(Serie Montalbano, y 34)
Entre el 1 de julio de 2004 y el 30 de agosto de 2005 (por cierto, fecha importante para mí), entre los casi 79 años y a una semana de cumplir los 80, Andrea Camilleri escribió Riccardino, la que en algún momento había de ser, póstuma o no, la última novela protagonizada por el comisario de la siciliana e imaginaria Vigàta, Salvo Montalbano. La obra que diera fin a sus peripecias.
En aquel momento, entre los planes de Camilleri no debía de figurar vivir casi hasta los 94 años (murió en julio de 2019), pero sí se dio cuenta pronto de que era incapaz de desprenderse de Montalbano, que algo le impelía a seguir escribiendo nuevas historias y que Riccardino, al final, acabaría siendo sí o sí una obra póstuma. Es un dato relevante, porque Camilleri estuvo activo casi hasta el final de sus días y, por tanto, tuvo nada menos que catorce años para reflexionar sobre esta novela y para cambiar lo que hubiera deseado.
El título, cuenta Camilleri, no es el que se podía esperar de una novela llamada a cerrar una serie como esta, en la que han abundado títulos más elaborados y en la que el protagonista es un tipo con una forma a su burdo modo selecta de aborrecer la vulgaridad. Riccardino fue el título provisional. El puesto a la espera de una mejor inspiración. Pero acabó siendo definitivo porque la fuerza de la costumbre hizo a Camilleri encariñarse con él. Quizá suene raro, pero yo lo comprendo perfectamente porque a mí también me pasó con mi primera novela: el título inicialmente sonaba a mil demonios, pero la costumbre tiene una fuerza terrorífica y pronto me acostumbré de tal modo a él que no me cabía en la cabeza que pudiera ser otro. Por eso, cuando llegó la oportunidad de publicarla, no fue otro.
Riccardino es nada menos que la trigésimo cuarta historia de Montalbano, lo cual significa que quien ha llegado a esta lectura es algo más que un aficionado a Camilleri y su mundo. Es un devoto.
Por tanto, es lógico pensar que quienes hemos leído Riccardino no nos hemos lanzando a sus páginas para disfrutar de un caso más de Montalbano sino, llenos de pesar y expectación, para despedirnos de él. Para despedirnos de un amigo que nos ha acompañado durante años en los mejores momentos y que ha hecho más llevaderos los malos.
Quien más y quien menos, antes de abrir la primera página toda esta tropa teníamos (y la mayoría todavía tiene, porque Riccardino salió a la venta el día 6 de este mes) una impresión (cada uno la suya) de lo que podía hacer Camilleri con su personaje. Mi opinión me remitía a Cervantes. A don Miguel de Cervantes le dolió lo indecible que un desaprensivo -ese misterioso escritorzuelo al que conocemos como Avellaneda- le birlara a su personaje. Gracias a eso hubo segunda parte del Quijote, pero también por culpa de Avellaneda don Quijote acabó como acabó, y Cervantes no dudó en explicar las razones, dedicando a ello las últimas líneas de su novela, que acabo siendo la novela entre las novelas (*)
Algo parecido y por los mismos motivos esperaba yo que hiciera Camilleri con Montalbano, pero no exactamente lo mismo, por supuesto, porque Camilleri siempre fue demasiado original para replicar, sin más, las ideas de otros. Al revés, siempre fue un maestro en la adaptación. Además, hubiera sido un descrédito para Montalbano acabar igual que cualquier anterior personaje novelesco, por más que se tratase del más famoso de la historia.
Dicho lo cual, ¿qué ha hecho Camilleri con Montalbano?
Tranquilos, que no lo voy a desvelar.
Lo que ha hecho lo sabrá quien lea la historia. Lo que ha hecho es acabar con Montalbano sin acabar con él. Con cierto estilo cervantino por el papel que se reserva a sí mismo, Camilleri, tras su muerte, ha garantizado que nadie resucitará a Salvo Montalbano, sin que ello signifique que el camisario haya muerto. Difícil lo tendrá quien lo intente, porque Salvo (¿Dónde está? ¿Es que está?) ya no está. Ni estará. Esta es su última novela y no habrá más. El prodigio tiene que ver con la imaginación de Camilleri y con sus dotes para caminar con un pie en la realidad y otro en lo irreal, y con su maravillosa capacidad para hacer verosímil lo fantástico.
Por lo demás, si por algo sorprende Riccardino es porque, sabiendo todo el mundo que es la última novela de Montalbano, durante muchas de sus páginas es una novela más. Una novela en la que según avanza la trama Camilleri se acerca al lector y a los personajes para mostrarnos algunos de sus trucos de escritor. Una novela en la que el desenlace de la trama, que puede ser uno u otro según le dé al lector (aunque todos elegiremos el mismo) es el detonante de ese otro desenlace que todos temíamos y nadie deseaba, aunque todos sabíamos inevitable.
Un gran final, emotivo, literariamente brillante; dedicado a los lectores que hemos amado al autor y al personaje; creo que dedicado también por Camilleri a sí mismo, porque también también a él le dolía terminar y en su mano estaba graduar el dolor; y estampado en la cabeza a los eventuales escritores oportunistas (aunque, vaya desastre, se me ha ocurrido una manera de burlar los deseos de Camilleri... con el recurso de comenzar una eventual nueva novela exactamente de la misma forma en han empezado muchas de la saga, y como no creo que sea el único al que se le vaya a ocurrir, igual algún desaprensivo lo intenta). Un final de altísimo nivel para una saga inolvidable de treinta y cuatro novelas con el enorme mérito de hacerse desear cada página y de tener cada una su punto particular a pesar de parecerse todas tanto. O precisamente, de hacerse desear por parecerse todas tanto. Echaremos de menos el universo de Salvo Montalbano en Vigàta junto al resto de inolvidables personajes: Livia, Fazio, Gallo, Augello, Catarella...
Snif…
Snif...
Snif...
Snif...
Snif...
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¿Alguien dijo algo así como que no están todas las que son, pero son todas las que están? |
(*) Final del Quijote:
En fin llegó el último de don Quijote, después de recebidos todos los sacramentos y después de haber abominado con muchas y eficaces razones de los libros de caballerías; hallose el escribano presente y dijo que nunca había leído en ningún libro de caballerías que algún caballero andante hubiese muerto en su lecho tan sosegadamente y tan cristiano como don Quijote, el cual, entre compasiones y lágrimas de los que allí se hallaron, dio su espíritu, quiero decir que se murió.
Viendo lo cual el cura, pidió al escribano le diese por testimonio como Alonso Quijano el Bueno, llamado comúnmente don Quijote de la Mancha, había pasado desta presente vida y muerto naturalmente. Y que el tal testimonio pedía para quitar la ocasión de que algún otro autor que Cide Hamete Benengeli le resucitase falsamente y hiciese inacabables historias de sus hazañas.
Este fin tuvo el ingenioso hidalgo de la Mancha, cuyo lugar no quiso poner Cide Hamete puntualmente, por dejar que todas las villas y lugares de la Mancha contendiesen entre sí por ahijársele y tenérsele por suyo, como contendieron las siete ciudades de Grecia por Homero.
Déjanse de poner aquí los llantos de Sancho, sobrina y ama de don Quijote, los nuevos epitafios de su sepultura, aunque Sansón Carrasco le puso este:
Yace aquí el hidalgo fuerte
que a tanto estremo llegó
de valiente, que se advierte
que la muerte no triunfó
de su vida con su muerte.
Tuvo a todo el mundo en poco;
fue el espantajo y el coco
del mundo, en tal coyuntura
que acreditó su ventura
morir cuerdo, y vivir loco.
Y el prudentísimo Cide Hamete dijo a su pluma: «Aquí quedarás, colgada desta espetera y deste hilo de alambre, ni sé si bien cortada o mal tajada péñola mía, adonde vivirás luengos siglos, si presuntuosos y malandrines historiadores no te descuelgan para profanarte. Pero, antes que a ti lleguen, les puedes advertir y decirles en el mejor modo que pudieres:
¡Tate tate, folloncicos!
De ninguno sea tocada;
porque esta empresa, buen rey,
para mí estaba guardada.
Para mí sola nació don Quijote y yo para él; él supo obrar y yo escribir; solos los dos somos para en uno a despecho y pesar del escritor fingido y tordesillesco que se atrevió o se ha de atrever a escribir con pluma de avestruz grosera y mal adeliñada las hazañas de mi valeroso caballero, porque no es carga de sus hombros ni asunto de su resfriado ingenio, a quien advertirás, si acaso llegas a conocerle, que deje reposar en la sepultura los cansados y ya podridos huesos de don Quijote y no le quiera llevar, contra todos los fueros de la muerte, a Castilla la Vieja, haciéndole salir de la fuesa donde real y verdaderamente yace, tendido de largo a largo, imposibilitado de hacer tercera jornada y salida nueva; que, para hacer burla de tantas como hicieron tantos andantes caballeros, bastan las dos que él hizo, tan a gusto y beneplácito de las gentes a cuya noticia llegaron, así en estos como en los estraños reinos. Y con esto cumplirás con tu cristiana profesión, aconsejando bien a quien mal te quiere, y yo quedaré satisfecho y ufano de haber sido el primero que gozó el fruto de sus escritos enteramente, como deseaba, pues no ha sido otro mi deseo que poner en aborrecimiento de los hombres las fingidas y disparatadas historias de los libros de caballerías, que por las de mi verdadero don Quijote van ya tropezando y han de caer del todo sin duda alguna. Vale.