Llevo
años, muchos, siguiendo las crónicas y artículos culturales de Karina Sainz
Borgo en Voz Pópuli y, más tarde, en Zenda. Me gustan por su fondo, por su
particular y literaria forma y por cómo se empapa de la obra de aquellos a
quienes entrevista, un infrecuente ejercicio de rigor y de respeto a entrevistado y lectores. Además, a través de las redes he podido atisbar
el proceso de creación de una novela escrita con la mezcla de ilusión, dudas y
el punto de sufrimiento de quien está haciendo algo que sabe importante aunque
le resulta difícil porque le enfrenta a demonios invencibles; una novela
escrita desde las entrañas, en medio de un vertiginoso ritmo de trabajo en el
que La hija de la española ha sido cocinada en la hoguera donde ha ardido el
escaso tiempo libre de su autora, alguien a quien durante mucho tiempo he
considerado una escritora que vivía del periodismo, aunque ahora, tras leer
algunas entrevistas, no tengo tan claro qué vocación va primero.
Dicho
lo cual, comprenderéis que esperaba esta novela –la primera publicada por
Karina Sainz Borgo en España, aunque no la primera que ha escrito- con
expectación. También, lógicamente, le deseaba cuanto de bueno merece quien
trabaja con la honestidad, el sacrificio, el rigor y la dedicación necesarios
para dar lo mejor de sí misma. Y comprenderéis también que cuando de golpe y
porrazo supe que los derechos de esta novela habían sido vendidos a partir de
la Feria de Frankfurt nada menos que a veintidós países, mis expectativas se
multiplicaron.
Y, con
todo, me quedé corto: La hija de la española es una novela que perdurará,
porque en ella encontramos lo mejor de la literatura: un tema de fondo contundente
e importante, que supera lo local –el chavismo y su enloquecida deriva- porque
prima el concepto; un lenguaje que traslada, con insólita fuerza y belleza, la extrema
sensibilidad que producen la desesperación, el terror y el derrumbe; la
opresiva historia que da soporte al tema es dura, mucho, pero también hermosa
porque junto a la denuncia de los totalitarismos escuchamos el canto a la vida
de toda lucha por la supervivencia; hermoso también es el paisaje de la
determinación necesaria para prescindir de uno mismo, hasta de la propia
conciencia, mientras las lágrimas humedecen el camino; una historia, además, con
el punto de intriga implícito en todo
escenario de violencia incontrolada, y con un final magnífico, alegórico, que advierte que a veces solo renunciar a ser lo que somos nos permite seguir siendo, aunque
en el proceso nos dejemos jirones del alma.
A lo
largo de la novela es posible encontrar influencias de otros autores como, sin
duda, el mejor Vargas Llosa, aunque ahora me viene a la cabeza la cita indirecta
de una idea de Javier Marías –muchas veces citada por la autora en entrevistas
y artículos- sobre que la vida es también lo que nos hicieron. Influencias que enriquecen la novela, y es que, por no salir de este ejemplo, entre
lo que le hicieron a Adelaida Falcón, la protagonista, no solo se cuentan las
barbaridades propiciadas por los Hijos de la Revolución, sino también lo que
«le hicieron» las lecturas que poblaban su apartamento y su maleta, entre las
cuales La hija de la española, por feliz contagio, no desmerece.
Adelaida
Falcón acaba de enterrar a su madre, de igual nombre. Y como uno «es del lugar
donde están enterrados sus muertos», ya la primera línea de la novela es una
proclamación: la rotunda afirmación del punto del que partirá el dolor; el
suelo del que brota el desarraigo. Enseguida vemos cómo hasta la muerte, lo más
íntimo que le puede pasar a un ser humano, ha sido degradada en un país
envilecido por un gobierno despótico que ha transformado a la población: ya no
hay trabajadores, estudiantes, jubilados o amas de casa, solo delincuentes y víctimas.
No lo digo en sentido figurado: la hiperinflación provocada por la emisión de
dinero para pagar la fiesta de los poderosos tras el declive del petróleo ha
derruido, en tiempo récord, los ahorros de toda la población;
con el billete con el que antes vivías siete días ahora es mejor que te suenes
los mocos, porque no alcanza para comprar un pañuelo de papel; la incertidumbre,
la angustia de saber que con lo que ayer comprabas una casa hoy no te alcanza
para un huevo y que mañana necesitarás diez veces más para comprar otro, corroe
de tal manera a la sociedad que, en el afán de supervivencia, todos se
transforman en ladrones, multiplicando la inseguridad y, a medida
que esta crece, la brutalidad y la desesperación. Quien no prescinde de sus
valores para alcanzar un paupérrimo enriquecimiento, lo hace para defenderse,
aunque sea del hambre.
El
ambiente angustioso y claustrofóbico se apodera del lector. Imposible no sentir
la desesperación de la protagonista: imposible no comprender su determinación de
salir adelante prescindiendo de cualquier otra consideración; imposible no
comprender sus decisiones. Cuando la desgracia se adueña del horizonte, cualquiera puede acabar
siendo la hija de la española.
Una
novela dura, cuyo final infunde esperanza en el individuo y desesperanza en la sociedad. Uno de esos extraños y felices casos en los que un libro muy
vendido –todo apunta a que lo va a ser- es también de extraordinaria calidad.
Algo me
dice que, en un foro u otro, Karina Sainz Borgo y Mario Vargas Llosa van a
verse cara a cara a no tardar. No habrá que perdérselo.
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