El título hace referencia a la temperatura a la que arde el papel porque el protagonista de la historia, Montag, es un bombero del futuro cuyo trabajo no consiste en apagar fuegos (porque las casas son ignífugas) sino en quemar libros. Y es que las autoridades han dispuesto la quema de todos los libros y de sus propietarios, pues las ideas que difunden pueden descarriar al una población a la que se ha dotado de una felicidad artificial a través de desarrollos tecnológico.
Que hay algo más allá de esa felicidad artificial Montag lo descubre cuando conoce a una joven vecina capaz de disfrutar de la belleza de las pequeñas cosas, lo que hace germinar algo que, por algún motivo, ya estaba sembrado en su mente. A partir de aquí, cuando el lector ya lo sabe un proscrito, se inicia una historia de descubrimiento o no del culpable y su persecución que es solo la estructura sobre la que se mantiene un mensaje no a favor de los libros o la literatura, sino a favor del conocimiento.
Siempre puede haber alguien tan tonto como para tomarse este tipo de novelas como arriesgadas profecías que deban cumplirse al pie de la letra bajo pena de descrédito, cuando en realidad son avisos metafóricos. Como señaló Javier Tomeo en el prólogo de la edición que he leído, en la actualidad ya se han producido efectos similares a los que se describen en Fahrenheit 451 pero a través del mecanismo inverso: la profusión de libros. Se publican tantos millares de libros vacíos e insulsos, la catarata de películas, series, videojuegos sin sustancia es tal, el ir y venir de las modas es tan contundente que cada vez está más arrinconado el pensamiento crítico y la opinión propia. Son mayúscula mayoría las novelas que no cuentan nada que no se haya contado antes, que no intentan ir un poco más allá en la comprensión del mundo, que buscan solo divertir, entretener o sorprender sin necesidad de pensar. Las que pretenden algo así son una minoría arrinconada por la necesidad de vender más y más. Por tanto, lo se que pone a la venta es material de fácil digestión, como el que no pasa por la cabeza. Leyendo la novela, a la luz del prólogo, me he acordado varias veces de esas noticias que a veces surgen y sobre las que tantos conocidos de cualquier de nosotros (quizá también alguno de vosotros) no sabe qué opinar hasta que su partido o sus medios de comunicación no se posicionan. El grado en que, en la actualidad, la opinión propia sobre los temas relevantes es en realidad ajena es espeluznante. El camino seguido ha sido el opuesto al señalado por Bradbury, pero solo aparentemente, porque lo que denuncia Fahrenheit 451 es, en realidad, que la política del pensamiento único es más sencilla de instaurar cuanto más se controlan los mecanismos por los que las personas podemos, o no, reflexionar por nosotros mismos y sobre nosotros mismos.
Fahrenheit 451 es, en definitiva, una llamada a conservar la individualidad mejorada por lo que de bueno pueden aportarnos los demás, evitando el permanente peligro de que el poderoso trate de convertir al resto en un manejable rebaño.
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