«Trampantojo. Femenino plural»,
podría ser el titular de esta reseña.
Antes de explicar por qué, quiero
señalar que cualquier tema importante y con amplia difusión es hábitat natural
de oportunistas y aprovechados. En el caso del tema de la mujer, esta gente son
plaga, de ahí que, para evitar equívocos entre los lectores de esta reseña,
antes de desarrollarla quiero distinguir entre la llamada literatura para mujeres (que es aquella, digo yo,
que se escribe o promociona buscando un público femenino), la literatura de mujeres (supongo que será la escrita
por mujeres) y la literatura sobre
mujeres (que es, sin más, literatura). Como ya habrá observado cualquiera que
al buscar una nueva lectura «solo» pretenda leer, la intención con que se escriben
o se promocionan las cosas, quién habla de ellas o el modo en que se hace pueden inducir confusiones de las que solo nos salva el correcto uso de
las preposiciones. Conviene saber cuál es la fundamental cuando varias pueden
dar juego. Curiosamente, y hablando ya de Trampantojo, en esta novela Marina
Lomar prescinde, de vez en cuando, de algunas de ellas buscando un efecto
estético, lo cual no impide que Trampantojo sea una muy buena novela sobre mujeres que conviene leer con
calma para apreciar lo que de reflexivo tiene -mucho- y cómo el lenguaje se
encarga de algo tan atípico en la mayoría de lo que se publica como de aportar
belleza y sensibilidad.
Trampantojo, el título, no es precisamente
un trampantojo, sino la sincera advertencia de lo que ofrecen las páginas de
esta obra: el relato de un amasijo de engaños. Los de los demás, que a veces ni
son conscientes de hacerlos, y también los que nos hacemos a nosotros mismos
quizá porque, en idea que se atribuye a Susan Sontag, «la mentira es la forma
más simple de autodefensa».
Así, entre engaños y autoengaños,
que es lo mismo que decir entre mentiras, medias verdades y silencios que
inducen errores, se desenvuelve la existencia de Andrea –una mujer separada y
vuelta a casar- con una hija adolescente y una amiga con la que comparte un
negocio de gestión, vamos a decirlo así, poco exigente, que les da más ocasión
para hablar que para trabajar: un «café literario». En él ambas conversan y
comparten confidencias entre ellas y con el resto de las amigas que forman una
especie de grupo donde las relaciones nunca son por completo iguales, aunque no
hay demasiados secretos entre ellas y los que existen solo tienen carácter
temporal.
El cotilleo del diario de su hija,
Gisela, despierta las dudas de Andrea sobre su pareja y padrastro de Gisela. Si
el cotilleo es voluntario o inducido por Gisela, si lo que cree Andrea es lo
que de verdad hay, si acaba ocurriendo una cosa u otra lo sabe –o lo decide- el
lector tras ver caminar a Andrea, con cierta calma fatalista, desde la simple
duda hasta el abismo de las certezas que, como tantas veces sucede, solo lo son
para quien por tal las tiene. Al tiempo que eso sucede, varios caballeros
lanzan sus redes para pescar amores, redes que intentan tejer atractivas para
atraer las capturas sin pararse a pensar si el engaño es o no necesario, pues
mientras ellos creen pescar con sus redes, otras pescan pescadores decidiendo a
qué red acuden.
La historia de Andrea evoluciona
a la vez que las de sus amigas, casi todas en una edad indeterminada en torno a
los cuarenta. Y aquí encontramos desde las morbosas y misteriosas experiencias
de una «viuda inminente» a las relaciones de una artista con la autoestima no
muy boyante con la joven profesora de un «centro de bienestar», otro de los
lugares relevantes de la novela, junto al café y la vivienda la
Andrea. También tenemos a «la otra», cuya función es superior a su
presencia.
La utilización de un café
literario y de un centro de bienestar no sé si es consciente, pero no la creo
casual: es casi inevitable ver en los clientes de lugares así a personas con la
voluntad de cuidar de sí mismos –más bien de mimarse- , y con el tiempo y los
recursos suficientes para hacerlo, lo que sitúa la historia en un perfil social
concreto –la clase media «pequeñoburguesa»- y, sobre todo, en un estilo de vida
lo bastante reposado para que refuerce el carácter intimista de la novela,
porque en Trampantojo la acción ocurre, sobre todo, en la cabeza de los
personajes, que se comportan a la vez como espectadores y protagonistas de su
propia vida: impera la reflexión, la resignación sobre el enojo y el espíritu
fatalista propio de quien ha escarmentado las veces suficientes para pararse a
ver –y a temer y a asumir las consecuencias- antes de actuar.
Como he dicho al principio,
Trampantojo es una novela sobre mujeres y quizá por eso el perfil de los
hombres que pululan por sus páginas permanece estable, apenas cambia a pesar de los acontecimientos. Sí sorprende, en unas y
otros, la aparente calma con que se toman algunas situaciones emocionalmente
violentas: la violencia de los sentimientos existe, pero es casi siempre
interior y se manifiesta en silencios y soledades más que en sofocos.
Merece la pena detenerse en el
lenguaje. Hay imágenes poderosas e ideas agudas, pero como no se ha renunciado
a la sencillez conviene estar alerta para no perderse todos esos fogonazos de
luz que también suman para hacer de Trampantojo una buena novela. Es posible
advertir la intención de crear belleza con el lenguaje y, en general, se consigue,
aunque la ocasional supresión de la preposición «con» (por terminar casi
volviendo al principio) para dar sensación de continuidad a algunas
descripciones es algo que, particularmente, siempre me produce una impresión
extraña.
Y concluyo por el final (original
que soy): en él el lector averigua dos cosas: si lo que ha sospechado o no era
cierto –lo cual incluye alguna sorpresa- y, también, el propósito de la autora,
que además de quedar claro nos recuerda que para saborear mejor cualquier buena
obra es conveniente saber qué quiso contar su autor.
¿Que cuál es ese propósito en
Trampantojo? La vida, pequeñuelos, que era esto y no se para.
Gracias por la reseña. Lúcida, maravillosa. Un abrazo Miguel Ángel. Marina
ResponderEliminarEl libro lo merece ;-)
ResponderEliminar