Escribo cuando me apetece y porque me gusta. Hacerlo es una forma de vivir intensas experiencias de otro modo imposibles. Por eso cuanto he escrito ha quedado en mi recuerdo, por disparatado que sea, con la misma fuerza o más que muchas vivencias reales. Eso sí, mientras las páginas permanecen «en el cajón» la peripecia es íntima; nadie más es consciente de ella ni puede imaginarla.
Esto es así hasta que aparece una editorial. El editor, los correctores, maquetadores y todas las personas que en ella trabajan se ponen a tu lado para, entre todos, presentar en sociedad a los personajes. Y a continuación llegan los lectores, que al relacionarse con quienes tú ideaste disfrutan o padecen sus propias experiencias. Es entonces cuando sientes que esos seres que crecías ficticios han adquirido algo parecido a una entidad propia. Lo que algunos lectores te van contando lo ratifica. Cada cual tiene su visión particular, su experiencia única.
Por eso, mientras un libro anda por el mundo su autor tiene el falso convencimiento, pero convencimiento al fin y al cabo, de haber puesto en él a personajes casi devenidos personas autónomas, y los observa a distancia con la placentera y siempre sorprendente impresión de haber creado algo similar a la vida. Porque, ¿qué es la vida, sino sensaciones? Como las de los lectores cuando compartimos nuestras horas con los personajes de una novela.
Por los mismos motivos, cuando un libro deja de circular los personajes empiezan a morir. Digo «empiezan» porque habitualmente los libros de marchan poco a poco. En lugar de desaparecer bruscamente se disuelven. Como siempre aparece algún nuevo lector no llegas a percibir la muerte sino, a lo sumo, una apacible ancianidad alegrada por esas visitas sorpresa de lectores cada vez más esporádicos. Sí, pese a todo el libro morirá, porque antes o después habrá un último lector. Pero será una muerte imperceptible y que a nadie dolerá. Ni siquiera quien creó a los personajes será totalmente consciente de ella.
Pero a veces ocurren cosas como la que anunció hace poco la prensa aragonesa: Mira Editores, la Librería Central y Central Textos, todas del mismo grupo, han entrado en concurso de acreedores y su cierre es inminente.
Mira Editores fue, durante años, la editorial más importante de Aragón. En ella dieron sus primeros pasos autores luego consagrados. ¿Y qué decir de la Librería Central? Una institución en Zaragoza. Por su ubicación siempre sumergida en ambiente universitario, durante cuarenta y tantos años ha puesto en manos de infinidad de lectores un infinito aún mayor de lecturas, y ha organizado innumerables firmas, presentaciones de libros, cuenta cuentos...
Mira tuvo la osadía, allá por 2011, de publicar mi primera novela, «La terrible historia de los vibradores asesinos». Reincidió con «La sota de bastos jugando al béisbol» en 2014, ambas protagonizadas por Ajonio Trepileto, un delincuente chapucero y cutrecillo, pero tierno por lo ingenuo, al que pocos lectores han olvidado. En 2023 Mira dio vida a la caterva de personajes que entre chanzas y veras protagonizan coralmente «La detención de los Reyes Magos», novela por la que siento especial debilidad.
Siempre que han estado a la
vista, se han vendido bien. Y hasta muy bien. Seguro que con otros autores ha pasado lo mismo. Pero el problema para una pequeña
editorial es encontrar ese hueco en los expositores. Los problemas, para
las librerías independientes, son innumerables y los apunté hace ya tiempo en
un artículo titulado
Mira Editores y todo el grupo están a unos días del cierre. Y sin editorial no hay distribución, y sin distribución no hay personajes compadreando con lectores, y sin lectores no hay sensaciones. Cuando de un día para otro esas sensaciones desaparecen el autor siente la misma repentina tristeza que si sus personajes hubieran muerto como en un accidente. Solo le queda el consuelo de que, tras su paso por este valle de lágrimas (que con mis letras he intentado transformar fugazmente en prado más o menos risueño) hayan dejado buen recuerdo.
Gran recuerdo dejan en mí todos los que han trabajado en estas empresas. Desde Joaquín Casanova, editor y propietario, a su familia; a mi querida Berta, a quien tanto le deben mis novelas; a David y a muchos otros que no cito porque se acercan a la treintena y no conozco todos los nombres. Doy fe de la entrega constante de todos los que por fortuna para mí han llegado a cruzarse en mi camino. Por supuesto ellos pierden más que yo; y, por supuesto, lectores y autores debemos estarles agradecidos y reconocer su labor. Por eso escribo estas líneas.
Por eso y porque siento una profunda tristeza.
Buena suerte a todos.
Y a los liquidadores, prudencia y honestidad.
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