Tras un larguísimo periodo de «sequía lectora» que todavía
sigue, retomo las reseñas del blog con una rescatada de las catacumbas de mi
ordenador, escrita cuando leí el libro, en junio de 2008.
El propio autor lo define Novecento como inclasificable: no es una novela, no
es teatro. Es un texto para ser leído en voz alta... Pero en el fondo es algo
teatralizado, qué duda cabe.
Narra la historia de un niño, nacido a bordo de un barco, que nunca llega a
poner los pies en tierra y, por un casual, se transforma en un pianista
prodigioso. La historia, sin contar nada, invita a reflexionar sobre la
naturaleza humana: ¿cómo puede tener el mundo dentro de sí quien nunca ha
salido de un barco? ¿Qué es Novecento? ¿Un prisionero de sí mismo? ¿O la
persona más libre que jamás ha existido? Por momentos parece lo primero, porque
una persona verdaderamente libre no encontraría obstáculos en probar cosas
nuevas, en averiguarlas... y Novecento parece tener miedo a ellas. Por eso,
quizá, la historia al final es la historia de una huída: de cómo una persona
puede encontrar dentro de sí misma la solución a todo lo que desde fuera la
aterra. Son elucubraciones, claro: ya digo que se trata de una historia abierta.
Presenta, además, escenas que hacían la novela mucho más propia para la adaptación cinematográfica que para el teatro; por ejemplo, el clásico «duelo» para dirimir quién es mejor en algo (en este caso el mejor pianista), personajes que van y vienen, dilemas, o algo que se transforme en el sentido o la pregunta de la historia: ¿pondrá alguna vez pie en tierra?
Una cosa echo en muy falta: la mención expresa al amor, a las relaciones. Novecento, en el fondo, emocionalmente es un autista. Y no sé si echo más cosas en falta o ninguna, porque es un libro bueno, correcto, agradable, bonito, que invita a pensar, a reflexionar, a sacar cada uno sus propias conclusiones. Pero estoy seguro que ese mismo tema da para un libro antológico: los procesos mentales de alguien como Novecento son demasiado particulares como para que el lector normal pueda deducir demasiadas cosas, y mucho menos ponerse en su lugar (a no ser que dedique muchas horas a reflexionar, lo cual no suele suceder), por eso estoy convencido de que se podría sacar mucho de este tema, tomando a Novecento como el exponente radicalizado de todos los miedos que, de una manera u otra, todos tenemos.
Y, por supuesto, en alguien que jamás pone los pies en el suelo, como una especie de barón rampante moderno, siempre hay un motivo para la reflexión: la soledad. La soledad como condena y como refugio.
Presenta, además, escenas que hacían la novela mucho más propia para la adaptación cinematográfica que para el teatro; por ejemplo, el clásico «duelo» para dirimir quién es mejor en algo (en este caso el mejor pianista), personajes que van y vienen, dilemas, o algo que se transforme en el sentido o la pregunta de la historia: ¿pondrá alguna vez pie en tierra?
Una cosa echo en muy falta: la mención expresa al amor, a las relaciones. Novecento, en el fondo, emocionalmente es un autista. Y no sé si echo más cosas en falta o ninguna, porque es un libro bueno, correcto, agradable, bonito, que invita a pensar, a reflexionar, a sacar cada uno sus propias conclusiones. Pero estoy seguro que ese mismo tema da para un libro antológico: los procesos mentales de alguien como Novecento son demasiado particulares como para que el lector normal pueda deducir demasiadas cosas, y mucho menos ponerse en su lugar (a no ser que dedique muchas horas a reflexionar, lo cual no suele suceder), por eso estoy convencido de que se podría sacar mucho de este tema, tomando a Novecento como el exponente radicalizado de todos los miedos que, de una manera u otra, todos tenemos.
Y, por supuesto, en alguien que jamás pone los pies en el suelo, como una especie de barón rampante moderno, siempre hay un motivo para la reflexión: la soledad. La soledad como condena y como refugio.
PD: no he visto la película. No sé si la veré.
Te pierdes mucho si no ves la película.
ResponderEliminarUn saludo!
Estoy reñido con la pantalla :-S
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