«La
novela perfecta», dice la crítica en la portada de Stoner, obra publicada en
1965 e ignorada hasta no hace mucho. No sé si es tanto como perfecta, pero sí es
una obra maestra, como apuntaba Enrique Vila-Matas en el artículo en El País
que me recordó hace poco un amigo.
Yo no supe
de la existencia de Stoner hasta que un día la encontré por azar en una
librería. Viendo algunas de las críticas de la contraportada, hechas por gente
que poco tenía que ver con los habituales escritores mercenarios, la compré. Un
acierto.
Stoner lo
cuenta todo narrando una vida donde aparentemente no hay nada que contar. Narrada
en tercera persona, pero casi desde el interior de del profesor William
Stoner, la novela cuenta la vida de un muchacho nacido en 1890 en una granja de
Misuri que ayuda a sus padres hasta que, con gran esfuerzo, puede ir a la
universidad. Allí cambia sus iniciales estudios agrícolas por los de literatura, con todo lo que eso supone de ruptura con el arraigo familiar;
luego la primera guerra mundial le permite llegar a ser profesor en esa misma
universidad, trabajo que mantendrá de por vida; además se casa, tiene una hija
y de todo lo dicho derivan diversos problemas, ninguno extraordinario,
familiares y laborales. Como todos.
Stoner es
un canto al modo en que la vida conforma cada existencia en función de las oportunidades
de cada cual, de sus miedos, su conformismo, sus errores, su pereza… de lo que
busca y de aquello de lo que se refugia. Y al final la vida ha pasado y uno
se pregunta si la ha aprovechado. Pero la novela es mucho más: es el modo en
que los problemas del día a día, despreciables para el tercero, son el pequeño
drama cotidiano de quien los sufre, es también la muestra de que cada cual
puede ser fiel a una filosofía de vida (en este caso la honradez y el
esfuerzo), y también un ejemplo de que la fidelidad a los propios principios
debe medirse por la adecuación del comportamiento personal a ellos y no por
dónde nos conduzcan en la sociedad; Stoner, un profesor profesional y
entregado, nunca llega a ser reconocido como eminencia, sin que eso suponga
para él una frustración capaz de alterar su carácter. Tampoco llega a
frustrarlo su escasa sociabilidad, pese al elevado coste personal y afectivo
que para él supone. Stoner es, en última instancia, un libro que nos dice que
al final siempre seremos víctimas… de nosotros mismos, pero que inevitablemente
también somos nuestros propios jueces y en nuestra mano está ser imparciales y,
después, consecuentes con el diagnóstico. Quizá esta sea la clave de la
pacífica vida de Stoner: el modo en que acepta las sentencias sobre sí mismo,
el modo en que admite sus debilidades y sus limitaciones y consecuencias. Las
admite… o se deja llevar por ellas. Quizá de ahí el poso de tristeza que algunos advierten en toda la novela, como si la gris existencia de su protagonista más se debiera a la fatalidad que a sus propias y libres decisiones. ¿Es triste no ambicionar más? Puede ser, pero más triste es ser un cretino.
Más allá de lo que inspira el
anónimo paso por el mundo de cualquier persona, Stoner es una novela fantástica
por su proporcionalidad: pocas obras pueden encontrarse con una estructura tan
armónica, compacta y proporcionada. La sensación de solidez es inmensa, a lo
que ayuda un ritmo constante y una adecuación de los tiempos sin igual.
Una obra que enriquece, que no
precisa de acción ni de héroes, porque pretende demostrar que lo único
verdaderamente heroico es vivir.
Esta maravilla la rescató, para
los lectores españoles, una pequeña editorial tinerfeña: Baile del Sol.
No hay comentarios:
Publicar un comentario