Los protagonistas de Carlos Pérez Merinero son violentos, malhablados, egoístas, desequilibrados, peligrosos, machistas y caprichosos. Serían repugnantes de no tener también un ingenio apabullante que crea un humor negro permanente. Pero el protagonista de La mano armada logra serlo merced a unas costumbres sexuales como para hacer vomitar a un jabalí.
O, dicho de una manera, La mano armada no es una lectura para estómagos sensibles (además, incluye escenas abiertamente porno) pero sí la disfrutará quien sepa apreciar el ingenio agresivo, el humor macabro y el dominio del lenguaje.
Madrid. Principios de los años sesenta, en pleno franquismo. Un joven inspector de policía da tumbos por la ciudad. Solo le interesa el sexo, el juego y su concepto de buena vida, para lo que no duda en abusar de su placa en un momento histórico en el que ser policía y tener derecho de pernada iba o no unido en función de los escrúpulos de cada uniformado. Lo iba en todas las ocasiones en que invitaba la casa al uso y abuso, y aún más. Lo más cercano que el protagonista tiene a una familia o a una amistad es una prostituta enamorada de él de la que no duda en aprovecharse.
La historia comienza cuando otro inspector, corrupto, por aquello de que la avaricia rompe el saco es apiolado por su corruptor, lo cual pone en marcha un mecanismo de venganza policial a las bravas en el que el protagonista juega su papel. Pero el hombre, se ve desde el principio, es un espíritu libre, lo cual le da opción tanto de despuntar como justiciero como de cagarla (perdón por la expresión, pero es la que mejor le viene al personaje). Cuál de las dos cosas ocurre y qué sucede después lo sabrá quien lea esta novela de unas doscientas páginas.
Pese a lo bestia y porno que es, la publicó Júcar, de la que fue director editorial Caballero Bonald, que no publicó obra mala. Por eso acabó allí La mano armada. Es brutal y maloliente, pero también una literatura excelente.
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