Los
sentimientos y las emociones también se dejan en herencia, como el patrimonio,
pero a diferencia de éste no pasan de padres a hijos, sino que se transmiten
por vía ideológica, o cultural, o por las circunstancias, influencias y
experiencias de cada cual. Por eso, 83 años después de haber finalizado la
Guerra Civil aún resulta imposible habla de ella sin que la mayoría de las
personas se posicionen a favor o en contra de uno de los bandos (como si solo
hubiera habido dos). Además, a pesar de que, como dice el catedrático de
Historia Julián Casanova, la Guerra Civil española ha sido el segundo conflicto
bélico más estudiado de la historia después de la Segunda Guerra Mundial (pero, avisa, hasta hace escasos años solo estudiado con rigor por historiadores extranjeros) aquí
nadie se pone de acuerdo sobre ella, ya que en España fue imposible estudiar o
publicar nada riguroso sobre la guerra durante la dictadura; tampoco se hablaba con rigor en los colegios, ni en los medios ni en ningún sitio, y tantas décadas
de silencio han alumbrado generaciones de ignorantes incapaces de transmitir a
sus hijos o alumnos nada más que generalidades vacías de contenido, eslóganes, mitos fundacionales del nacionalismo español y
frases hechas. No ha sido hasta el siglo XXI cuando a los estudios «canónicos» (todos de autores extranjeros, muchos de ellos británicos) sobre la Guerra Civil se han incorporado las primeras obras de historiadores
españoles, y muy poquito a poco. Por todos estos
sentimientos aún vigentes que cabalgan a lomos de la ignorancia rampante que acabo de describir, Si
te dicen que caí (publicada en 1973 en México porque en España era imposible)
es una novela comprometida y beligerante, que aborda algo aún menos conocido por
los españoles que su propia Guerra Civil, pero no menos dramático para muchos:
la posguerra.
Barcelona.
Barrio del Guinardó. Años cuarenta del siglo XX. Cualquier adulto significado
como «rojo» ha sido fusilado o encarcelado en condicionas inhumanas. Unos
cuantos, en la clandestinidad, deben conformarse con seguir vivos, y unos pocos
de ellos, ajenos al peso de la realidad, practican sabotajes y atentados. A sus
hijos, los hijos del fusilado, del encarcelado o del disuelto en la
clandestinidad, los encontramos en el entorno de un orfanato femenino. Los
chicos llevan la vida que pueden, callejera, divirtiéndose con lo que hacen y
con las «aventis» que inventa uno de ellos utilizando como material la
realidad, descubriendo el sexo y el amor; y ellas, las chicas del orfanato,
también están descubriendo el amor, el sexo y las pillerías sobre la base de un
futuro que solo puede acabar en la servidumbre de los «señores acomodados» -que
están a bien con régimen o forman parte de él- o en la prostitución, que es
también el medio de vida de muchas de las madres de todos estos muchachos -una
vez perdido el soporte económico que los maridos representaban y habida cuenta
de que tampoco era sencillo encontrar trabajo siendo mujer y esposa o viuda de
un «rojo». Una sociedad que ha sido dividida desde el poder entre «los nuestros»
y «los otros», donde los primeros encuentran prebendas y facilidades y los
segundos solo problemas, sospechas, miedo y terror.
En este
marco discurre la vida del grupo de amigos (chicos), mucho más independientes
que las chicas, tuteladas por el orfanato. Alguno de ellos comienza a volar en
busca de independencia y amores, pero en esa búsqueda tropieza con la pobreza y
la explotación –incluida la sexual- a manos de alguno de los señoritos
vencedores, que gozan de impunidad. En esos pocos años que van de la pubertad a
la juventud vemos a niños que pasan a ser hombres que buscan un camino, aunque
alguna niña es transformada antes en prostituta que en mujer; entre ellas, una
prostituta que el paso del tiempo hace mítica, porque demasiada gente, entre
ellos algunos poderosos, la busca. ¿Por qué? ¿Qué secreto guarda? Uno de sus
buscadores es uno de aquellos chicos, que se enamoró de ella, o algo parecido,
cuando ambos, siendo críos, fueron forzados a tener relaciones sexuales para
satisfacer el voyeurismo de un paralítico de guerra pudiente e influyente.
La
narración, fantástica, alterna recuerdos del presente (1973) compartidos entre
uno de aquellos muchachos (ahora celador en el Hospital Clínico) y una monja
(entonces huérfana del orfanato) a cuenta de los cadáveres de un matrimonio
–también chicos de Guinardó treinta años atrás, conocidos de ambos- y sus
gemelos, llevados al hospital tras un accidente de tráfico. La narración
alterna versiones de unas mismas realidades, que mezclan testimonio, la
imaginación de las «aventis» y elucubraciones. La mezcla es brillantísima: el
lector nunca sabe cuándo se le está contando la verdad; ni siquiera si alguna
vez se le llega a contar; y, sin embargo, termina la lectura con una intensa
sensación de verdad y autenticidad.
Los
chicos que protagonizan la historia saben que hay adultos. Y muchos tienen para
ellos un aura mítica. Han muerto, o están en la cárcel, o en la clandestinidad
pensando en devolver el golpe a los sublevados.
Si te dicen que caí también es la historia de algunos de estos adultos.
Trabajadores transformados en carne de cañón durante la guerra y, más tarde,
algunos, endurecidos hasta transformarse en delincuentes y terroristas. Entre
estos últimos, casi todos son idealistas a quienes el paso del tiempo y la impotencia devuelven al orden para situarlos a las
puertas de la vejez solos y asombrados por cómo pudieron ser tan ingenuos de no
advertir el aplastante peso de la realidad consumada. Ya adultos, todos los que perdieron lo mejor de sus vidas en la lucha contra una dictadura apoyada por el fascismo y el nazismo, viven perplejos por cómo la realidad consumada de su fracaso ha borrado en ellos todo entusiasmo,
todo ideal, todo afán de lucha; por cómo se han acabado adaptando a los designios
del vencedor, sacrificando el ideal de una sociedad libre a cambio de poder conservar
algo tan pequeño en comparación como su insignificante vida individual; aplastados por cómo el fuerte impone su poder
hasta que la resignación, y con ella la humillación, se acepta pasivamente por
los vencidos, que ya no se sienten vencidos por un oponente sino derrotados por
su propia debilidad.
Si el
dominio del lenguaje es magnífico, resulta abrumadora la capacidad de Juan
Marsé para, a partir de un conjunto de historias complejas, crear aún más
confusión de modo intencionado y, de todo ese revoltijo, sacar tanta luz.
¡Qué
grande!
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