Se
habla de suprimir la asignatura de Literatura y el mundo escritoril salta casi con
una única voz en contra de esa medida, la cual, además, vinculan a la futura debacle
de la lectura. Debacle iniciada, según las opiniones reflejadas a lo largo de
los últimos siglos, en la época del señor Gutenberg. Los argumentos que da esa
única voz son casi inexistentes, porque habla como si entre clases de
literatura y fomento de la lectura hubiera, necesariamente, una relación
simbiótica. ¿Pero por qué ha de haberla? ¿Aman ustedes todo lo que han
estudiado? Si es así, qué suerte. Yo aborrezco la química y algunas otras
cosillas.
Ayer la
prensa informó de la puesta en marcha de un plan de fomento de la lectura que
no puedo valorar porque desconozco. Muchos de los que antes citaba, los de la
relación simbiótica, lo han criticado por ser contradictorio con la supresión
de la asignatura de Literatura. ¿Cómo, dicen, si se quiere fomentar la
lectura, se suprimen estudios de literatura?
Pero la
medida de fomentar la lectura, ¿es contradictoria? ¿O compensatoria? ¿O
sustitutiva?
Quizá quienes,
por creerlas buenas para todos, deseamos fomentar la lectura y, por tanto, la
literatura, deberíamos formar nuestro criterio reflexionando con sinceridad sobre
nuestra propia experiencia como lectores.
Las
zahúrdas de Plutón es una obra de Quevedo. Lo recuerdo no porque la haya leído,
sino por lo ridículo que me sentí de adolescente cuando, en un examen de
literatura, me fue imposible recordar una palabreja como «zahúrda» y acabé
atribuyendo a Quevedo la autoría de las Zulayas de Plutón. Y lo escribí así, con mayúscula, sin saber que
lo único mayúsculo iba a ser la risa del profesor al corregir. Si hubiera
sabido que zahúrda significa «pocilga» quizá hubiera recordado el término en lugar de inventar otro,
pero «estudiaba» cosas que ni siquiera sabía lo que significaban porque costaba
menos intentar memorizar que buscar significados. Por aquella época también conocí
algunas cosas sobre la Celestina: no las necesarias para disfrutar de su
lectura, sino las imprescindibles para aprobar, lo cual, como el de todos, era
mi objetivo.
Con semejantes
recuerdos, está claro que no vinculo mi afición a la lectura a las clases de
literatura. Es más: es difícil disfrutar de una novela cuando en sus páginas no
buscas placer, sino una salida al miedo a catear. ¿Quién desea hacerse adicto a
lo que le produce miedo e inquietud?
Mi
afición a la lectura nació, primero, de ver leer en mi casa. Si mis padres se
lo pasaban bien haciéndolo, ¿por qué conmigo iba a ser distinto? Si en tanta
estima tenían los libros, algo bueno habría en ellos. Y, segundo y sobre todo, mi
afición a la lectura la provocó divertirme leyendo, lo cual era ajeno a la
calidad y profundidad de lo que leía y a su importancia literaria y, en cambio,
dependía casi en exclusiva de lo entretenido de la lectura; a esa edad mi
cabeza, como la del común de los mortales, se entretenía con lo banal, con lo
chocante, lo divertido, evidente y poco profundo. Soy lector porque de renacuajo
me contaron y leyeron cuentos, porque apenas supe juntar dos sílabas leí
cuentos con muchos dibujos y poco texto, porque después me lo pasé bien con
tebeos en los que al pobre Filemón le caían en la cabeza todas las ocurrencias
de Mortadelo, y leía y releía sus historietas en busca de un final que siempre era el mismo; soy lector porque también leí a los cinco veinticinco veces y porque luego hasta me dio por leer novelas del oeste y de ciencia ficción, de esas baratísimas que se escribían a destajo. En
cambio, el Cantar de Mío Cid que explicaba el libro de texto me era tan ajeno
como si fuera el Cantar del Suyo Cid, lo mismo que celestinas, zahúrdas
plutonianas, buscones, quijotes, píos barojas, unamunos y demás tropa que puede
ser mucho mejor apreciada por una cabeza algo mejor amueblada y con más experiencia que la
de un chaval camino de la adolescencia o inmerso en ella.
¿Quieren
ustedes fomentar la lectura en las aulas y crear lectores que disfruten y
aprecien la literatura por encima de una porquería de programa de televisión o
de una ración de gambas en un bar? Pues olviden las clases de literatura al
uso. Elijan una obra breve y extraordinariamente divertida, como Sin noticias
de Gurb, y que algún alumno la lea en
voz alta; dejen que todos interrumpan, opinen y digan cuantas salvajadas les
inspire cada una de las meteduras de pata del desdichado compañero de Gurb. Que
se rían y comenten aunque no mencionen ni un solo concepto literario. Dejen que
de este modo pasen unas horas de risa y jolgorio. La novelita dará para varias
clases. Que hagan lo mismo con la aventura de los batanes y que los
adolescentes digan mil burradas cuando Sancho le da a don Quijote la aromática ocasión
de decir que el escudero parece tener más miedo del que confiesa. Hagan lo
mismo con libros o pasajes aislados de cualquier obra, trascendente o no, que
sean verdaderamente divertidos y dejen que los alumnos se rían, que comenten
las situaciones y se olviden de la semántica, la sintaxis, el contexto, la
importancia, la influencia y la madre que parió a cuanto solo emociona a un
estudioso. Que leer sea divertirse, limítense a hacerles los comentarios
mínimos para situar las escenas en su contexto histórico y eso solo para poder
entender y reír mejor, y ya verán ustedes como muchos de esos chavales, de
adultos, no solo serán lectores, sino que sabrán más de literatura que si
hubieran hincado codos en todas y cada una de las clases actuales de
literatura. Porque será entonces, algún día, como hice yo por leer mis cuentos
y a Mortadelo y Filemón, cuando abrirán el Quijote y lo leerán y disfrutarán. De
haber sido así mis clases de literatura probablemente de adulto me hubiera
leído hasta las Zulayas de Plutón. Ejem, las zahúrdas.
Decía
Eduardo Mendoza en su discurso de aceptación del Premio Cervantes que el humor
no es un género menor, aunque muchos lo tienen como tal en el mundillo
literario. Yo digo más: divertirse con un libro es, para muchas personas, sobre
todo para las más jóvenes, la única puerta de acceso a la literatura.
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