Ha leído
¡Noticia Bomba! por recomendación, una gran recomendación, de un buen
periodista con capacidad de reírse de sí mismo. Lo aviso porque, publicada en
1937, ¡Noticia bomba! es una lúcida y brillante sátira del mundo del periodismo
hecha a partir de las peripecias de un corresponsal de guerra «erróneo». Una
profesión, la de corresponsal de guerra, que, como confiesa Diego Carcedo, que lo fue durante mucho tiempo, está mitificada. El buen hombre que protagoniza
esta novela es enviado a Ismailía –un país ficticio, refrito de Abisinia (actual
Etiopía y Eritrea) y la España del comienzo de la Guerra Civil- porque se ha
corrido la voz de que allí suenan tambores de guerra. Que suenen de verdad o no, es
otra cosa, aunque en el fondo a los medios les da igual: basta acumular
periodistas en Ismailía preguntando por el tema para desequilibrar la situación
política. La profecía autocumplida.
Pero lo de
menos, incluso en el caso de que exista, es la noticia. Lo importante para los periodistas
que comparten destino con William Boot, el protagonista, es una mezcla entre
prestigio y cuenta de resultados. De ahí que el asunto no sea tanto contar la
verdad como contar –lo que sea- antes que los demás.
Los
periodistas, azuzados por estos dudosos valores, compiten entre ellos, se
espían, cotillean, se guardan eterno rencor y, aunque «amigos y colegas», se zancadillean sin pudor.
Cuando carecen de noticias transforman cualquier gota en «fuente» y, si ni eso
es posible, convierten lo cotidiano en noticia (venía a mi cabeza la
diferencia entre reporteros de guerra como Miguel de la Quadra-Salcedo, Manu
Leguineche o Vicente Romero y otros, como Pérez Reverte, que en demasiadas ocasiones se convertían en
protagonistas de la noticia hasta el punto de que pocos recuerdan qué contaba
pero casi todos recuerdan cómo, y qué rendimiento obtuvo luego de la popularidad así ganada). Todo para seguir la pauta marcada por sus
jefes, pero, también, porque sus objetivos son poco confesables: en unos casos
ansían la fama anexa a las grandes exclusivas -que luego les permitirá vivir del cuento- y, en todos, se pegan la gran
vida a cuenta de los periódicos que financian sus desplazamientos y los
gastos «necesarios», prebenda que les hace derrochar, permitirse todo tipo de
caprichos, dejarse estafar alegremente e incluso, seguro, desviar no poco dinerillo a su propio bolsillo; todo lo cual me
recordó los insultos que Arturo Pérez Reverte dirigió en Territorio Comanche (único libro suyo que he leído, por cierto) a
quienes, desde RTVE en Madrid, trataban de disciplinar el gasto de los
corresponsales de guerra; intento loable, necesario e exigible, pues aparte de las dificultades lógicas para
justificar según qué gastos en según qué sitios, fundirse la pasta de otros sin
necesidad de dar explicaciones es un lujo difícil de resistir, tal y como denunció
Evelyn Waugh en este libro ya unos añitos antes de que nacieran todos los
corresponsales de guerra que actualmente son y los que serán. Waugh sabía de lo
que hablaba: había sido corresponsal de guerra del Daily Mail en Abisinia.
Pero el
mejor ejemplo de la «profesionalidad» con que muchos medios se toman las cosas
es la aventura del protagonista, que comienza cuando una distinguida dama de la
sociedad londinense enchufa a un escritor amigo suyo en el periódico Beast para ayudarle a
poner tierra de por medio con una amante. Vocación pura la del caballero, ¿eh? ¿Dónde
lo enchufa? Lo más lejos posible, claro. Como corresponsal de guerra, pues
además no viven nada mal: con todos los gastos pagados en los mejores hoteles
disponibles en cada destino, aunque los propios periodistas se encarguen de hacerlos inhabitables. Lord Copper, propietario del Beast, accede sin
problemas de conciencia a dar tal destino a ese caballero, entre otras cosas porque lo que suceda o deje de suceder en Ismailía se la trae al pairo; pero, por un error de sus
subordinados directos, envían a Ismailía a un buen hombre que se apellida
igual que el enchufado; un hombrecillo que vive en el quinto pino, aislado en una decrépita
mansión familiar donde conviven familiares maniáticos, y que colabora con el
Beast enviando soporíferos artículos sobre la naturaleza. Un hombrecillo que, habiendo
sido víctima de un bromazo/boicot en uno de sus artículos, cree que su envío a Ismailía es el merecido castigo de los mandamases del periódico.
Que como
corresponsal de guerra William Boot es un inútil es algo que prevé el lector y
el personaje se apresura a confirmar: ni se siente corresponsal de nada ni
tiene ganas de serlo; pero el resto de sus colegas tampoco hacen
mucho más que conspirar entre ellos para ver quién y cómo adelanta a quién; todos
van en manada a todas partes, y todos se dedican menos a conocer la realidad que a espiar a quien se desvía del grupo por si por un casual ha dado con algo noticiable (normalmente, gracias a los
nativos que, a costa del periódico, emplean como chicos para todo, que acaban siendo los verdaderos y a menudo imaginativos corresponsales). Al único al
que dejan descarriarse es a Boot porque nadie confía en un inocentón ignorante
e inexperto. La falta de profesionalidad de los periodistas es tal que incluso se
ponen en manos de no saben muy bien quién –si gobernantes o conspiradores- para
dejarse acarrear alegremente a un lugar que ni siquiera saben inexistente donde se supone que se
están concentrando tropas. Todas las tropas que se pueden concentrar en ningún sitio,
claro está, de modo que la realidad ocurre bajo las narices de la prensa sin
que ésta atine a contar nada más que lo que interesadamente se le pone ante los ojos. Mientras, el no hacer nada de Boot le lleva a hacer, sin darse cuenta,
algo distinto: adaptarse. Por ejemplo, abandona el hotel y acaba
enamoriscándose de una alemana, o algo parecido, que conoce en una pensión. Y
es su adaptación al entorno para poder vivir con la comodidad que desea la
que le permite, sin premeditación, acceder a cierta información. Menuda
información. Una noticia bomba.
No, no
desentraño nada porque este libro es prácticamente un clásico del humor y la sátira y, sobre todo,
porque ni digo qué descubre Boot ni la novela termina con ese descubrimiento. Primero vemos qué es lo que, pese a tantas excursiones de lo periodistas, mueve en realidad casi todas las guerras, y después Boot vuelve a Londres. Lo que sucede entonces, parte de lo cual entronca muy evidentemente
con novelas como las de Wodehouse, acaba de retratar el mundo de los grandes
medios: poderosos propietarios, engreídos, ricos y con un objetivo nítido: la exaltación de su propio yo; y
unos medios de comunicación –y por lo tanto una «verdad»- al servicio de sus
intereses y, sobre todo, de su vanidad.
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