«El viajero» que protagoniza esta historia nos cuenta su periplo a pie, a lo largo de unos cuantos días, por varios pueblos de los Monegros. Un viaje corto por un territorio muy cercano geográficamente al punto de origen del viajero, pero de alguna manera lejano en el recuerdo colectivo y en las formas de vida, porque la forma de narrar hace pensar en una especie de “viaje al pasado”, o de reencuentro con el pasado. Y en este pasado ocupa un lugar importante la memoria de la Guerra Civil, que a veces se refleja de forma un poco obsesiva, hasta el punto de que en alguna ocasión el viajero se burla de sí mismo con tal motivo.
Y podría decir que este libro comienza como las caminatas: echándose a andar. Así que el lector que acompaña al viajero echa a leer como éste a caminar, y lo primero que se pregunta es dónde van y por qué. Pero tras las primeras páginas la duda se diluye en los paisajes, los encuentros, los retazos de viejas historias y de información con que el viajero ilustra al lector acompañante y, sobre todo, con el humor que acompaña en todo momento la narración, y que dulcifica el cansancio de las caminatas, la sed y hasta el hambre.
Porque no podría entenderse este libro sin el humor con que se narran algunas situaciones (o más bien se interpretan), hasta el punto de que es difícil leerlo sin sonreír. Se diría que a veces surge la duda de si el viajero patea los Monegros para conocerlos o para divertirse (cosas, por otro lado, que tampoco son incompatibles). Pero el buen humor del viajero se corresponde, creo yo, con su estado de ánimo, y va evolucionando según evolucionan las jornadas, hasta llegar a un final en el que el ingenio es desplazado por cierto pesar que lo mismo puede atribuirse al cansancio que a la pena por finalizar el viaje, o a la frustración por lo “desmonegrizado” de parte de los últimos kilómetros.
Lo más curioso es que al final del viaje sigue quedando la duda de cuál fue su motivo, porque aunque el viajero llega a apuntar que todo viaje es una búsqueda de uno mismo y da la causa por perdida, esa idea no se ha vislumbrado claramente con anterioridad. No es un defecto, más bien al contrario, porque obliga al lector a tratar de averiguarlo.
Lo “peor” del libro, sin duda, es que el hambre y la sed que a veces sufre el viajero terminan contagiándose al lector, aunque, en compensación, nada te impide pimplarte una cerveza recién sacada del frigorífico en cualquier momento. Y encima sabe mejor.
En definitiva, un libro para encontrarse con una tierra a menudo desconocida, divertido, y con el que he pasado un muy buen rato de lectura.
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