Me leí la primera un verano, la segunda al verano siguiente, y al tercer verano no me leí la tercera parte. Ha sido al cuarto. Y es que semejantes tochos conviene leerlos cuando se tiene tiempo por delante.
Lo cierto es que el extinto sr. Larsson consigue enganchar, aunque las tramas solo sean ligeramente más inverosímiles que las soluciones que les da. Me lo he pasado bien leyendo esta novela. Si he de poner “peros” comienzo por uno que se repite respecto a las entregas anteriores: esos finales en los que los malos se llevan su merecido de forma tan ejemplarizante, al modo de las antiguas películas del oeste, me repatean las tripas. No me gustan esas escenas donde las sufridas víctimas que calladamente, cual hormiguitas, han ido cimentando su triunfo, se quitan el disfraz de hormigas y le dicen al malo bravucón “ven aquí, chiquitín, que te voy a cantar las cuarenta”, para, ante el delirio del respetable, cantarle las cuarenta, tres veces las veinte y llevarse las diez en últimas dejando al pobre malo tan desolado y humillado por haber sido tan malo, que no tiene consuelo posible. En esta ocasión, para colmo, esa escena adopta la tradicional fórmula cinematográfica del juicio donde el malo, tras lucir sus maldades, es sometido a feroz escarnio ante sus pasmadas y desesperadas barbas.
Otro “pero” son los perfiles de los personajes. Una vez definidos, los caracteres son demasiado cuadriculados, los personajes apenas cambian pese a ser una novela de 850 páginas. En la vida real, la gente cambia a veces hasta por minutos, se deja llevar por las emociones, las tentaciones, la comodidad, la ambición, el miedo... Unamos a eso que algunos son demasiado exagerados, demasiado buenos buenísimos, demasiado malos malísimos o, incluso en el caso del hermanito de Lisbeth, un genuino brutote escapado de algunos dibujos animados japoneses: demasiado “bicharraco” para tomárselo en serio. De Lisbeth Salander ya no digo nada: es la heroína, pero es el personaje más inverosímil de todos. Si en esta ocasión parece más normal, es porque se pasa 600 páginas tumbada en la cama.
Otro recurso “facilón” que casi parece un “efecto especial”, es la actividad de los hackers. Para Larsson el hackeo es la panacea que todo lo soluciona: cuando todo está intrincadísimo, siempre hay un alma hackera caritativa que se mete donde haga falta y en santiamén encuentra lo que sea menester o amarga la vida a quien sea preciso.
Otro “pero” que se repite es que desde el desenlace de la trama principal hasta el final del libro la cosa se alarga mucho: Larsson sacia generosamente la curiosidad del lector por cómo los héroes digieren el triunfo, aunque en esta ocasión el largo “aterrizaje” se utiliza para zanjar un cabo suelto que, en realidad, apenas ha interferido en la trama principal si no es para despistar un poco al principio (ya se sabe que la novela negra debe jugar el despiste)
Mikael Blomkvist me sigue cayendo igual de gordo, precisamente por esa poca flexibilidad en los perfiles: para lo suyo (como cada uno de los restantes personajes para sus cosas) es un purista que a menudo resulta repelente. Si tuviera un escudo heráldico, su divisa sería “estas son mis lentejas, y no quiero saber nada de otras; si quieres las tomas y si no las dejas”.
Y el último “pero” es que quien no haya leído la entrega previa, puede andar un poco perdido. De hecho, para evitarlo el autor hacer infinitas alusiones a ella, porque si no muchos lectores se perderían, aunque para otros resulte un poco pesado tanto recordatorio.
Olvidando ya los “peros”, que apenas restan entretenimiento, la intriga va surgiendo poco a poco, casi sin advertirlo, y no tiene un solo objetivo sino múltiples: saber cuál será la suerte de Lisbeth y de cada uno de los muchos “malos” que pululan por allí. El destino de cada personaje es un objetivo en sí mismo. Los elementos de enganche son diseminados de forma muy hábil; algunos nada tienen que ver con la historia (como las peripecias de Erika), otros parece que forman parte del hilo conductor y acaban siendo abandonados (como Zalachenko, E. Gurll o el cabo suelto atado al final); también ayuda a trasladar la imagen de un ritmo frenético el hecho de que todos los personajes anden estresados y actuando a deshoras: todos trabajan sin cesar, a horas intempestivas, mal comiendo y mal durmiendo: ¿cómo deja de leer el lector si el pobre personaje anda pasándolas canutas para llegar hasta ahí?
La novela se alarga por muchas cosas, no necesariamente negativas; una de ellas es que no hay personaje que no nos sea presentado a través de una mínima biografía, sea principal o secundario, aunque a los más importantes se les trate de distinguir con algo que los haga fácilmente reconocibles (una costumbre, una ambición, una enfermedad...). La otra cuestión es que el autor consigue explicar con claridad y de forma relativamente breve, algunas cuestiones políticas y jurídicas que ayudan a entender los acontecimientos a quien no esté familiarizado con esas cosas. Lo hace bien, con habilidad, y en eso aventaja a la mayoría de las novelas negras que he leído.
Termino: en esta tercera entrega, como con la primera, tan contento estaba Larsson con sus criaturas que acaba dando a Millenium y a sus empleados el tratamiento triunfalista reservado a los superhéroes: que nadie dude de que están al servicio del bien, que los malos se echen a temblar al escuchar su nombre. Y el resto, que se aparten admirados para dejar paso.
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