En este blog solo encontrarás reseñas de libros que en algún momento me ha apetecido leer. Ninguna ha sido encargada ni pedida por autores o editores, y todos los libros los he comprado. En resumen: un blog de reseñas no interesadas para que sean interesantes.

lunes, 20 de enero de 2025

Las alegres casadas de Windsor – William Shakespeare

 


Si cuando uno dice que va a leer o ha leído a Shakespeare suela pedante, pomposo o solemne, quien le está escuchando es un ignorante. ¿Por qué? Porque don William, como Cervantes o Quevedo o tantos de esa época, era un cachondo con mucho sentido del humor, y no siempre que cogía la pluma liaba una tragedia inmortal (que son las más trágicas porque siempre están ahí) para solaz exclusivo de espíritus excelsos. El humor y la travesura también eran lo suyo. Llamadlo Willy.

Cuento esto porque entre las cinco o seis obras que he leído suyas se cuenta una que me pareció divertidísima, El sueño de una noche de verano, y esta que ahora reseño la elegí, precisamente, porque comparte el mismo espíritu, aunque me ha divertido menos.

La traducción y/o la edición (del año de la polka) que ha caído en mis manos (en una vieja colección de Aguilar) es mejorable con unas cuantas buenas notas a pie de página para explicar juegos de palabras, asociaciones de ideas, problemas de traducción, el mal léxico del cura galés y para contextualizar de modo que no pase inadvertido nada que no deba pasar inadvertido. Dicho lo cual, conviene añadir que leer teatro siempre es complicado, porque el buen o mal resultado depende en gran medida de la capacidad de «escenificación mental» del lector, que me da a mí que, en general, no es demasiada.

¿Y de qué trata esta obra? 

Casi da pudor explicarlo, porque se supone que todo lo de Shakespeare, perdón, de Willy, es famosísimo, pero como sé que no es así, allá va: Las alegres casadas de Windsor es la historia del cazador cazado, pero con faldas de por medio.

Falstaff (sí, también es el de la ópera de Verdi) al parecer tiene un perfil algo distinto, más digno dentro de lo calavera, en otras tres obras de Shakespeare que no he leído, pero en esta claramente es un piernas, un vivales gordinflón, fanfarrón y lo bastante avispado como para vivir del cuento rodeado de crápulas incompetentes. Muy incompetentes, porque Falstaff destaca entre ellos, pero tampoco es que sea el colmo de la astucia. O por falta de ella o, más probablemente, porque es demasiado perezoso para molestarse en ser astuto. Y estamos en la época de la picaresca, que no solo es un fenómeno español, porque los fenómenos como Falstaff son universales puesto que los caraduras son tan inevitables como los tontos: florecen de modo silvestre en todas las épocas, lugares y condiciones. La contradicción que tantas personas llegamos a sufrir antes o después entre principios e intereses, no la sufre Falstaff. Como carece de principios, solo debe preocuparse de sus intereses, que, por cierto, son mundanos: dedicarse a la buena vida y echar los tejos a todo lo que se menea, incluyendo a dos damas casadas, las señoras Ford y Page, que tienen las mismas ganas de caer en sus brazos como de sufrir unas descomunales almorranas. Y así, entre pillastres seductores, potenciales seducidas, caballeros, un cura galés, un doctor liante, pajes, criados puñeteros y una joven -Ana Page-, que es la guapa de la película, transcurre un enredo en el que primero el interés recae en las artimañas del pelanas seductor y pronto en cómo se la lían para hacerlo caer en su propia trampa y dejarlo en evidencia. Y es que, ¡a quién se le ocurre echar los tejos de dos en dos cuando hay riesgo de ser descubierto! ¡El amor debe ser siempre exclusivo, las grandes pasiones son únicas, irrepetibles, exclusivas, excluyentes y eternas, vivas una o una docena! Las promesas de amor de todo don Juan deben ser artesanales, delicada orfebrería, no industriales. ¡Ay, si don Juan instruyera a Falstaff, la de collejas que le daría!

Entre enredos un tanto infantiloides y por tanto inocentes y alegres, malos entendidos, las bufonadas de unos y los juegos de palabras y errores del lenguaje de otros, avanza la obra hasta que brilla la virtud y la justicia y cae el telón dejando al espectador, en este caso al lector, más contento que unas castañuelas porque se lo ha pasado en grande. Y encima, volviendo al principio, ¡ha visto o leído a Shakespeare!

Perdón. A Willy.


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