En este blog solo encontrarás reseñas de libros que en algún momento me ha apetecido leer. Ninguna ha sido encargada ni pedida por autores o editores, y todos los libros los he comprado. En resumen: un blog de reseñas no interesadas para que sean interesantes.

lunes, 21 de octubre de 2019

¡Noticia bomba! – Evelyn Waugh





              Ha leído ¡Noticia Bomba! por recomendación, una gran recomendación, de un buen periodista con capacidad de reírse de sí mismo. Lo aviso porque, publicada en 1937, ¡Noticia bomba! es una lúcida y brillante sátira del mundo del periodismo hecha a partir de las peripecias de un corresponsal de guerra «erróneo». Una profesión, la de corresponsal de guerra, que, como confiesa Diego Carcedo, que lo fue durante mucho tiempo, está mitificada. El buen hombre que protagoniza esta novela es enviado a Ismailía –un país ficticio, refrito de Abisinia (actual Etiopía y Eritrea) y la España del comienzo de la Guerra Civil- porque se ha corrido la voz de que allí suenan tambores de guerra. Que suenen de verdad o no, es otra cosa, aunque en el fondo a los medios les da igual: basta acumular periodistas en Ismailía preguntando por el tema para desequilibrar la situación política. La profecía autocumplida.

              Pero lo de menos, incluso en el caso de que exista, es la noticia. Lo importante para los periodistas que comparten destino con William Boot, el protagonista, es una mezcla entre prestigio y cuenta de resultados. De ahí que el asunto no sea tanto contar la verdad como contar –lo que sea- antes que los demás.

              Los periodistas, azuzados por estos dudosos valores, compiten entre ellos, se espían, cotillean, se guardan eterno rencor y, aunque «amigos y colegas», se zancadillean sin pudor. Cuando carecen de noticias transforman cualquier gota en «fuente» y, si ni eso es posible, convierten lo cotidiano en noticia (venía a mi cabeza la diferencia entre reporteros de guerra como Miguel de la Quadra-Salcedo, Manu Leguineche o Vicente Romero y otros, como Pérez Reverte, que en demasiadas ocasiones se convertían en protagonistas de la noticia hasta el punto de que pocos recuerdan qué contaba pero casi todos recuerdan cómo, y qué rendimiento obtuvo luego de la popularidad así ganada). Todo para seguir la pauta marcada por sus jefes, pero, también, porque sus objetivos son poco confesables: en unos casos ansían la fama anexa a las grandes exclusivas -que luego les permitirá vivir del cuento- y, en todos, se pegan la gran vida a cuenta de los periódicos que financian sus desplazamientos y los gastos «necesarios», prebenda que les hace derrochar, permitirse todo tipo de caprichos, dejarse estafar alegremente e incluso, seguro, desviar no poco dinerillo a su propio bolsillo; todo lo cual me recordó los insultos que Arturo Pérez Reverte dirigió en Territorio Comanche (único libro suyo que he leído, por cierto) a quienes, desde RTVE en Madrid, trataban de disciplinar el gasto de los corresponsales de guerra; intento loable, necesario e exigible, pues aparte de las dificultades lógicas para justificar según qué gastos en según qué sitios, fundirse la pasta de otros sin necesidad de dar explicaciones es un lujo difícil de resistir, tal y como denunció Evelyn Waugh en este libro ya unos añitos antes de que nacieran todos los corresponsales de guerra que actualmente son y los que serán. Waugh sabía de lo que hablaba: había sido corresponsal de guerra del Daily Mail en Abisinia.

              Pero el mejor ejemplo de la «profesionalidad» con que muchos medios se toman las cosas es la aventura del protagonista, que comienza cuando una distinguida dama de la sociedad londinense enchufa a un escritor amigo suyo en el periódico Beast para ayudarle a poner tierra de por medio con una amante. Vocación pura la del caballero, ¿eh? ¿Dónde lo enchufa? Lo más lejos posible, claro. Como corresponsal de guerra, pues además no viven nada mal: con todos los gastos pagados en los mejores hoteles disponibles en cada destino, aunque los propios periodistas se encarguen de hacerlos inhabitables. Lord Copper, propietario del Beast, accede sin problemas de conciencia a dar tal destino a ese caballero, entre otras cosas porque lo que suceda o deje de suceder en Ismailía se la trae al pairo; pero, por un error de sus subordinados directos, envían a Ismailía a un buen hombre que se apellida igual que el enchufado; un hombrecillo que vive en el quinto pino, aislado en una decrépita mansión familiar donde conviven familiares maniáticos, y que colabora con el Beast enviando soporíferos artículos sobre la naturaleza. Un hombrecillo que, habiendo sido víctima de un bromazo/boicot en uno de sus artículos, cree que su envío a Ismailía es el merecido castigo de los mandamases del periódico.

              Que como corresponsal de guerra William Boot es un inútil es algo que prevé el lector y el personaje se apresura a confirmar: ni se siente corresponsal de nada ni tiene ganas de serlo; pero el resto de sus colegas tampoco hacen mucho más que conspirar entre ellos para ver quién y cómo adelanta a quién; todos van en manada a todas partes, y todos se dedican menos a conocer la realidad que a espiar a quien se desvía del grupo por si por un casual ha dado con algo noticiable (normalmente, gracias a los nativos que, a costa del periódico, emplean como chicos para todo, que acaban siendo los verdaderos y a menudo imaginativos corresponsales). Al único al que dejan descarriarse es a Boot porque nadie confía en un inocentón ignorante e inexperto. La falta de profesionalidad de los periodistas es tal que incluso se ponen en manos de no saben muy bien quién –si gobernantes o conspiradores- para dejarse acarrear alegremente a un lugar que ni siquiera saben inexistente donde se supone que se están concentrando tropas. Todas las tropas que se pueden concentrar en ningún sitio, claro está, de modo que la realidad ocurre bajo las narices de la prensa sin que ésta atine a contar nada más que lo que interesadamente se le pone ante los ojos. Mientras, el no hacer nada de Boot le lleva a hacer, sin darse cuenta, algo distinto: adaptarse. Por ejemplo, abandona el hotel y acaba enamoriscándose de una alemana, o algo parecido, que conoce en una pensión. Y es su adaptación al entorno para poder vivir con la comodidad que desea la que le permite, sin premeditación, acceder a cierta información. Menuda información. Una noticia bomba.

             No, no desentraño nada porque este libro es prácticamente un clásico del humor y la sátira y, sobre todo, porque ni digo qué descubre Boot ni la novela termina con ese descubrimiento. Primero vemos qué es lo que, pese a tantas excursiones de lo periodistas, mueve en realidad casi todas las guerras, y después Boot vuelve a Londres. Lo que sucede entonces, parte de lo cual entronca muy evidentemente con novelas como las de Wodehouse, acaba de retratar el mundo de los grandes medios: poderosos propietarios, engreídos, ricos y con un objetivo nítido: la exaltación de su propio yo; y unos medios de comunicación –y por lo tanto una «verdad»- al servicio de sus intereses y, sobre todo, de su vanidad.




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