Si el éxito de una primera novela ha sido o no circunstancial a menudo lo deciden las segundas. En ellas, el talento de quien las firma se enfrenta a las presiones, impuestas o autoimpuestas, derivadas de las oportunidades mercantiles abiertas por el éxito previo. Que el autor sea capaz de ser fiel a sí mismo o sacrifique algo a esos otros intereses puede determinar el rumbo de su carrera literaria: ser él mismo o ser uno más.
Menciono esto porque lo tenía en la cabeza al leer esta novela. He seguido a Karina Sainz Borgo desde mucho antes de que publicara La hija de la española. Me alegró el enorme éxito de su irrupción en el mundo literario y, como aprecio su escritura, por lo que he dicho en el párrafo anterior no podía evitar sentir cierto temor a la hora de leer esta segunda novela.
Bueno, pues ¡uf! El Tercer País es un novelón mayúsculo, tan ambicioso o más que La hija de la española; un texto que ha buscado un argumento complicado, exigente y duro, nada que ver con lo comercial, e íntimamente relacionado con las grandes historias que hacen a los grandes autores. Añadid el dominio del lenguaje y la capacidad de crear imágenes hermosas con las materias primas más desdichadas y sórdidas y el resultado es el que he dicho: una novela magnífica cuyo estrecho parentesco con los mejores autores latinoamericanos del siglo XX es más que evidente.
Como La hija de la española, El Tercer País está protagonizado casi en exclusiva por mujeres, sin que eso suponga reivindicación expresa alguna, aunque es evidente que Karina Sainz es hija de su tiempo y que es tiempo de que la historia también sea de las mujeres.
E historia, hay mucha en esta novela. Una historia intemporal porque la pobreza, que consiste en no tener nada, también lo es. Nada es nada ahora y hace diez siglos. Y eso lo que tiene la protagonista de la novela: nada. Nada le ha quedado tras escapar de la peste que amenaza su vida y la ha lanzado a la penuria nómada junto a su desnortado marido y sus dos hijos recién nacidos. Solo las referencias a coches o teléfonos móviles permiten situar en el presente una historia que, sin ellas, podría transcurrir en cualquier momento de la historia.
Dos fuerzas tan poderosas como la muerte y el amor a los hijos confluyen de inicio. La huida de Angustias y su familia los conduce hasta un territorio fronterizo, esos lugares creados por el ser humano para culminar las penalidades de cualquier éxodo; lugares que muestran como ningún otro las diferencias entre las dos únicas razas que en verdad existen: la de quienes tienen y la de quienes no, reducidos estos a molestas alimañas que los primeros mantienen tan lejos como es posible para que, azuzados por la necesidad, se devoren entre sí, y, en todo caso, permanezcan siempre al otro lado de esas vallas que vistas desde el trágico exterior son un paredón de fusilamiento y, desde el confortable interior, un cómodo método de protección.
Los hijos de Angustias mueren antes siquiera de haber sido conscientes de sí mismos y de su propia dignidad, la memoria de la cual es lo único que de ellos puede conservar su madre. Como cuando no se tiene nada no se tiene ni dónde caer muerto, la prioridad de la muchacha pasa a ser encontrar una sepultura que sustente esa memoria, que será también esa dignidad, aunque los ataúdes que cobije sean unas pobres cajas de cartón. Lo consigue en un cementerio ilegal, El Tercer País, organizado, dirigido y gestionado por una mujer, Visitación Salazar, que desde la primera línea es un personaje inolvidable que se mueve con desenvoltura y naturalidad entre lo heroico y lo mítico. ¿Y por qué? Porque Visitación Salazar no tiene miedo. Ni a la muerte, ni a nadie; y sí posee un profundo sentido de la dignidad.
La memoria de sus hijos ata a Angustias a ese lugar y, por tanto, a Visitación, mientras su marido desaparece. El Tercer País es, además, un lugar en disputa reclamado –siquiera sea para negociar entre ellos- por el cacique local, que pone y quita alcaldes como quien pone y quita mayordomo, y por la guerrilla. Qué obscena resulta una disputa crematística que voluntariamente ignora la dignidad de los muertos y de quienes les lloran.
Así desembocamos en lo que desde el inicio es el meollo de la novela: el que nada tiene zarandeado por los vientos de quienes detentan el poder del dinero o de las armas. La eterna historia de la lucha de la dignidad contra la injusticia, del grande contra el pequeño, de quien se contenta con algo tan frágil como conservar la memoria de los suyos contra quien niega a los demás hasta el derecho a los sentimientos. Un tema intemporal en el que todos los grandes escritores han dejado su huella. Karina Sainz, también, y El Tercer País, una magnífica obra con un bello final, merece un hueco entre esas grandes novelas.
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