Anoche leí una frase sobre regalar libros, y recordé algunas
cosas.
Hablando de novelas de humor, esas novelas tan raras en las
que cualquier historia y argumento son válidos para sustentar lo importante, el
espíritu, cuando alguien te pide que le dediques a otra persona un ejemplar, detrás
del obsequio que le va a hacer suele haber más que cariño. Hay una conducta,
algo superior al mero gesto que supone un regalo o una dedicatoria.
Diferencio conductas frente a gestos porque sé que las
personas que han regalado mis libros a quienes estaban afrontando enfermedades,
accidentes, problemas familiares o laborales, lo han hecho no como el gesto
de afecto implícito en tantos regalos, que a menudo se agota en sí mismo, sino como un paso
dentro de algo más elevado: una conducta, una preocupación activa que comenzó
hace tiempo y seguirá después. Ese regalo, sin lectura, no es nada,
porque su objetivo no es decir algo con el «gesto».
Lo mismo opino de las personas que regalan novelas de humor a
quienes, simplemente, saben disfrutarlas. El cariño sin generosidad a veces
está peligrosamente cerca del egoísmo: la mayoría de los libros, como los
paraguas, las corbatas, los perfumes o los ramos de flores, se regalan para decir
o pedir algo: me acuerdo de ti, te tengo presente, recuérdame. En cambio un libro
de humor, ese género tan atípico, es uno de esos presentes en los que apenas se repara hasta
que no se comienza su lectura; pero entonces quien en realidad hace el regalo
es el lector con su sonrisa y buen humor. Eso es lo que deseó quien no quiso
regalar un libro ni un rato de entretenimiento, sino unas horas de alegría.
Casi nada.
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