Patria,
uno de esos raros libros que, ajeno a los clichés de los best seller, se cuelan
entre ellos no por su capacidad para entretener de forma banal, sino por lo
contrario: por el interés que despiertan, por intentar dar respuesta a una
demanda de comprender, lo cual es uno de los fines más nobles de la literatura,
el fin que hace perdurar un libro.
Fernando Aramburu. San Sebastían, 1959 |
Ciento
veinticinco capítulos breves, de cuatro o cinco páginas, en las que -a veces en
grupos de tres o cuatro capítulos- se va saltando de un personaje a otro y
también temporalmente. Conocemos a la víctima, a su familia, cómo se
experimentan los distintos tipos de violencia y el proceso que sigue ésta, cómo
junto a la extorsión y a la violencia física existe una violencia social de la
que nadie es responsable porque lo son todos, cada cual con su cobardía;
conocemos cómo cada persona procesa el dolor (unos, a través del orgullo;
otros, hundiéndose en el abatimiento de por vida; otros, en una huida irreflexiva
hambrienta de felicidad –como si existiera como un estado anímico permanente- buscada en cuanto se pone por delante, sea lo que sea), y conocemos a un asesino, por qué
llegó a serlo, la presión social que lo indujo a ello, la manipulación que
transforma a una persona en un paria destrozador de vidas, quién es manipulable
hasta ese extremo y por qué, conocemos que la existencia de un asesino en una
familia condiciona o puede destrozar la vida de sus familiares, o transformarlos en otros como él, y conocemos otras tantas otras cosas que obligan
a reflexionar sobre el origen de cada tipo de violencia y a comprender las
consecuencias de ese origen; ninguna buena, pero sí de una lógica de la que no
se debe prescindir.
Todo
para llegar a una conclusión de sentido común, que tan poco se ha utilizado en
muchos ámbitos del debate público: la violencia solo genera daño, y quien lo sufre, lo sufre para siempre, sin
posibilidad de reparación y sí solo, en el mejor de los casos, de cierto
consuelo. Quienes son víctimas directas de la violencia sufren el daño por
razones obvias; nadie como ellos son víctimas, hasta el extremo de que no les resta
ni la esperanza, porque nadie resucita; y quienes ejercen la violencia en nada
se benefician de ella, porque se degradan a sí mismos transformándose en
bestias y fuerzan a los suyos al amargo trago de no poder dejar de querer a
quien solo ha hecho méritos para ser despreciado. Alrededor de la violencia
solo hay ruina.
Patria
no es tanto una novela «histórica» sobre la violencia de ETA como una reflexión
sobre cómo los afectos y emociones individuales condicionan la realidad
colectiva: de la manipulación y la simplificación surge la violencia; de la
violencia, el daño; y del daño, la necesidad de superarlo y retornar a una paz
que no debió romperse. Un proceso explicado en perspectiva individual en millones de novelas (la amistad o el amor,
el enfrentamiento y la reconciliación), pero muy difícil de explicar y abordar
en perspectiva social por tratarse de procesos mucho más complejos
emocionalmente por la cantidad de personas afectadas que interactúan desde
infinidad de papeles y posiciones, procesos que rara vez duran menos de una
generación.
Escrito
con un lenguaje engañosamente sencillo –la claridad tiene mucho mérito-, el
lector no puede dejar de ponerse en el lugar de hasta quien menos imagina, y
por eso la lectura de Patria resulta conmovedora: porque nos saca de las ideas
simples y, sin que nos demos cuenta, nos zarandea con el mar de situaciones y
sentimientos de los unos y los otros, náufragos en un pueblo guipuzcoano –intencionadamente
innominado- abandonado a la deriva por unos cuantos iluminados que, sin
comprometer su propio futuro, disfrutan del ejercicio de la influencia
cargándose el futuro de todos merced al silencio que impone la cautela, el
miedo y, en muchos casos, la cobardía.
Pero me quedo con otra idea,
expresada a través de Bittori, la esposa del asesinado: cuando te han hecho un
daño insalvable, o vives para siempre inmerso en el dolor, la rabia y la
humillación, o necesitas escuchar en boca de tu agresor la palabra «perdón».
Solo así se puede alcanzar lo más parecido a la paz que permite la violencia
consumada: un dolor permanente, pero con la rabia mitigada y sin el peso de la
humillación. Como el daño no puede eliminarse, esto es lo más importante: eliminar
la violencia constante que supone el sentimiento de humillación. Si
quien te humilló no te pide perdón, cada instante de su silencio es una nueva
humillación. Hay que pedir perdón incluso a quien no te pueda perdonar.
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