No está en el blog, porque la leí antes de crearlo, «Alcohol de quemar», una obra que me dio el convencimiento de que Miguel Mena es un grandísimo escritor. Sí que está «Bendita calamidad», publicada en 1994 y aún reeditada (al menos lleva ya quince ediciones). Una obra bien escrita y sumamente divertida.
«Moncayo estrés» no supera a ninguna de las dos. Es una novela correcta, entretenida, divertida, pero le falta un punto de genio, de osadía en el tono. Quizá sea porque al basarse en un hecho real el margen de libertad sentido por el autor haya sido menor. O quizá sea, simplemente, que a pesar de que todas sus páginas captaron mi atención y disfruté con ellas, las leí mientras viajaba y eso, quieras que no, afecta.
«Moncayo estrés» reproduce la fórmula de «Bendita calamidad»: una mezcla de costumbrismo y peripecia singular, estrafalaria, vista con desenfado hasta en lo problemático. Costumbrismo aragonés y, más en concreto en ambos casos, de la zona del Moncayo, que es hacia donde tira Mena, madrileño afincado en Zaragoza.
La historia está inspirada en un suceso real: el secuestro del doctor Iglesias Puga, padre del cantante Julio Iglesias. El hombre, de 65 años, fue secuestrado el 29 de diciembre de 1981 por ETA político-militar y liberado el 18 de enero de 1982 (o el 17 o el 19, según la fuente) por un amplio dispositivo de los GEO, a los que saludó diciendo «¡Joder, lo que habéis tardado!». Sus captores lo ocultaron en Trasmoz, un pueblo del Moncayo, que actualmente tiene 83 habitantes censados y que se encuentra en una carretera poco transitada.
Tres son los protagonistas del relato: el propio secuestrado, cuyo papel es forzosamente limitado y cuya retranca no sé hasta qué punto se inspira en la información de la época o se la ha atribuido Mena por lo bien que casa con la imagen del personaje. El segundo es el lugareño que, ¡ay, el amor!, sin comerlo ni beberlo se ve con una participación esencial en un secuestro. Y el tercero, por supuesto, es Trasmoz, el único pueblo español aún oficialmente excomulgado (lo fue por temas de brujería), con un majestuoso castillo al fondo -el de la portada- que en días de tormenta le da aires góticos (en aquel momento propiedad de un «inventor» retratado en la novela como un simpático rara avis); un pueblo que lleva a gala su relación con Gustavo Adolfo Bécquer, que, dicen, pasó por allí e inspiró alguno de los relatos de «Desde mi celda» en la historia que le contó una tal tía Casca, la cual, al parecer, murió asesinada (impunemente) por los vecinos, que la tenían por bruja.
Siendo una historia tragicómica, lo cómico vence a lo trágico por aplastamiento. Es inevitable porque el final feliz del secuestro es del dominio público, de modo que el lector nada teme por la suerte del entonces «anciano de 65 años». El lector, además, apoyado en la falta de miedo y de dramatismo con el que secuestrado afronta su destino, disfruta desde la primera letra de cómo lo doméstico, las humanas miserias cotidianas y los momentos de desenfado se mezclan e interfieren con lo truculento, que se sabe inofensivo.
Termino refiriéndome a la figura del lugareño. Un albañil. Es parte central de la novela, pero no sabemos muy bien por qué se ha metido en un fregado del que solo puede sacar media vida en la cárcel. O, mejor dicho, ni él conoce el proceso mental que le llevó a esa situación, aunque la causa está clara: una vasca le hizo tilín (o tolón, visto el resultado) y ahí está él, uno más en la familia, con sus suegros, prestándose a lo que le digan: arreglar un «localito» para el secuestrado, vigilarlo o lo que haga falta. Es así como sabemos que los malos, por más malos que sean, también comen, establecen prioridades entre macarrones y coliflor, les gusta ver fútbol y beber cerveza, tienen sueño y ningún amor por recoger cubos llenos de heces y orines.
Un libro relativamente breve, entretenido, escrito con solvencia, en cuyas páginas cualquiera se sentirá a gusto, y todavía más quienes, como yo, tengan un recuerdo, siquiera sea vago o prestado, de aquel secuestro. El primero de ETA con motivación exclusivamente financiera.
Y, ya que estamos, quien quiera contextualizar mejor esta novela, que disfrute leyendo antes «El español que enamoró al mundo», de Ignacio Peyró, también reseñado aquí.
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