En este blog solo encontrarás reseñas de libros que en algún momento me ha apetecido leer. Ninguna ha sido encargada ni pedida por autores o editores, y todos los libros los he comprado. En resumen: un blog de reseñas no interesadas para que sean interesantes.

jueves, 20 de noviembre de 2025

Cinco horas con Mario – Miguel Delibes

 


Las cinco horas a que alude el título son las que pasa Carmen velando de noche el cadáver de su marido. Un infarto se lo ha llevado por delante. 49 años tenía el pobrecillo. Delibes abre la novela con la esquela. El lector queda así invitado a las pompas de rigor que rodean, lógicamente, a otro rigor (el mortis), aunque el cadáver, según opinan todos, está de lo más guapetón. El grueso de la novela, salvo un confuso comienzo con el barullo del velatorio previo, está formado por las reflexiones que Carmen, en soledad con el difunto, hace en forma de monólogo o, más bien, de diálogo con Mario en el que solo habla ella y lo hace del modo adecuado para aprovechar eso de que el que calla, otorga.


Dice la introducción de Antonio Vilanova, algo repetitiva, que Delibes (que tiene 46 años cuando hace morir a Mario) destruyó la primera redacción de la novela. En ella Mario era expuesto al lector directamente, era el personaje activo y a un tiempo protagonista y objeto de examen, por lo que quedaba demasiado puro y, por tanto, poco verosímil. Mandar al diablo aquella versión y pasar a verlo a través de su esposa permitió un magistral juego de luces y sombras que dio realismo y profundidad al texto. 

Pero, claro, no bastaba que la visión de Mario fuera externa. El enfoque del observador, por afinidad, enemistad, contraste o lo que sea, condiciona el resultado. Y en este caso concreto Carmen no se despide de su marido cubriéndolo de amorosos recuerdos, sino de una catarata de reproches. Ninguno tremendo, ciertamente, pero tan numerosos y sin eximentes que resultan abrumadores. Ambos eran muy distintos y, en muchos puntos, incompatibles. El monólogo de Carmen es una monumental bronca de Sancho Panza a don Quijote. Con esto ya estoy diciendo quién es quién. Carmen es una mujer que ha echado en falta los detalles materiales y sensuales: tener un 600, más servicio doméstico, un piso más grande para el matrimonio y sus cinco hijos, sentirse deseada en vez de ser aleatoriamente asaltada; mientras que Mario era un hombre idealista, que luchaba más de boquilla de que de facto contra un gigante que unas veces era el capitalismo y otras el franquismo, y en su inútil lucha se olvidaba de sí mismo y de los suyos.

La izquierda se define por defender la igualdad (de oportunidades y de dignidad), el liberalismo por la defensa de la libertad individual (a quien Dios se la dé, san Pedro se la bendiga) y el conservadurismo defiende un mantenimiento del status quo que desemboca en el nacionalismo inmovilista. El régimen de Franco unió a un atroz nacionalismo una violenta defensa del status quo previo a la democracia, promovió el odio hacia el comunismo y cuanto oliera a izquierda (que, a fin de cuestas, cuestionaba ese status quo) y, para acabar de legitimarse entre quienes decía defender, equiparó los valores católicos a los políticos con la complicidad de la Iglesia.

La vida de Mario ha transcurrido en ese contexto desde que a los 23 o 24 años terminó la Guerra Civil (donde combatió con los sublevados y fue, por tanto «ganador»), hasta que muere en marzo de 1966. Su vida adulta (y la de Carmen) ha transcurrido, pues, en lo más duro del franquismo. Tiene unos 30 años en 1946; 40 en 1956, y 49 cuando muere. Carmen tiene tres años menos.

Cuento todo esto porque Mario, catedrático de instituto, es de izquierdas. O todo lo izquierdista que uno puede ser en semejantes circunstancias: no baila el agua a nadie (lo que le ha llevado a protagonizar algunas escenitas) y, cuando tiene ocasión en artículos, libros, conferencias y conversaciones, siempre toma partido por el débil. Nada más, pero suficiente para sufrir represalias como no poder acceder a un piso donde vivir con su esposa y sus cinco hijos o ser vetado para algunas tareas retribuidas. Carmen, en cambio, que procede de una «familia bien» (su padre es «Ilmo. Sr.», nos avisa la esquela) es un producto acabado de un régimen nacido con la excusa de preservar la posición social previa a la democracia: tiene una visión clasista de la sociedad y, por tanto, estanca; está apegada a los valores más tradicionales y rancios, se opone a cualquier cambio, incluidos los del Concilio Vaticano II y, sin ser consciente, defiende un machismo rampante. 

Sin embargo, los primeros momentos de su monólogo parecen una denuncia del machismo. Aunque pronto se ve que no es así: la inicial exhibición de su sumisión no es una denuncia, sino una argucia para ponerse en posición acreedora y reclamar todo aquello a lo que cree tener derecho: el Seat 600, el piso, las atenciones, el tratamiento como persona distinguida, sus apetitos de sensualidad… También se sabe aún hermosa y lo hace valer. No cuestiona su posición en el matrimonio, sino la falta de compromiso de Mario con ella y, en especial, todas las acciones de Mario que a juicio de Carmen han «rebajado el nivel» de la familia al de los peones, los conserjes… Al de los trabajadores manuales. «Los de abajo». «Esa gente».

Hay más diferencias entre los cónyuges: el lector acaba viendo que Mario es un hombre de cierta inteligencia y cultura, mientras Carmen se encarga de tirar por el sumidero de su ignorancia cualquier sospecha similar sobre ella. Las cosas de las que presume demuestran su ínfimo nivel cultural e intelectual: ni ha tenido ocasión de amueblar bien la mollera ni su mollera permite un gran mobiliario. Ninguna de ambas cosas le preocupa si no es para sacar tajada haciéndose la víctima.

Carmen da una y mil vueltas a lo mismo. Diez pasos adelante y nueve hacia atrás, así avanza la novela, con lo que pronto calamos sus obsesiones y las de Mario. Al final todo es tan repetitivo que ya nada sorprende y hasta cansa. Todos los caminos que toma Carmen, inspirada por cualquier idea, incluyendo las bíblicas que inician los capítulos (citas marcadas por Mario, todas con contendido social) conduce a la misma Roma. La novela es un dar vueltas y más vueltas a lo mismo excavando un hoyo cada vez más profundo en el que queda claro que el matrimonio no era precisamente feliz. Mario iba a la suya y Carmen a la que podía, que no era la de Mario. En este largo trayecto en círculos va cambiando la perspectiva de los personajes. Carmen, al hablar, se retrata a sí misma y, por oposición, a su marido. La que durante unas pocas páginas primero parece una mujer reivindicativa con un marido explotador pronto parece una mujer acomodaticia con un marido que también lo es, para acabar siendo una mujer completamente imbuida de los principios más reaccionarios con un marido que lucha contra ellos sin ninguna posibilidad de éxito. Y esta imposibilidad es también, sin duda, una afrenta para la pragmática Carmen. En resumen, ¿cómo respetarse mutuamente si cada uno desprecia los valores del otro?

Delibes, tras tanto girar y girar, ha cumplido su objetivo: retratar dos mundos condenados a convivir. El real de la época y el ansiado por muchos, y cómo se relacionan y condicionan entre sí en el contexto de una dictadura que toma dramático partido por el inmovilismo.

    La visión de la novela probablemente cambie con el tiempo. Lo que he comentado sobre el machismo, por ejemplo, seguramente es percibido ahora con más fuerza que cuando se publicó la novela en 1966. Los estragos de la dictadura tampoco se percibirán igual por quien los vivió que por quien no.

Pero, llegado al punto ya cercano al final donde los reproches de Carmen ya no dan más de sí, cuando ya lo ha dicho todo y cada cosa mil veces, el lector tiene una duda: ¿Por qué Carmen ha dedicado sus últimas horas de intimidad con Mario a reprocharle tantas, tantas y tantas cosas? ¿Por qué? Aún siendo un matrimonio infeliz, con él ahí tieso y frío no es momento de hacer recuento de agravios sino, a lo sumo, de cerrar página. Tiempo hay en estas ocasiones para postergar la reflexión. Entonces, ¿por qué esas prisas por ajustar cuentas? ¿A qué viene en ese momento tan íntimo, el último en soledad, tan larga y amarga lista de reproches?

La respuesta a esa pregunta es la que permite a Delibes dar un final humano a la novela, y también brillante. Carmen, que no es más que una pobre diabla, necesita que Mario se vaya de este mundo con muchas cosas de las que avergonzarse. Muchas. Muchísimas. ¿Por qué? Para en el instante del adiós definitivo compensar una sola, que ella, pobrecilla víctima de sus propios valores, necesita hacerse perdonar. Necesita quedar bien ante su marido y ante sí misma. No quiere tener deudas con el más allá. Y necesita sentir que, pese a todo, ella es lo que dice ser y lo que debe ser.

Así es como vemos que Carmen, al final, no ha estado reflexionando. Ha estado negociando.

Así es como vemos, también, que a ver quién es el guapo que no descansa en paz en el otro mundo, qué remedio, pero que para descansar en paz en este hace falta tener la conciencia tranquila.

Esto significa que Carmen tiene conciencia. Lo cual, a su vez, indica que Carmen tiene valores y cree en ellos. Como sabemos cuáles son, comprendemos que Carmen es, además de viuda, víctima de sí misma. Y esta constatación de alguna manera, más o menos, así o asá, da la razón a Mario en la defensa de sus valores, porque después de toda la batalla queda en posición de superioridad.

    No sé si es aquí donde quiso llegar Delibes, pero aquí lo dejó.


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