No
hace mucho leí un artículo según el cual, así de tajante era, el rechazo es la
peor experiencia por la que puede pasar el ser humano. El rechazo provoca
heridas que jamás cicatrizan, que dejan para siempre ofendida la propia
dignidad y, por supuesto, aniquila sin posibilidad de resurrección la confianza del rechazado hacia la otra parte. La división que
causa el rechazo es eterna. El sentimiento es tanto más destructivo
cuanta mayor es la implicación previa del rechazado en aquello de lo que es
sacado a patadas o ignorado como si no existiera; y aún más si existe relación
emocional -amistad, pareja, familia- con quien lo maltrata. En ocasiones,
además, el maltrato es doble porque el maltratador, consciente de su actuación,
para disimular, fortalecer su posición o lavar su imagen se dedica a ocultar la realidad al resto, e incluso llega hablar bien en
público de aquel a quien en privado maltrata -como esos maltratadores que hablan flores de sus parejas maltradadas y afirman amarlas-, y así logra fama de generoso angelito
mientras al rechazado puede caerle, sin ninguna culpa, la de desagradecido,
soberbio o pobre imbécil. El maltratado acaba por no tener otra salida que marcharse.
Cualquiera
que haya pasado por algo así, sabe que no exagero.
El
baile, de Irène Némirovsky, que estos días he leído por segunda vez, es una
maravillosa y durísima novela corta, muy corta, que basa su dureza en la idea del
rechazo. De ahí la reflexión anterior.
Irène Némirovsky 1903-1942 |
La
protagonista es una mujer, esposa de un financiero judío inesperadamente
millonario tras una operación especulativa. Rosine y su marido, el señor Kampf,
son «nuevos ricos» en el sentido más humano de la expresión: tras una vida de
estrecheces, esfuerzos y sacrificios soñando con la prosperidad, una vez
alcanzada necesitan culminarla de la única manera que se les pasa por la
cabeza: siendo aceptados como iguales por aquellos a quienes llevan años deseando
parecerse. Para conseguirlo de modo que nadie -especialmente ellos
mismos- tenga ninguna duda sobre la contundencia y legitimidad del logro, no tienen mejor ocurrencia que organizar un baile donde no falte de nada, en la
mansión que han comprado, y al que invitan a cuantos consideran del estatus adecuado.
También invitan a una peculiar pariente, más bien pobretona, resentida y
envidiosa, con la «feliz» idea de que sus cotilleos trasladen al resto de la
familia el esplendor alcanzado por los Kampf, haciendo bueno el cínico y acomplejado dicho de
que las cosas buenas que nadie envidia, no son tan buenas.
Llegado
el día, la sociedad a la que los Kampf aspiran a pertenecer les da la espalda. El rechazo es absoluto. De ahí la terrible dureza del final,
porque nada hay más doloroso que el rechazo y los Kampf se enfrentan a él sin
nada, sin absolutamente nada que pueda consolarlos. Ahí radica la extrema dureza del rechazo: si tiene excusa, no es rechazo; y si no la hay, la única causa posible de la situación es uno mismo, convertido, sin palabras, como un indeseable a quien más vale no acercarse ni dirigir la palabra. Sin embargo, lo que el
lector sabe y el matrimonio Kampf ignora es que ese rechazo ha sido causado por
algo que al matrimonio ni se le pasa por la cabeza y que deviene en mayúsculo acto de
crueldad precisamente por la extrema dureza psicológica que implica el rechazo.
Esa
crueldad ha sido tramada por la hija del matrimonio, una adolescente tímida y
resentida que es tratada por su madre con una mezcla de desprecio y
displicencia, porque Antoinette, que así se llama la hija, es vista por su
madre todavía como una parvulita de ideas infantiles, mientras
que Antoinette ya se ve a sí misma como una mujer adulta; unamos que el ansia
de Rosine por culminar sus sueños le hace ser especialmente egoísta en esos momentos y no pensar
más que en ellos, y completaremos ese retrato inicial causante de que, al
principio de la novela, el lector sienta antipatía hacia Rosine, en ese momento un personaje acomplejado y odioso insensible ante la vulnerabilidad de su propia hija; sin embargo, y este es
otro de los méritos del libro, la evolución de los acontecimientos transforma a
la víctima en verdugo y al verdugo en víctima con una desproporción tal entre
«crimen» y «pena» que no cabe hablar de justicia, sino de crueldad y de una injusticia más, y mucho peor, que se acumula a la
anterior, haciendo buena la idea de que lo que se siembra se recoge multiplicado.
Un
libro corto, duro y tan simple y claro en su planteamiento que es imposible
no detenerse a reflexionar sin sacar ideas claras.
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