No sé si es un mal libro de historia o un buen libro sobre un partido de rugby, pero si tuviera que apostar lo haría por lo segundo.
Aunque está bien estructurado, aunque avanza con paso firme y directo al grano sin que sobre ni falte nada, no ha terminado de engancharme. Tiene la estructura de los documentales sobre tal o cual cosa en los que se va contando cómo lo vivieron varias personas, para lo cual antes nos pone en antecedentes sobre ellas.
Centrado en el proceso mediante el que Sudáfrica salió del “apartheid” narra cómo el mundial de rugby sirvió más que ninguna otra cosa para unir a negros y blancos; el rugby era deporte blanco, pero la voluntad de Nelson Mandela de hacer un país apostando por la reconciliación y no por el ajuste de cuentas hizo que el deporte acabara uniendo a todos. A blancos con negros, y dentro los blancos a “ingleses” con “africaners”. O eso dice el libro.
Es sabido que la política utiliza el deporte. La exclusión de Sudáfrica de los acontecimientos deportivos durante años fue una forma de presionar intensamente a su gobierno: suponía demostrar a todos y cada uno de los ciudadanos que lo apoyaban que la comunidad internacional estaba en contra de lo que estaban haciendo. Pero lo más típico es utilizar los logros deportivos, incluso “forzarlos” (como en la antigua RDA) como “demostración”, como si el triunfo demostrara que se está bien gobernado.
Todo el mundo sabe estas cosas, y por eso es frecuente que grandes acontecimientos deportivos (mundiales, olimpiadas...) se adjudiquen a países sumidos en procesos de democratización. Es una forma de reforzar a sus gobiernos. A la España democrática le fue adjudicado el Mundial de 1982, y en 1986 (tres años después del intento de golpe de estado) la Olimpiada de Barcelona; a la Corea “buena” le fue otorgada una olimpiada frente a la Corea “mala”; la misma Sudáfrica, que sigue siendo un país violento, además de recibir el mundial de rugby del 95 ha organizado este año el mundial de fútbol; a Brasil, el país latinoamericano que se quiere que sea referencia para el resto y que anda sumido en un complicado cambio se le ha adjudicado la Olimpiada de 2016 y el mundial de fútbol de 2014; China, por más dictadura que sea, reclamó la olimpiada para presentarse ante el mundo como un país “normal” y la consiguió. Y la forma en que Hitler trató de usar en su provecho los Juegos de Berlín es ya un ejemplo de cómo la política quiere apoyarse en el deporte.
Según el libro, Nelson Mandela también atribuía mucha importancia a este tema, y es lógico porque la sola vuelta de Sudáfrica a las competiciones deportivas lo legitimaba internacionalmente ante sus propios ciudadanos. Pero Mandela, por más interés que pusiera y por más importancia que le diera, no creo que perdiera de vista que aquello era un medio, no un fin. Pero el libro, que comienza declarándolo así, termina confundiendo el fin con el medio, y acaba siendo un libro “sobre un partido de rugby”. Es imposible dudar de que ese partido tiene connotaciones políticas y sociales que lo hicieron único; el problema del libro, a mi juicio, es el que he apuntado: que a partir de cierto punto el medio se convierte en el fin.
Eso provoca lagunas y el enfoque “peliculero” típico de la “épica deportiva”. Ese enfoque es más visible a medida que avanza el libro. Todos terminan llorando emocionados, abrazándose y felicitándose por haberlo conseguido “entre todos”. Al final del libro puede pensarse que Sudáfrica es el séptimo cielo, y no uno de los países más violentos del mundo.
En la explicación del proceso político previo hay, creo yo, vacíos. Hablo desde la ignorancia, claro, pero todo está centrado en el papel de Nelson Mandela y del Congreso Nacional Africano por una parte y, por otra, en frente, la extrema derecha blanca. Y apenas se da importancia a un proceso que tuvo que existir y que no debió de ser fácil: el proceso por el cual el partido en el poder se avino a poner en marcha los mecanismos para cederlo. Quienes ocupaban el poder parece que, simplemente, se apartaron. Pero apartarse del poder es siempre traumático, y de eso no se habla.
En resumidas cuentas: si no se conoce bien la historia de Sudáfrica (como es mi caso) esta lectura se ve permanentemente acompañada por la incómoda duda de cuánto hay de verdad y cuánto de exageración.
Dejo para el final el tratamiento de Nelson Mandela. Estamos hablando de un líder histórico, de alguien con una biografía que seguirá llamando la atención dentro de siglos. Alguien con un mérito enorme. Pero todos los hombres, hasta los ejemplares, tienen sus defectos, sus trapos sucios, y más si han tenido una biografía movida. Pero Mandela aquí es presentado con una pureza que linda con la idolatría. Parece un mesías, como si su sola palabra bastara para cambiar la realidad. Supongo –al menos es lo lógico- que debe de tener una personalidad fortísima, una inteligencia superlativa, un carácter firme y una determinación a prueba de bomba; pero su obstinación es pintada de forma demasiado “amable”, demasiado “dulzona” para resultar convincente.
¿Y qué es el factor humano? ¿La forma en que Mandela era capaz, según el libro, de llegar al corazón de sus adversarios convirtiéndolos en amigos? ¿O la forma en que el ser humano es capaz de matarse o abrazarse por los motivos más absurdos? “Ayer te odiaba por costumbre y estaba dispuesto a matarte, pero como hoy nuestro equipo ha ganado al rugby ya somos amigos para siempre”. Parece una estupidez superlativa, pero el ser humano es capaz de tonterías así y mayores.
Una última cosa: en el libro se ha basado la película “Invictus”. No la he visto ni creo que la vea. Por más buena que sea me repatea las tripas que todo se convierta en un negocio. Todo, absolutamente todo. Lo digo porque según el libro “Shosholoza” era una especie de himno a la libertad, un himno negro con el que se reclamaba libertad y dignidad. Un himno que hizo vibrar el estadio donde se jugó ese partido cuando lo compartieron negros y blancos. Bueno, pues ahora pones “Shosholoza” en Internet y sale por todas partes “BSO de Invictus”.
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