Deseaba leer esta novela, un clásico del folletín y la aventura, desde hacía años, pero sus 1450 páginas me habían intimidado reiteradamente. Un error, porque El conde de Montecristo resulta tan amena, entretenida, ágil y sencilla que se lee con tremenda rapidez.
El argumento es tan conocido que casi apura recordarlo: Edmundo Dantés, joven marinero recién regresado Marsella y a punto de ser ascendido a capitán del mercante en el que navega, va a casarse con su novia, Mercedes. El día de la boda es víctima de una acusación falsa que, sin darle tiempo a comprender lo que sucede, lo sepulta catorce años en un calabozo subterráneo del castillo de If. Durante el encierro consigue contactar con otro prisionero, un anciano al que todos tienen por loco pero que a Dantés le procura una maravillosa formación y el secreto de un tesoro. Dantés logra escapar y, transformado personal, intelectual y económicamente se convierte en lo opuesto a lo que fue: en un excéntrico millonario rodeado de lujos exóticos y servidores de máxima eficacia que recorre Europa (en realidad, Italia y Francia) derrochando y haciendo gala de una generosidad que más parece prodigalidad; sin embargo, todo forma parte de su elaboradísimo e intrincado plan de venganza, porque si algo quiere Edmundo Dantés, reconvertido en el conde de Montecristo, es ayudar a quienes le ayudaron pero, sobre todo, hundir a quienes le hundieron. Como la mayor parte de ellos han devenido tipos importantes e influyentes, casi toda de la novela discurre entre las idas y venidas de unos y otros por las casas «de buen tono» de París –tras una larga incursión en Roma y alguna más corta en la isla de Montecristo- mostrando al lector cómo el conde va tejiendo poco a poco, a base de osadía y casualidades, la red en la que espera atrapar a quienes no saben que es su enemigo.
Pero que
el móvil de la novela sea la venganza no significa que el protagonista sea
mezquino: Dumas se cuidó de adornarlo de la cualidad del agradecimiento para
que más que vengativo pareciera justiciero, y de situar a Dantés, al final de
la novela, ante la posibilidad de llevar al límite su venganza o de recapacitar
sobre su utilidad y, sobre todo, sobre en quién se transforma quien se venga.
Hasta qué punto llega la venganza de Dantes depende del personaje a nos
atengamos, porque Dumas los utiliza, en función de su papel en la denuncia
falsa original, para provocar el crescendo de la acción.
La
fabulosa intriga permite enfrentar dos mundos paralelos e incompatibles: el que
dejó atrás el marinero Edmundo Dantés, basado en el amor a los suyos y al
trabajo bien hecho, y el de la «alta sociedad» y adyacentes, que solo piensa en
el dinero y en la posición social, lo cual justifica triquiñuelas, engaños,
falsedades… produciéndose toda clase de mezclas extrañas con una única raíz
común: el dinero. Hasta tal punto es así que ni siquiera los únicos personajes
que pueden darse cuenta llegan a pensar explícitamente que la venganza de
Montecristo podía haber desembocado, entre otras muchas desdichas, en un
matrimonio incestuoso, sorpresa de la que –un desmayo aparte- solo se maravilla
el lector.
El marco
histórico es doble. Por una parte, la Francia inmediatamente posterior a
Napoleón, en la que ser bonapartista o estar a favor de la restauración
monárquica puede separar la vida de la muerte aunque luego, pocos años después,
quién haya estado en cada bando sea irrelevante. Por otra parte, tienen cierta
influencia ciertas costumbres italianas. Y, junto a todo ellos, numerosas
referencias a mundos entonces más o menos exóticos que no había que buscar
fuera de Europa.
Sin
embargo, más que contar un argumento tan conocido o de ensalzar una novela que
figura entre las más importantes de la historia de la literatura, la poca o
mucha utilidad de esta reseña posiblemente se limita a hacer una reflexión
sobre cuánto se puede disfrutar leyendo clásicos y sobre la negativa influencia
de toda la parte del mundo literario que nos aparta de ellos: la tiranía de lo
inmediato, de las últimas novedades colmadas de elogios mercenarios pero que nacen y mueren en cuestión de meses,
nos separan a menudo de autores magníficos cuyas obras, como en su tiempo,
siguen siendo transgresoras; lecturas de las que son deudoras los millones de
novelas que se han escrito con posterioridad.
Una
novela fantástica, entretenidísima, y que invita a reflexionar sobre pulsiones
eternas: la injusticia, el sentido o sinsentido de la venganza, el amor, lo que
dura el amor, la relación entre amor y amor propio, o la desgraciada relación
del ser humano con el dinero.
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