las grandes estafas que se han llevado a la
práctica al hilo de interesadas y desorbitadas previsiones de usuarios que
nadie firma, que nadie sabe quién ha hecho ni con qué métodos, y que han
servido de excusa para gastar grandes cantidades de dinero en proyectos que,
una vez terminados, no prestan servicio a nadie pero cuyo coste ha ido a parar
a manos de quienes de un modo u otro los ejecutaron.
Filek
cuenta la historia de Albert Filek, un ciudadano nacido a finales del siglo XIX
en lo que fuera el imperio austrohúngaro, que dedicó toda su vida al arte de la
estafa, esquilmando a cándidos no menos ávidos de ganar dinero fácil que él. El
cénit de su actuación «profesional» fue el intento de endilgar, a sucesivos
gobiernos españoles, un mejunje denominado «gasolina sintética» que, fabricado
a base de agua y potingues varios, pretendía ser utilizado (sí, con abundante
agua) en motores de combustión. No fue el único en intentar vender majaderías
de ese cariz, pero sí quien llegó más lejos, proeza conseguida con el primer
gobierno franquista como víctima y amparado por algo parecido al apadrinamiento del
mismísimo dictador, quien, por este hecho, pasó a ser el primer y mayor burlado. Además, el tamaño del ridículo suele ser directamente proporcional a la posición de poder que ostenta el engañado.
No voy
a contar los pormenores de la peripecia vital de Filek porque en ellos está la
gracia de buena parte del libro, aunque el sentido de la obra no es tanto
analizar esa estafa concreta como la singular vida del estafador y el papel que
la mentira juega en ella. La tarea realizada por Ignacio Martínez de Pisón ha
sido magnífica; no es sencillo reconstruir la vida de un desconocido, y menos
de alguien que ha hecho de la mentira un modo de vida. Martínez de Pisón lo
hace de un modo tan ameno y sencillo que es fácil reconocer en cada línea a uno
de los mejores escritores españoles.
Un
valor añadido al interés de la obra es el entorno histórico en el que se movió Filek, tanto temporal
como espacial: su lugar de nacimiento le permitió afirmar ser austriaco, alemán
e incluso húngaro, y las convulsiones políticas de la época lo sumieron en un
maremágnum de problemas –al tiempo que también le dieron muchas oportunidades-
que pusieron de manifiesto tanto las ironías del destino como, también, la
capacidad de Filek para mentir, tan relacionada con la falta de principios y escrúpulos.
Este es
otro de los elementos a destacar de la obra: cómo al hilo de la vida del
protagonista Martínez de Pisón nos traslada, sin que nos demos cuenta,
abundantes conocimientos de los albores de la Guerra Civil, de su desarrollo y
de la posguerra, un periodo del que todo el mundo habla, pero muchos lo hacen oídas, de modo parcial y con lagunas de conocimientos que
a menudo parecen océanos. Para muchos lectores, Filek también será una sana
lección de historia.
Cómo
nace y crece el estafador, cómo se beneficia de sus trapacerías y, al mismo
tiempo, cómo es víctima de ellas porque su propia fama le persigue y porque la
mentira pasa a ser su realidad, y, en fin, cómo se afronta la vida y el final
de la misma cuando no has hecho nada honrado en ella y ni siquiera tu pasado es
verdad, es lo que vemos en esta obra. No tiene un interés menor: habida cuenta
de que lo fácil que es toparse con aspirantes a desplumarnos hasta a través del
teléfono, todos estamos más o menos familiarizados con este
tipo de gente.
Hay
cierta tendencia –el mismo autor lo advierte- a sentir simpatía hacia los
estafadores: al fin y al cabo son gente que trata de aprovecharse de quienes intentan
prosperar buscando atajos. Un estafador suele ser un avaricioso que se
aprovecha de otro. Suele. Porque, y esto es lo que marca la diferencia
entre la simpatía y el asco, a menudo también abusan del necesitado. Todo eso
lo advierte Martínez de Pisón, si bien, limitado su objetivo a contarnos la
vida de Filek, no bucea con tanta intensidad en las razones que llevan a
algunos –en especial a quienes detentan el poder- a dejarse engañar por
cualquier tipo de prometedora payasada. Está claro por qué se deja engañar el
necesitado. Por desesperación. También lo está en el caso de ciertos estafados
con más dinero que cabeza y cultura. Por avaricia. No lo está tanto en el caso
de gente a la que cabe presumir formación, cabeza y posibilidades de
asesoramiento: quizá para algunos la vanidad y el deseo de permanecer en el
poder o de pasar a la historia sea tan fuerte y les ciegue tanto como a otros la
desesperación o la avaricia.
Una
estupenda obra.
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