Pocos autores razonan con la concisión y claridad de Sciascia. No es raro que sus obras construyan ante los ojos del lector una historia real sobre los mimbres de unos cuantos datos y un notable sentido común que le permite entretejerlos. Es lo que ocurre en La bruja y el capitán, obra breve desarrollada a partir de una referencia real hecha por Alessandro Manzoni en Los novios, que aborda el proceso por brujería en el siglo XVII contra Caterina, una pobre mujer acusada de recurrir a fórmulas infernales para provocar tanto los dolores de estómago del dueño de la casa donde sirve, como para el enamoramiento de un patrón anterior.
La realidad, sin embargo, es otra, y Sciascia dedica esta obra, precisamente, a analizar cómo desde una realidad tan lejana puede acabar una mujer en la hoguera.
Leonardo Sciascia. Racalmuto, 1921 - Palermo, 1989 |
Hoy tenemos una concepción de la brujería irreal, mediatizada por el espectáculo literario y científico, pero para comprender este libro hay que recordar, como Sciascia hace, que el número de "brujas" y "brujos" es infinito: cualquiera que dice saber leer las cartas o las líneas de la mano, o cualquiera que crea en amuletos y esté dispuesto a utilizarlos "por si acaso" para conseguir algo, era susceptible de convertirse en víctima de la Inquisición. O a veces, ni eso: basta la diferencia de ser pobre a ser rico, como luego diré. Dicho de otro modo, para la Inquisición brujería y superstición era una misma cosa. Si aun hoy, con tanta información y tantas certezas en el futuro, los supersticiosos y curiosos y quienes están dispuestos entretenerse con ellos o a sacar tajada forman tropa, imaginemos en un siglo donde el analfabetismo y la miseria campaban a sus anchas, un tiempo de incertidumbre donde la línea entre la supervivencia y la indigencia o la muerte era muy fina.
Caterina no es una bruja, sino una mujer pobre y sin cultura que confía en la suerte y en la superstición para lograr lo que pretende. Entre sus aspiraciones figuraba un desigual matrimonio con uno de los hombres a los que había servido no solo en el servicio doméstico, sino también en la cama porque el hombre se había encaprichado de ella, pero no enamorado. Simplemente, la utilizaba, y ella se rebeló contra esa situación intentando algo tan ingenuo como recurrir a la superstición para que su explotador y acosador se transformara en su marido.
Las cosas no le salen bien, como a ningún paniaguado que aspira a que su explotador lo iguale a él. Y tampoco le va nada bien en su siguiente trabajo, en el que es culpada de los males de estómago de un caballero que a todas luces lo que tiene es estrés debido a cuestiones solamente achacables a él.
A partir de aquí todo converge para condenar a Caterina, comenzado por su propia actitud, porque, ¿qué hace el débil para aplacar al poderoso? Intentar satisfacerlo, humillarse, ponerse a sus pies. Luego, ¿qué quieren escuchar estos señores? ¿Qué he recurrido a tales y cuáles prácticas? No hacen falta testigos: lo confirmo a ver si con mi sinceridad me gano su favor y evito el suplicio.
Y en así, entre el modo en que la ingenuidad nacida de la pobreza intelectual lanza al débil a su propia tumba y el egoísta modo en que el poderoso se quita de en medio sus culpas cargándoselas al débil, es como Caterina, y tantas otras como ella, acabaron en la hoguera tras sufrir espantosos suplicios.
La historia de siempre, la del poderoso que, incapaz de asumir su propia responsabilidad, masacra al débil.
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