Three
Pines es un lugar tan fantástico que bastan unas docenas de vecinos para que
sobrevivan una librería de lance y un buen restaurante. Sin ser acaudalados, no
parecen pasar hambre, y además entre ellos se cuentan algunos selectos
representantes del mundo del arte.
Un arte
que, al igual que ocurría en la primera novela de Louise Penny que leí –también
centrada en esta imaginaria localidad y también protagonizada por el inspector
Armand Gamache- juega un papel relevante en la historia tanto por servir para
caracterizar a alguno de los personajes como por estar en el centro de la
intriga de este pacífico pueblecito donde, aunque todo el mundo es razonable,
amable y estupendo, parece haber más asesinos que tenderos.
Las
primeras páginas se me han hecho un poco cuesta arriba. Reencontrarte no con un
personaje sino con la plantilla entera de otra novela exige cierto esfuerzo de
memoria que al principio lo mismo desorienta que satura. Sin
embargo, pronto la historia adquiere una suave velocidad de crucero que se
mantiene hasta el final en una lectura rápida, intensa y, en ocasiones, hasta
ávida.
La
peculiaridad del argumento radica en dónde y cómo aparece el fiambre, por qué,
quién diablos es el finado y, de ahí, a tratar de localizar a quien lo apioló.
Uso palabras un poco frívolas aunque los personajes se lo tomen muy en serio,
pero es que el lector no puede evitar sentir sorpresa seguida de cierto candor
al advertir cómo en tan pacífica y chiquitita localidad proliferan los
asesinados sin que por eso deje de ser vivida por todos los vecinos como una
balsa de aceite. Ni siquiera toman medida alguna de protección ante el desconocido
asesino que anda suelto. A eso hay que unir que, en razón de lo liliputiense de
la localidad, cuando el inspector Gamache y toda la tropa que lo acompaña
desembarca, se produce una insólita confusión entre investigadores e
investigados, de modo que unos y otros comparten mantel e interrogatorios con
toda «naturalidad». Aunque el mérito de la autora es, precisamente, la
desaparición de las comillas: la naturalidad con la que se suceden situaciones
e investigaciones cuyo parecido con la realidad es prácticamente nulo. No hay
realismo, pero sí veracidad. Es lo que cabe exigir a la buena literatura, y en
esta novela el dominio de la acción y los tiempos es magnífico.
La
autora juega con el lector proponiéndole, sin que él se dé cuenta, un conjunto
de misterios a resolver. El primero y más evidente, quién es el asesino. Pero
también su motivación para matar y para dejar el cadáver donde lo dejó.
Enseguida se abre paso la necesidad de saber quién el finado y no digamos ya el
deseo de conocer la misteriosa historia que parece tener tras de sí, mezclada,
a su vez, con otra historia con visos entre mitológicos y fantásticos que
explica… ¿qué? Lo dicho. Los misterios, muchos de ellos atractivos por cómo
enlazan con ciertos enigmas históricos, se suceden y acumulan sin que el lector
lo advierta de otro modo que a través de una creciente curiosidad y un
creciente afán por seguir leyendo.
Una
novela que está lejos de ser arte, pero tan bien escrita y construida que no
desmerece a ningún lector.
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