Lo reconozco: no había leído nada de Dashiell Hammett (1894-1961), autor de El halcón maltés y uno de los más celebrados y reconocidos padres de la novela negra. Precisamente el término «negra» no aludía, en aquellos orígenes, a la comisión de crímenes sino al mundo del hampa. La novela negra era aquella que contaba ese entorno y la vida de los criminales; investigar el delito (que en realidad no paraban de sucederse) era lo de menos, y lo importante era el delincuente; por eso la policía pintaba entre poco y nada –además, en aquella época tenía demasiado poco prestigio para elevar a ningún policía a la condición de héroe literario- y los protagonistas cuando no eran los delincuentes eran los detectives privados que se codeaban con ellos con un pie en cada lado de la frontera entre legalidad e ilegalidad.
Dicho lo cual, tampoco ahora puedo presumir de conocer mucho al señor Hammett, porque El gran golpe es una novelita que no llega a las cien páginas y que se lee en una tarde.
A qué alude el título es evidente: a un monumental atraco. Tanto que su ejecución precisa de tal ejército de delincuentes que la desaparición de unos cuantos incrementará sustancialmente el botín del resto.
El protagonista, un detective obeso que se comporta como si fuera inmune a los balazos, se ve en situación de husmear en el asunto y, un seguimiento por allá, una conversación pillada al vuelo por acá, acaba atando algún cabo que otro y provocando que la novela se transforme, en su segunda mitad, en una novela de acción con un final inteligente y que deja un sabor agridulce y una sonrisa torcida en la boca.
La escritura, ágil y concisa, está plagada de nombres que a estas alturas y por sí solos resultan evocadores.
Para pasar una tarde o una mañana entretenidos con uno de los grandes de la novela negra.
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