En este blog solo encontrarás reseñas de libros que en algún momento me ha apetecido leer. Ninguna ha sido encargada ni pedida por autores o editores, y todos los libros los he comprado. En resumen: un blog de reseñas no interesadas para que sean interesantes.

jueves, 14 de noviembre de 2013

El laberinto de las aceitunas – Eduardo Mendoza




             Antes de leer El enredo de la bolsa y la vida, me ha dado por releer las tres novelas anteriores del mismo personaje. Le ha llegado ahora el turno a El laberinto de las aceitunas. Si la primera vez me pareció la más floja de las tres que formaban entonces la serie, ahora he ratificado esa sensación. No quiero decir que no sea una novela entretenida, pero sí que no se le pueden adjudicar muchos más méritos.
            La novela comienza cuando el loco “detective” de El misterio de la cripta embrujada es secuestrado en el manicomio, por obra y gracia de la policía, y conducido a un hotel donde un estrafalario ministro le indica que debe hacer un pago en efectivo en Madrid, al día siguiente, y le da un maletín lleno de dinero y las instrucciones para el pago.
            Esto desencadena una espiral de acontecimientos luego enlazados con todo tipo de despropósitos, y que comienza cuando al protagonista le roban el dinero y termina, al final, en un ambiente “de nave espacial” y con una imagen que, me da pena decirlo, no es demasiado original: la de una interferencia en una retransmisión.
Lo que ocurre entre medio es la “trama”. Durante dos tercios la novela parece tener pies y cabeza, pero luego, de súbito, comienza a perder unos y otra, enlazando un disparate tras otro hasta conseguir que lo comenzado con una novela del tipo El misterio de la cripta embrujada, termine de forma de “más difícil todavía”.
            Y lo dicho en el párrafo anterior es clave para comprender por qué, a mi juicio, esta novela, en el plano humorístico, está muy por debajo de su predecesora y de su sucesora (la cual, a expensas de que ahora la relea, me pareció la mejor de las tres). Primero porque Mendoza, durante buena parte de la novela, hace que el humor ceda ante la trama, que pasa a ser lo principal (aunque el final, que no desvelo, no deja de ser una buena broma al respecto); y lo hace de forma extraordinariamente detallista, hasta el punto de que el lector no quiere perder ripio porque da la sensación de que cualquier detalle va a ser necesario para comprender el desenlace; tan en serio nos tomamos el argumento, tan intrincado y enrevesado es, que el protagonista se pega tanto a la acción que nos olvidamos de lo fundamental: que la gracia, si está en algún sitio, está en él, en cómo es, en sus vivencias y en cómo las expesa. Y él anda en esta ocasión menos ingenioso y más falto de chispa que en las otras dos novelas que he leído. Hay que admitir, sin embargo, que el interés que el humor no llega a arrastrar consigue hacerlo la “trama”. Entrecomillo el término aparte de por lo que he dicho sobre la broma final, porque a partir más o menos del segundo tercio de la obra la evolución del argumento cambia completamente, se hace más loca, más disparatada, la acción se hace más lenta aunque se pretende acelerar con capítulos cortos y, en algunos momentos, insustanciales; la trama se disuelve en ese punto, o al menos  comienza a difuminarse; pasamos de una novela “negra” paródica a una parodia de no sabemos muy bien qué;  y también cambia el humor; lo patético del protagonista y el contraste entre lo que es y lo que está haciendo, y entre lo que hace y cómo lo cuenta, deja paso a una sucesión de imágenes y aventuras insólitas que recuerdan al humor facilón del cine norteamericano, más vinculado a lo extravagante y a lo chocante que a lo mordaz, más vinculado a la imagen que a la idea, y que no están a la altura de otros trabajos de Mendoza; y, lo que es peor, que desvirtúan al personaje, desdibujado en esta novela respecto al que protagonizó El misterio de la cripta embrujada.
                Por fortuna, La aventura del tocador de señoras el personaje volvió a sus raíces. En El laberinto de las aceitunas, además de lo dicho, aparece menos amanerado en su hablar (o con un amaneramiento más discontinuo), y para colmo tienen algunos ramalazos de normalidad, cuando lo atractivo del personaje es, precisamente, la forma en que trata de encajar su anormalidad en la vida ordinaria. Así, por ejemplo, hace un correcto análisis de su vida (sin intentar tomar como normal lo anormal), en una ocasión manifiesta unas aspiraciones horrorosamente pequeño burguesas (dando a entender, por tanto, que es consciente de su extravagancia, cuando posiblemente hace más gracia lo contrario) e incluso, con la guapa de la historia, llega a hacer algo vetado a cualquier antihéroe.
                Por último, para terminar con el aspecto humorístico, varias puntualizaciones: Mendoza vuelve a recurrir con frecuencia a cierta escatología bastante directa que, si en la primera novela era acertada porque ayudaba a definir al personaje y su entorno, en esta, estando el protagonista más difuminado, pierde buena parte de su razón de ser y de su gracia, aislándose y, por tanto, acercándose demasiado al humor “simple”. En cambio, es de destacar la forma en que utiliza los nombres propios para hacer reír: el “ministro” se apellida Pisuerga, siendo un caballero que nadie puede negar que ha aprovechado que el Pisuerga pasa por Valladolid; “La” Emilia se hace llamar Suzanna Trash, nombre cuya sonoridad revela unas ínfulas solo equiparables a su ignorancia, habida cuenta de la traducción del apellido; el viejo sabio se llama Plutarquete, enlazando, por medio del diminutivo, al célebre historiador Plutarco con un personajillo más propio de un tebeo. También Mendoza vuelve a recurrir en esta novela, como en la anterior, a jugar con la facha del protagonista, a quien vemos vestido de camarero, con traje, sin camisa y con cuerda a modo de cinturón, en calzoncillos, desnudo bajo una gabardina como el exhibicionista tópico, e incluso, como diría don Quijote, “en pelota”. Otros recursos son la caterva del locos del manicomio, que facilitan las alusiones más esperpénticas y divertidas, y la aparición, como perfecto comodín, del comisario Flores, que en esta ocasión también aparece desdibujado; si en la primera novela era un policía de la vieja escuela que combinaba sus métodos con una buena dosis de pragmatismo, pereza y comodidad pero, dentro de sus limitaciones, era un policía más o menos normal, ahora no sabemos a qué carta quedarnos, pues demuestra una torpeza superlativa al principio, quizá en exceso caricaturesca, para, al final, retornar a su ser original. Mención aparte merece Cándida, la hermana del protagonista, una vieja y degradada prostituta. La sordidez en la que vive, combinada con el tono, tiene un efecto cómico innegable (¡hay que ver cómo transforma las cosas el humor!)
                  En resumen: personajes menos atractivos que en las otras dos novelas (pero todavía muy atractivos, que conste), y una trama que al principio absorbe toda la atención y, conforme pasan las páginas, quiere transformarse a sí misma en la fuente del humor.
                  Dicho lo cual, hay que volver a lo de siempre: pocos “peros” serios pueden ponerse a una obra que su propio autor dice que escribe para pasar el rato, como un “divertimento”. Engañar, Mendoza no engaña. Y divertir, divierte.










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