El número de asesinatos en el diminuto y apacible Three Pines amenazaba con convertirlo en lugar de ensueño solo para psicópatas y matarifes, e incluso con ponerlo en el mapa. Hace ya algo de tiempo que Louise Penny solucionó parcialmente lo primero jubilando y trasladando a vivir allí a su personaje, Armand Gamache, exjefe de homicidios de la Sureté du Quebec. De ese modo, aunque los fiambres aparecieran en otro sitio, como Gamache se llevaría el trabajo a casa su entorno no variaría, y la paz de Three Pines se vería preservada. Sobre lo segundo, lo de aparecer en el mapa, como cada vez era más insostenible la existencia, en pleno siglo XXI, de una localidad como esa ignorada hasta en la cartografía, Louise Penny ha intentado dar una explicación en esta obra. Es ingeniosa y sirve a su objetivo, pero no se la compro.
Gamache está jubilado, decía, pero solo más o menos. Porque para esta ocasión, y sin entrar en cuestiones administrativas, ha sido repescado para dirigir la escuela donde se forman los futuros agentes.
O se deforman.
O lo han elegido porque se deforman.
Y es que, recordarán los asiduos de la saga, la cúpula de la Sureté estaba un pelín podridilla y, al parecer, a a través de esa escuela también se dedicaban a la ganadería intensiva de corruptibles.
Así que allá va Armand Gamache, a poner orden y valores, ambas cosas muy relacionadas, y a hacerlo con sus peculiares métodos, basados en la introspección y en que todo el mundo es tan pito como para captar todos los mensajes que esconde cada frase, imagen y situación, y tan dispuesto como para encontrar el tiempo necesario para pensar.
Pero, inexplicablemente, Gamache no se deshace de algunos de los profesores más conflictivos. Y, más inesperadamente aún, cierto caballero aparece patas arriba en la escuela. El bueno rodeado de malos y con un sanguinolento follón despatarrado. He aquí el tomate del asunto.
A partir de aquí, nos topamos con las cábalas del comisario y su amigable y extravagante entorno, los rodeos insólitos da igual hacia donde porque todos acaban llevando a Roma, y, la salsa de este libro, la comprometida posición del protagonista. A la duodécima entrega de la saga ya no llegan lectores masoquistas, solo fieles seguidores, por lo que toda penalidad del comisario acaba poniendo al fiel lector al borde del pampurrio.
Así es como una novela que comienza lenta hasta el punto de resultar algo tediosa durante poco más de cien páginas, adquiere de pronto un interés morrocotudo que impide al lector soltar el libro hasta alcanzar el punto final.
Y llegados a él, aconsejo leer las emotivas notas de la autora.
Una buena novela, escrita con el orden, claridad y concisión de siempre, aspirando más a la eficacia comunicativa que al arte, que gustará a todos los fieles y que, como casi siempre he dicho, es ideal para leer en otoño o invierno, temporadas en las que el lector se ambienta mucho mejor en el frío y en las montañas de nieve que cubren Three Pines y las ciudades canadienses causando menos estropicio que tres copitos en España.
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