Cuatro voces cualificadas, de orígenes profesionales y
políticos distintos y con trayectorias diversas, aportan en este libro su visión de
la situación planteada en Cataluña, ofreciendo un catálogo de causas, haciendo
un esfuerzo notable por sacar a la luz la verdad entre tanta mentira como
circula y, en ocasiones, comprometiéndose con unas propuestas de solución que
en tres casos pasan por una versión u otra del federalismo.
Voy a realizar una breve referencia a lo que cada uno expone y
cómo lo hace y, a continuación, citaré las conclusiones que en conjunto es
fácil sacar sobre la postura más o menos común de todos ellos.
Josep Borrell, con una capacidad expositiva brillante, analiza
de forma crítica, siempre apoyado en datos de los que cita la fuente, cómo han
ido las cosas desde la Constitución; lo hace de forma enfática y con una
vehemencia que se contagia al lector. Aunque resulta muy llamativa la forma en
que desmonta algunas de las mentiras en circulación, lo que más me ha
interesado de su planteamiento, aunque ya lo conocía, ha sido la explicación de
un concepto –el de nación- sometido a debate en todo el mundo desde que surgió,
las diferencias entre nación y estado (una nación no presupone ni origina un
estado aunque la historia sí nos dice que con cierta frecuencia los estados han
originado naciones) y el repaso que hace de algunas cuestiones que permiten
clarificar la postura oficial de su partido, o al menos la que consta por
escrito, compleja pero lógica cuando uno lee las palabras de Borrell, e
increíblemente mal explicada en los medios de comunicación por los responsables
de hacerlo. Esa diferencia entre nación y estado en los términos en que la
plantea Borrell es conveniente tenerla clara, porque esa diferencia es aceptada tácitamente en buena
parte de lo que luego cuentan los demás autores.
Francesc de Carreras parte desde más atrás, desde el siglo
XIX. Ofrece su visión desde una perspectiva liberal, esto es, desde la que
asume que el papel esencial de todo gobierno, nacional o autonómico, debe
limitarse a garantizar la libertad del individuo en todos los órdenes. Desde
este punto de vista, el denominado «proceso de construcción nacional» (el
conjunto de acciones en medios de comunicación, educación y cultura que a lo
largo de la democracia han tendido a fomentar, desde la Generalitat, los
elementos identitarios catalanes) merece un juicio aún más duro que el de
Borrell. Su exposición es también muy clara y rica en datos de los que siempre
se cita la fuente.
López Burniol hace un análisis, también desde el siglo XIX,
quizá menos metódico y algo más confuso, dando por hechas algunas cuestiones que
seguramente harán dudar a quien no las tenga asumidas; pero incluso con todas esas dudas, al final, viendo el
modo en que se han cumplido algunos de sus vaticinios (lo escribió en mayo) y
ante lo catastrofista de alguno de sus miedos, el balance es más que
interesante.
Finalmente, Josep Piqué firma la intervención más corta y,
también, la que menos fuentes documentales cita, porque se trata de un análisis
más apegado a la actualidad de los últimos años aunque no renuncia tampoco a
hablar de los orígenes del catalanismo político. De los cuatro es el que tiene
una visión más condescendiente con el «proceso de construcción nacional» y el
que en su propuesta de soluciones utiliza conceptos más difusos (como atribuir
a Cataluña la condición de «sujeto político», creo recordar). En cualquier
caso, su aportación es también muy interesante.
Las conclusiones globales que es fácil sacar, cada una de
las cuales suscitan el consenso si no de los cuatro autores si casi siempre de
al menos tres, son:
-Los cuatro están decididamente en contra de la
independencia de Cataluña y, tanto o más, de saltarse un ordenamiento jurídico
democrático para hacer valer, por la fuerza de los hechos, cualquier
pretensión; comportamiento que sitúa inequívocamente fuera de la democracia a
quien lo practica.
-El término nación no es igual al del estado, y una nación
no presupone un estado. El derecho de constituirse en estado (esto es, el
derecho de autodeterminación, íntimamente vinculado a la idea de soberanía)
solo es reconocido por el Derecho Internacional en casos que claramente no se
dan en Cataluña.
-El concepto de nación no ha sido aclarado por la literatura
política desde el siglo XIX, no hay una definición de nación comúnmente
aceptada, pero el realismo obliga a aceptar que el sentimiento de pertenencia a
una nación es más emocional o sentimental que fruto que una determinada
historia o de unas relaciones jurídico políticas concretas, lo cual no lo hace
menos real y sí impermeable a argumentos históricos y jurídicos, lo que afecta
directamente al modo de hacer política. Esto es, de dialogar y relacionarse en
la búsqueda de soluciones a los problemas.
-Que una comunidad no tenga derecho, según el Derecho
Internacional e interior, a tener estado propio no significa que no pueda ser
una nación, entendida esta teniendo en cuenta lo dicho antes. El término nación asusta a muchos por confundirlo con el de estado
o con el de soberanía, pero cuando la Constitución habló de «nacionalidades y
regiones» en su artículo 2 quería decir «nación» (en palabras de uno de sus
padres, Peces Barba), y ese sentido ha sido mantenido y asumido en casi todos
los ámbitos jurídico políticos, aunque el público haya permanecido ajeno a este
hecho.
-Todo nacionalismo tiene como última meta, consciente o
inconsciente, tácita o expresa, la independencia. El denominado «proceso de
construcción nacional» desarrollado desde los gobiernos de la Generalitat a través de su influencia en educación, medios de comunicación y cultura ha provocado una
fractura social en Cataluña que (a la vista de los resultados electorales
analizados por poblaciones y barrios en Barcelona capital) tiene una doble vertiente: económica y étnicolingüística. Ambas se superponen.
-Ese «proceso de construcción nacional» ha tenido, entre
otros, un muy concreto «éxito» para los nacionalistas: fuera de Cataluña la inmensa
mayoría de los españoles equiparan «catalán» a «nacionalista», y apenas piensan
en los catalanes no nacionalistas; ni se ponen en el lugar de estos ni, por
tanto, los comprenden o apoyan; fuera de Cataluña, donde no tienen una
influencia determinante porque no gobiernan, los catalanes no nacionalistas no
existen. Por tanto, no se sienten tenidos en cuenta ni defendidos por quienes,
en teoría, deberían hacerlo, lo cual ha tenido, y tiene, consecuencias tanto en
la representatividad de los partidos nacionales en Cataluña como en la deriva
de una parte de esta población hacia posiciones nacionalistas.
-La visión de España y Cataluña que tiene el nacionalismo está
obsoleta: no ha cambiado desde hace muchas décadas. Sin embargo, la estructura
social –en lo económico y en lo etnolingüístico- ha cambiado radicalmente en
Cataluña por la avalancha inmigratoria de mediado el siglo XX. Y tampoco España
es la ya que era: durante mucho tiempo Cataluña fue la zona más avanzada, pero
en las últimas décadas el desarrollo en el resto de España ha sido muy intenso
y eso hace que las diferencias sean ya muy pocas y que algunas regiones hayan
superado a Cataluña. Ni España ni Cataluña son en el siglo XXI lo que fueron en
el XX ni mucho menos en el XIX. Son realidades no solo distintas a lo que
fueron, sino incluso opuestas. Hay una visión viciada no solo de España hacia
Cataluña por lo que he dicho en el punto anterior, sino también desde el
nacionalismo catalán hacia España.
-Junto a la fractura social apuntada, se hace también un
duro análisis del papel de todos los Gobiernos estatales en la democracia, los
cuales prácticamente no han comparecido, dejando en una situación de desamparo a
esa parte de la sociedad que por unas razones u otras no se sentía vinculada al
nacionalismo. De ahí que, al decir de los autores, haya actualmente dos tipos
de nacionalistas y/o independentistas: aquellos que lo han sido desde siempre
por convicción y aquellos otros, recuperables para la idea de España, que han
cambiado su posición por sentirse agraviados o, al menos, desatendidos.
-Esa atención (o reivindicación de su posición, papel,
opinión y aspiraciones) pasa siempre por el respeto a los nacionalistas (a los
que cabe exigir idéntico respeto), pues de otro modo no se facilita la
convivencia que, al final, es de lo que se trata.
-Al margen de las responsabilidades jurídicas que debe acarrear el incumplimiento flagrante de las leyes para quien lo comete, es
obvio que se ha llegado a un punto de enfrentamiento social que obliga de forma
urgente a buscar soluciones dialogadas, pues una solución donde media sociedad
de imponga a la otra media nunca será tal.
-El diálogo ya no puede ser ni informativo ni dialéctico,
porque ya está todo dicho desde hace años, sino transaccional. Esto es: para
que todo el mundo esté conforme nadie puede quedar plenamente satisfecho. Es
preciso ceder.
-También es preciso que quienes defienden la unidad de
España formen y expliquen su discurso con respeto, inteligencia y, por encima
de todo, constancia.
-La opción más considerada es el avance a una España federal
(tres de los autores se muestran partidarios), entendiendo por tal (esto no lo
explican demasiado claramente) un reparto de competencias (que ya no puede ir
mucho más allá del actual porque España ha superado con mucho la
descentralización de otros países federales) donde todos los federados están en
igualdad de condiciones (lo cual no gusta al nacionalismo), donde están
claramente definidas las funciones del Estado (cosa que ahora no ocurre porque
el «modelo autonómico» ha ido cambiando por la posibilidad de transferir
competencias vía ley orgánica sin otros límites que los a veces ambiguos del
art. 149 de la Constitución) y, sobre todo, implica una organización donde
deberá existir algo fundamental y que ahora no existe: un mecanismo
institucionalizado de planteamiento y resolución de propuestas y conflictos políticos (para
los conflictos jurídicos está el Tribunal Constitucional); ese mecanismo normalmente
implicará un cambio radical del Senado, para acercarlo al modelo alemán, lo
cual exige reforma constitucional; y esto es así porque lo que ahora tenemos
son mecanismos “alegales” por falta de regulación y, por tanto, ineficaces para
imponer soluciones; a falta de él hay negociaciones bilaterales, Conferencia de
Presidentes..., mecanismos que, por carecer de normas de resolución de
conflictos, favorecen el mercadeo y el bloqueo estratégico.
-No resultan admisibles las diferencias de financiación
entre autonomías, la cual se mide en financiación per cápita corregida por
ciertos factores demográficos. Las actuales diferencias (en las que Cataluña
sale levemente perjudicada pero no más que otras comunidades autónomas) se
deben a haber sido pactados los sistemas sobre variables políticas y no técnico
económicas. Es preciso garantizar también el «principio de ordinalidad» (quien
aporta no puede quedar, como consecuencia de dar, peor que el que recibe). En
el correcto diseño de la financiación hay una interferencia notable: los
sistemas navarro y vasco, que no solo recaudan todos sus impuestos sino que,
además, por los servicios que el Estado presta allí están pagando menos de lo
que cuestan (el cupo), siendo ambas, por tanto, las comunidades mejor tratadas
con una diferencia abismal, y afectando a las posibilidades de reparto para el
resto.
-El ejercicio verdaderamente autónomo de las competencias
propias exige autonomía financiera, lo que enlaza con lo anterior. Es preciso
alcanzar esa autonomía financiera sin menoscabo del mercado único y, también,
sin mengua de eficacia recaudatoria, pues de otro modo todas las comunidades
estarían peor. No se apuntan fórmulas, salvo la Agencia Tributaria compartida
que cita López Burniol, y parece que la cita solo para Cataluña porque una de
las opciones que él considera es el «federalismo asimétrico», fórmula, la del
federalismo asimétrico, muy parecida a una de las que considera posible Borrell
aunque acaba decantándose por otra.
-Por último, en opinión de los autores parece claro,
también, que las competencias exclusivas sobre los elementos identitarios deben
corresponder a Cataluña. Esto es, lengua, educación y cultura. Otra cosa, claro
está, es cuál sea la acción de gobierno sobre estas materias y el juicio que
merezca.
En resumen, una apuesta por un diálogo complicado para tratar de salvar una situación que a llegado a un punto de fractura social, es decir, de enfrentamiento, con los enormes peligros que eso entraña.
En resumen, una apuesta por un diálogo complicado para tratar de salvar una situación que a llegado a un punto de fractura social, es decir, de enfrentamiento, con los enormes peligros que eso entraña.
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