Jean
Daragane, un escritor no muy sociable, concierta una cita con el hombre que le
telefonea diciendo haber encontrado su agenda de direcciones. El hombre acude
acompañado de una mujer. A partir de este suceso trivial, la pareja, cada uno
por su lado, establece contacto con Daragane sin que de entrada queden claros
los motivos. Aunque, sean cuales sean, da igual, porque ese ir
y venir de oscuros intereses de poca monta provoca en Daragane la necesidad de
recordar, de modo que la novela termina siendo, en gran parte, los recuerdos
del niño que fue abandonado por su madre en manos de una mujer joven que vivía
en una misteriosa casa donde no paraba de entrar y salir gente a desahoras, una
mujer cuyo nombre Daragane repite como conjurando a los dioses para que le
permitan encontrarla, desentrañar los misterios que la envolvían y… Y resolver, ¿qué? Algo a un tiempo esperado y sorprendente.
Para
que no te pierdas en el barrio, como haciendo honor a su nombre, da un repaso
amplio por un montón de calles, callejas y plazuelas parisinas que nada dirán a
quien no las conozca, más allá de lo que sus nombres puedan evocar. Escrita con
un lenguaje cuidadoso, certero, introspectivo y sobrio, se lee con facilidad,
pero con lentitud, porque es una de esas novelas más para reflexionar con el
protagonista que para dejarse llevar por una acción que es a un tiempo tan
lenta como quien se queda parado pensando, y tan veloz como rápidos sean sus
pensamientos.
Una de
esas novelas breves que, por transmitir sensaciones profundas, cuesta mucho
escribir.
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