En este blog solo encontrarás reseñas de libros que en algún momento me ha apetecido leer. Ninguna ha sido encargada ni pedida por autores o editores, y todos los libros los he comprado. En resumen: un blog de reseñas no interesadas para que sean interesantes.

lunes, 18 de marzo de 2024

La guerra privada de Samuele – Andrea Camilleri

 



Las editoriales siguen exprimiendo la figura de Andrea Camilleri antes de que sus devotos comencemos a pasar a la historia o nos olvidemos de él. En solo tres meses han salido en España cuatro títulos del autor siciliano: la endeble La masacre olvidada (Destino), el tercer volumen de  Historias de Vigáta (Altamarea), La guerra privada de Samuele (Salamandra), que aquí reseño, y la reedición, ¡por fin!, de La desaparición de Patò (Booket, ved la reseña en el enlace), divertidísimo libro que desde hace años estaba más desaparecido que el personaje que le da título. ¡Cuatro títulos de Camilleri en tres meses!

La guerra privada de Samuele es un conjunto de seis relatos de los cuales uno, El homenaje (pulsad en el enlace para ver la reseña), ya había sido publicado de modo independiente en la misma editorial. Por tanto este volumen tiene algo de refrito, ciertamente, pero a su favor cabe decir que sus relatos reflejan al mejor Camilleri, al más incisivo y divertido a un tiempo, el que une historias que reflejan y denuncian lo peor de la condición humana del mediocre (es decir, de todos) a la que solo el amor salva algunas veces, con historias de honradez que tienen un componente que oscila en lo mitológico, lo onírico o que abordan el tema de la dignidad humana, cualidad siempre reclamada por Camilleri para el pobre, para el desarrapado, porque el rico, cuando pierde la dignidad suele estar en condiciones de recuperarla o, al menos, de que todos a su alrededor finjan que la mantiene. Merece la pena leer este libro.

Como curiosidad, quienes habitualmente seguimos la pista de Camilleri teníamos localizado desde hace más de una década un librito hasta ahora solo publicado en catalán, (Edicions Bromera): La triple vida de Michele Sparacino. Conociendo a Camilleri, el título prometía. Bueno, pues La triple vida de Michele Sparacino es uno de los relatos de este volumen, pero la historia, siendo buena, no es el enredo que el título sugiere, aunque sí parta de un equívoco para acabar demostrando el determinante poder de lo anecdótico.





miércoles, 13 de marzo de 2024

La chica del verano – La Vecina Rubia

 


Escribo esta reseña dando por supuesto que quien se dispone a leer esta novela ha leído ya las dos anteriores, pues las tres comparten personajes y cada una es una continuación de la precedente.

No hace mucho dije en una entrevista en la televisión local que las novelas comienzan en el título. La chica del verano es, sin duda, un título magnífico, pero no tanto por cierto hecho narrado en sus páginas (que sabrá quien lea la novela), sino porque el leiv motiv de esta trilogía es conocer a una narradora cuyos ciclos vitales parecen girar en torno al verano. Sin embargo, en realidad hay una escritora que juega al despiste; una narradora que ejerce de tal pero que también encarna un personaje de ficción (que a su vez en la vida real ejerce la escritora) si puede decirse así, porque un perfil anónimo en redes sociales no deja de ser una especie de teatro virtual en sesión continua; y, además, todas ellas operan de objeto de la novela y de aliciente para la lectura. Una mezcla difícil de encontrar y complicada de gestionar para una escritora con un pie en la realidad privada de todo escritor y otro en esa realidad virtual compleja y pública. La relación entre la persona privada, el personaje virtual público y el personaje literario mezcla de los dos anteriores es un cóctel cuya composición exacta solo sabe una persona de quien sabemos bien poco, aunque la sintamos cerca. 

          También sabemos, eso sí, que ese cóctel tiene tan buen sabor que hay colas para su degustación. Lo menciono porque si uno echa un vistazo a las infinitas sagas que pueblan las librerías, la vida de casi todas se reflejaría en una curva decreciente (quizá por eso ahora, para evitarlo, se ha puesto de moda sacar varios títulos a la vez): un primer éxito o exitillo aprovechado por unas cuantas secuelas con número de lectores en general en declive porque con cada nuevo título se reduce el número de personas que han leído todos los anteriores. Que esa curva sea casi horizontal, y no digamos ya creciente, es un logro al alcance de pocos. La «saga verano» se ha mantenido en unos niveles tan elevados de difusión que sin duda la fidelidad de los lectores ha sido muy superior a lo habitual. Quiero destacarlo porque creo que el gran mérito de la autora es su capacidad de comunicación. Y sin comunicación, no hay literatura sino soliloquios y experimentos lingüísticos.

          El argumento de La chica del verano no es tan diferente a las anteriores novelas como permitía aventurar el final de Contando atardeceres, pero sí es parcialmente distinto. Por una parte, los protagonistas ya empiezan a ser gente talludita; es decir, instalada en la rutina del trabajo y el día a día. Al tener su vida más o menos hecha ya no navegan buscando su rumbo, porque ya lo han hallado, sino que se limitan a mantenerse a flote del modo más agradable posible, dejando que la corriente les lleve vida adelante sin otra preocupación que sortear tormentas y marejadas y no naufragar por accidente. Esto es importante, porque gran parte del éxito de comunicación que antes he mencionado creo que se debe a la capacidad de la autora para exponer la vida de los personajes en paralelo a la de los lectores, explicando y opinando de modo que cada cual pueda comprender mejor sus propios actos. Pero, por otra parte, el final de Contando atardeceres prometía algo muy distinto: contar en esta novela algo por lo que casi ningún mortal pasa. Una experiencia excepcional: la de, desde la normalidad de una vida común, crear algo que parece una mujer rubia bromeando, contando chascarrillos y poniéndose seria de cuando en cuando, pero que también es, y todo a la vez, un gigantesco medio de comunicación, un espectacular escaparate, una enorme fuente de notoriedad y, lógicamente, una empresa cuya rentabilidad, sea cual sea, a largo plazo pende hilo de la delicada gestión de todos esos equilibrios y, por supuesto, de la evolución de los gustos en las redes. Digerir algo así, desarrollarlo y sacarlo adelante sin que se te vaya de las manos ni se te suba a la cabeza es complicado en todos los órdenes. Desde el organizativo hasta el psicológico.

          A mí me interesaba el plano psicológico porque, desde la ignorancia, tengo la sensación de que ha implicado dosis elevadísimas de realismo, inteligencia, pragmatismo y autocontrol. Admiro a todos los que reúnen esas virtudes; he conocido a poquísima gente así, de todos he aprendido mucho, y todos han llegado donde han querido llegar. Además, quizá sea porque llevo ya unos cuantos años husmeando en el mundillo literario, he perdido la cuenta de la gente que ha sido víctima de su propia vanidad, lo que me hace valorar especialmente a quienes la someten y vencen sin necesidad de darse un previo castañazo.

          Bueno, pues La chica del verano solo hace una exposición elegante pero tangencial del proceso al que acabo de aludir. Cuenta más de algunos «principios» que de su aplicación concreta. Por ejemplo, se insiste en la voluntad de preservar el anonimato y en la idea de que La Vecina Rubia es, de facto, una especie de personaje colectivo integrado por los millones de personas que interactúan en torno a él. Es cierto y también es interesante. Sin duda algo así refuerza los lazos de la autora con sus lectores, pero no es lo que mi curiosidad esperaba, lo cual no es ni bueno ni malo. Es lo que ella ha decidido contar; no sé si para preservar su intimidad, si para no trastocar el devenir del resto de la historia o si para facilitar que los lectores no se sientan distanciados al no compartir experiencias que jamás han de conocer. En cualquier caso, a mí me hubiera gustado encontrar más reflexiones sobre lo que admiro: la capacidad para la autodisciplina, lo que se siente al afrontar tentaciones como la notoriedad o cómo se vive emocionalmente, se gestiona y se aprovecha, sin dejarse los pelos en la gatera, un montón de oportunidades inimaginables para la mayoría y no siempre compatibles entre sí. 

          De lo dicho queda claro que a pesar de la promesa implícita en el final de Contando atardeceres, el núcleo de La chica del verano sigue siendo, como en las novelas anteriores, la vida de sus protagonistas. Siguiendo el sendero conocido, el paisaje que ahora muestra es la vida de personas ya bastante adentradas en la treintena, o quizá incluso un pelín más. ¿Y qué se plantea uno a esas edades? Las relaciones de pareja, la maternidad y la paternidad, las relaciones familiares con padres que de pronto son ancianos, la relación entre lo que uno deseaba y el modo en que ha acabado ganándose la vida, cómo las rutinas de esa época afectan a las relaciones forjadas en épocas anteriores, el sentimiento de culpa cuando se empiezan a dejar de lado a personas, unas porque quedan atrás y otras porque cada cual tiene su tiempo y sus prioridades… Esas cosillas. Y esto es lo que encontramos. Bien contado, bien narrado y, marca de la casa, sin dejar de oscilar como un péndulo juguetón entre el humor hiperbólico y gamberro y la emotividad. Seguro que muchas personas, al leer este libro, pasarán de la lagrimilla a la risa en un solo párrafo en más de una ocasión.

         Que La chica del verano es también, como sus antecesores, un buen libro de humor, no puedo dejar de expresarlo en un blog como este.

          Los personajes ya son conocidos, están bien perfilados y evolucionan de acuerdo con su edad y circunstancias, lo cual no es fácil de plasmar sin perder continuidad en algún momento. La autora lo consigue. Solo hay dos aspectos que me han llamado la atención no para bien: la ingenuidad final de Sara, que de pronto parece bastante pánfila; y el perfil de Javi, que desentona en el conjunto de personajes luminosos un poco por falta de ingenio, otro poco porque siendo un tipo normal se le endiosa magnificando sus esfuerzos, virtudes y problemas y, también, por qué no decirlo, porque a veces parece tan tarugo que más problemas resuelve con el resignado sacrificio y el perdón que con la razón o la comprensión.

          Al igual que en Contando atardeceres, en La chica del verano tampoco hay malos, pero como un desfile de buenos sería soporífero, la oposición entre personajes necesaria para mantener la tensión se logra enfrentando a los buenos con otros buenos un poco tontos o equivocados. Estos roles son intercambiables. Nuevamente, y esto es común a las tres novelas, se logra cierta tensión adicional a través de problemas de salud, achaques y demás «bendiciones» que recaen sobre el ser humano.

          La experiencia se nota. Este libro está mejor escrito que los precedentes. La Vecina Rubia maneja con destreza el lenguaje. Es difícil y meritorio expresarse con sencillez sin caer en reiteraciones, redundancias, desórdenes, simplicidades, grandilocuencias y otras desgracias que, por ejemplo, pueblan los best seller de cierto cateto que yo me sé. Esta novela lo logra y yo diría que a la vista está que es fruto del trabajo y el esmero por mejorar. No hay mayor signo de respeto al lector.

          También es muy interesante el modo en que disecciona. Los personajes apenas dicen o hacen algo sin que la narradora explique por qué. Es acertado, ya lo que intenta trasladar al lector para reflexionar no son los hechos protagonizados por los personajes, sino que el material para el pensamiento son las propias reflexiones de la autora sobre esos hechos. Hay algunas brillantes. Y así como en las novelas anteriores tenían cierto tonillo de «autoayuda», ahora, al alejarse del consejo o disimularlo mejor, la novela gana peso.

          Lo que menos me ha gustado tiene que ver con la estructura y algunas manías. En primer lugar, la novela no es lineal, sino que se ve interrumpida por los «escalones» de conversaciones que poco o nada tienen que ver con el discurrir de los acontecimientos y que no aportan nada más que ver en su salsa a un grupo de amigas. Nada añade porque también se les ve así cuando se enfrentan a los hechos relevantes de la novela. El comienzo y los primeros capítulos, por ejemplo, me han desorientado un poco. En segundo lugar, algo que ya viene de novelas anteriores: la insistencia en repetir con excesiva frecuencia datos, motivos y razones, como si la autora no confiara en la memoria del lector o en su propia capacidad de comunicación. Por ejemplo, que la protagonista hace suyos los problemas ajenos o que no alcanza a contestar a todo el mundo que se dirige a ella en las redes se menciona n+m veces; mejor sería callarlo si luego lo van a hacer patente los hechos, o si ha sido dicho ya. Lo mismo puede decirse de la exaltación de la amistad o de la mención de ciertas preocupaciones. Resta agilidad e impaciencia al lector. Tercero, aunque esto es una percepción tan subjetiva que quizá muchas otras personas no la compartan, las risas a carcajadas de los personajes con ocasión de comentarios ingeniosos casi siempre me parecen sobreactuadas, quizá porque en mi entorno el ingenio y las bromas se celebra más con sonrisas y buen humor que con carcajadas a mandíbula batiente. Y, cuarto y último, así como los recursos humorísticos provenientes del personaje de redes están espolvoreados de modo magistral por la novela, hay otro, el recurso a la escatología, que pone fin a varias escenas entre tensas y solemnes, que llama lo bastante la atención como para que se note su reiteración. Mejor, en alguna de esas ocasiones, haber puesto al gato a causar un estropicio.

          Buena novela, interesante, en la que además se ve crecer la talla de la Vecina Rubia como escritora, y con un final abierto a una cuarta novela con argumento diferente.

          Aunque, por ahora, lo que ha anunciado la Vecina Rubia es que su próxima novela nada tendrá que ver con las anteriores. Si es así, será un acto de valentía y de reivindicación como escritora de alguien que, a estas alturas, si ya no está hasta las narices de los prejuicios es porque se ha cansado tanto de ellos que ni los recuerda. Pero también es un arriesgado salto ante los mezquinos ojos de quienes no perdonan los éxitos, reparten carnets de escritor o mean recitando a Homero. Ojalá le salga bien. Se lo merece. Y además los lectores lo disfrutaremos.


sábado, 9 de marzo de 2024

159 palabras al azar

 



El jueves día 7 quise desengrasar la mente con un ejercicio literario: improvisar un relato que incluyera varias palabras seleccionadas al azar. Pedí socorro en Twitter, llámenlo X: ¡Una palabra al azar, por favor! Recurrir a otras personas me permitía evitar cualquier sesgo debido a lo que quiera que mi mente pudiera haber tramado de antemano sin yo saberlo. Dado el número de interacciones que suelen tener mis tuits, pensaba que no más de cinco, seis o diez personas se animarían a contestar. Lo suficiente para un relatillo enano, que era lo que pretendía.

          Bueno, pues me regalaron 159 palabras, algunas de ellas repetidas, otras fruto del azar y el resto hijas de un azar un tanto, ejem, forzado. Las indicadas en la foto que ilustra esta entrada. En menudo lío me había metido, ¿verdad?

          Ofreciendo las necesarias disculpas por las carencias debidas a la premura y a la necesaria improvisación, espero haber salido del embrollo con este relato que contiene, marcadas en negrita, todas y cada una de esas palabras y que se titula…



 

159 PALABREJAS


 

            Había pasado toda la tarde disfrutando del sutil juego de rascarme la panza sobre la tumbona, en el jardín, con unas almendras y una botella de cerveza al alcance de la mano. En las horas de más calor había tenido los pies sumergidos en un lebrillo de loza blanca. Cuando los saqué y me reacomodé, abrí la segunda botella, la cual, por la frecuencia con la que bebía, más parecía chupete que botella, ¡pero, qué placer! No me atrevía a hacer nada más que disfrutar. Si me movía o se me ocurría dar un palo al agua hubiera roto la paz. Había alcanzado la posición de Zugzwang, que fue un tipo tan listo como para descubrir las ventajas de quedarse quieto. Aún así, desafiando a ese individuo, moví los ojos. Observé entonces la uña del dedo gordo de mi pie derecho. Me quedé ojiplático. ¡Qué larga estaba ya! Parecía un mejillón adulto. Iba a ser menester recortarla antes de que Muslitos, mi entrañable pareja, apareciera por la puerta, se topara con tamaña serendipia y volviera con su sempiterno discurso de que soy una sucia sanguijuela entregada a la procrastinación; un pobre zangalotino incapaz de cortarse las uñas o de freír un huevo y que en lugar de trabajar para ganarse la vida aún piensa en pasar las horas muertas jugando a Pokémon; un maranguán, como me suelta emulando a su abuelo aragonés, que está todo el día en Babia (yo, no su abuelo). ¡Qué atávico es esto último! En estas ocasiones siempre le respondo aludiendo a mi condición nefelibata; es decir, soñadora. ¡Es importantísimo que la imaginación tenga un hueco en este mundo! Y a eso me dedico yo: a imaginar.

          Es preciso que alguien haga tan importante labor si queremos hacer sostenible nuestra sociedad. La fantasía es la puerta de toda esperanza. ¿Cuál es la esencia de la esperanza sino la previsión de un futuro mejor? Para que la esperanza sea inmarcesible y no se vaya al diablo es necesaria la imaginación. Vamos, que la imaginación es lo penúltimo que se pierde.

            Con mi comportamiento ejemplar aspiro a ser un salvador. Lo digo en serio, no es una coartada ni fruto de la corrupción del pensamiento.

            Sin embargo, pese a conservar todavía imaginación y esperanza, antes ya había perdido otras cosas. Por ejemplo, la pelota de crícket que Muslitos había comprado para su sobrino y el mochuelo fosforescente para su sobrina. Los habíamos adquirido de oferta durante el viaje por Mesopotamia al que me dejé arrastrar cuando la perfidia de Muslitos aprovechó uno de esos momentos de debilidad en los que mi mente anda como en una nebulosa. Así que cogimos nuestro hatillo y allí nos largamos, a dar tumbos entre el Trigris y el Eúfrates, viendo un montón de cosas raras y llevándonos como recuerdo un falso pergamino en sánscrito que, supuestamente, detallaba la receta del bhelpuri. Puestos a ver ríos, yo hubiera preferido el Jataté, en México (donde podíamos haber ido a remojar los pinrreles tras visitar la Comala de Juan Rulfo) que es menos conocido y por tanto supongo que más tranquilito, y donde un cacahuete es un cacahuate. Si vienen a mi cabeza cosas de poco valor, como este humilde fruto seco que tanto me recuerda a aquel viejo coche, el biscúter, es porque, volviendo a lo de antes, no recordaba dónde podía haber metido ni la pelota ni el maldito mochuelo. Mi intuición me decía que podían estar sumergidos en el revoltijo de maletas, ropa sucia y recuerdos que había amontonado a la vuelta del viaje en el suelo, a los pies de la cama, pero con cuidado para no dejarlo sobre alguna pelusa. Si en medio de aquella enorme masa amorfa podía haberse perdido hasta un cocodrilo, ¿cómo no iban a perderse una puñetera pelota o un mochuelo de juguete? En algún momento iba a tener que buscarlos, claro, pero encontrarlos entre tanta mugre iba a ser una epopeya. Si la entropía es la medida del desorden de un sistema, el desorden del dormitorio sobrepasaba toda medida. Algo debía hacer para rescatar los juguetitos, porque Muslitos se iba impacientando de día en día. Pero se estaba tan bien con la cervecita y ya las últimas almendras del plato…

            En ese momento la susodicha apareció con una botella de vino blanco en una mano y el descorchador en la otra. Se fijó en mí y en mi bañador azul con margaritas, y se acercó con paso lento. Con esta descripción cualquiera pensará que venía en son de paz, ¿a que sí? Pues no. Con un formidable encono me espetó en tono beligerante:

        —¿Aún estás aquí, cansa almas?

        —¿Qué te ocurre, Muslitos?

        —¡Que no me llames Muslitos!

        —Vale, vale, Genoveva. ¿Qué te sucede?

       —Ese muro de mierda en forma de paralelepípedo que llega desde la cama hasta el zócalo

        —¿Qué le pasa?

        —Que ya está bien. ¡Lleva tanto tiempo ahí que dentro pueden haberse formado hasta fósiles!

       —Je je je. ¿No estaría mal? ¿Te imaginas la prensa? «Descubierto un austrolopiteco en...»

      —¡Vale ya! ¡Tendrás que ordenar alguna vez! ¡Ya no tienes ninguna coartada para seguir escaqueándote veinte días más!          

        —¿Cómo que no?

        —¡No! —Exclamo esbozando una sonrisa maligna que puso a prueba mi trabajada serenidad— Primero dijiste que te habías dado un golpe en el astrágalo, pero cuando el viento se te llevó un billete de cincuenta euros bien que corriste sin ningún problema. Ahí te pillé. Luego adujiste un supuesto golpe contra la roca de adorno que pusimos junto a la linde del césped, para que no se viera tanto el suelo de hormigón, y con esa excusa pasaste una semana con semblante taciturno, lloriqueando y diciendo estar maltrecho. ¡Qué morro! ¡La de suspiros que soltabas como si la fueras a palmar! ¡Y hasta algún estertor para que te hiciera caso! ¡Pero ayer te sorprendí andando bien ligero tras la vecinita mona! ¿Curación milagrosa? ¿Un sortilegio? ¡No! ¡Un morro que te lo pisas! Así que hoy te has levantado diciendo que no podías hacer nada porque te había sentado mal el guiso de cola de cerdo con zanahoria al azafrán de anoche. ¡Ya! ¡Y por eso estás ahora aquí poniéndote hasta culo de cerveza y gominolas!

        Almendras.

        —¡Cierto! ¡Que anoche con los chupitos de mamajuana te zampaste hasta la última gominola!

        —Pero, cariño…

        —¡Estoy harta de tus artimañas!

            De haber tenido un astrolabio habría comprobado la posición de los astros, pues como mi conducta no era para tanto, seguro que el furibundo parlamento de Muslitos se debía a alguna extraña conjunción planetaria. Sin embargo, no estaban las circunstancias para dedicarme a esta datificación, pues algo me decía (quizá el horrendo fruncimiento de sus labios pintados de bermellón) que su cabreo era ciclópeo, por lo que contrariarla podía llevarla a cometer cualquier desatino. Opté por cambiar de tema.

        —¿Te has fijado en qué bonitas están esa caléndula y la peonía?

        —¡Como me vengas ahora con flores te las meto por el culo, que ya está bien de tomar el pelo, joder! —anunció enarbolando la botella de vino, que aún no había hecho amago de abrir.

            ¡Qué genio! ¡Ni que yo fuera un jarrón! ¡Y a saber si semejante tratamiento provocaba impétigo o cualquier otra reacción en mi delicado pellejo! Y yo que quería ser simpático… En fin, el caso es que comenzaba a sentirme indefenso, pues Muslitos, aparte de carácter, tiene bastante fuerza, pero logré permanecer impávido y no empezar a sudar a mares. Por mi mente pasó el runrún de si ordenar todo al día siguiente no sería una alcabala demasiado gravosa para mi bienestar, cuando una libélula tuvo a bien posarse, justo en ese momento, en un nenúfar del pequeño estanque, lo cual me proporcionó la excusa para intentar sortear de nuevo el enojoso asunto que había traído al jardín a mi media naranja:

            —¡Ah, la naturaleza! ¡Mira ese animalillo, tan distante su microscópico cerebro del heteróclito conjunto de…!

            —¿Heteroqué?

            —Heteróclito. Dícese de un conjunto de cosas diversas que…

            —¡Vaya cambio de tema! ¿Pues sabes qué te digo? Que no hay nada menos heteróclito que tú, que eres cien por cien huevazos.

            La imbricación de estas opiniones con las anteriores expuestas por el amor de mi vida con la claridad y abundancia de la que acabo de dejar constancia, unida a mi sempiterno desacierto para reconducir este tipo de situaciones, acabó de alborotarme el pensamiento. Por supuesto, podía replicar airadamente en defensa de mi derecho a la holganza fantasiosa, pero no me apetecía desarrollar los entresijos de mi ciencia en pro de la Humanidad y tampoco era cuestión de entrar en un tiroteo de exabruptos, como borregos maleducados, así que opté por entibiar el ambiente con un nuevo cambio de suerte:

            —¿Te he contado el chiste del ascensorista austrohúngaro?

            Muslitos me miró como a un miserable gañán, sin decir nada, pero con un gesto tan elocuente que me sentí acorralado y, sin pensar, afronté directamente la trifulca diciendo en tono persuasivo:

            —Vamos, amor mío. No te enfades solo porque al lado de la piltra dejé hace unas semanas el anorak y cuatro o cinco cosas más.

            —¡Cuatrocientas o quinientas! Y no al lado de la cama sino, en concreto, en el suelo a los pies la cama y hasta la pared. ¡Bueno, cama! ¡Si con todo eso alrededor parece un vulgar catre! ¡Una yacija en una cuadra!

            —Bien, vale. Cuatrocientas o quinientas. ¡Tampoco son tantas, comparado con todo lo que hay por el mundo!

            Me miró con profundo desprecio, pero yo seguí quitando hierro al asunto exclamando:

            —¡Pero mujer, que estamos en primavera! ¡Mira esa entrañable golondrina! ¡Cómo vuela! ¡Qué maravilla el arpegio de sus trinos proponiendo un romance al golondrino! ¡Y dentro de nada llegará el crepúsculo con la suavidad de una goleta surcando aguas tranquilas, y el intenso arrebol de las nubes cuajará en el horizonte!

            Más que tonos rojos, las nubes, que habían ido apretujándose, ennegreciéndose y acercándose, lo que prometían era un inminente y soberbio tormentón. Más gordo aún del que Muslitos estaba descargando sobre mí. Pero sabiendo que ella era la que mandaba en casa y que yo no era más que su achichincle, a la venta del primor primaveral añadí el colofón de este generoso alboroque:

            —Por cierto, no es por querer ser entrometido volviendo a discusiones del pasado, pero he de reconocer, con toda humildad, que los caireles con elefantitos que te regaló tu amiga Úrsula no fueron un regalo tan deleznable como dije entonces, pese a que la intersección de las trompas parezca un lazo ñoño. Al revés, es una alhaja que te queda estupenda. Nunca quise ofenderte, cariñín.

            —¡Pues siempre lo haces! —Suspiró Muslitos— Sinceramente, no sé qué vi en ti. Cuando nos conocimos, por tu acento me pareciste anglosajón, hasta que me di cuenta de que ibas tan borracho que no acertabas ni a pronunciar tu propio nombre. Quizá por eso me caíste bien, pero por qué accedí luego a tener una aventura contigo es un profundo misterio que aún no me explico. ¡Y hasta hoy! Ni siquiera eras guapo o sabías silbar una melodía romántica. ¿Cómo no advertí al instante que eras un mastuerzo chapucero y muerto de hambre? ¡Pardiez, si eras tonto! Todavía recuerdo la primera vez que te invité a un restaurante, porque tuve que ser yo quien lo hiciera: cuando íbamos a brindar por nosotros con ese vino peleón que regateaste al camarero, de modo inopinado te atragantaste con una espina y tuve que llevarte corriendo al hospital, donde te tuvieron en observación dos días porque del soponcio te había subido el azúcar y se te había obstruido el colédoco. Eres rarico hasta para enfermar, hijo.

            Muslitos había dicho todo esto con voz trémula, pero con el ánimo ya algo aplacado. De haber tenido el astrolabio hubiera vuelto a escudriñar el cielo para ver qué nuevo fenómeno celeste podía haber propiciado el cambio. O quizá fuera que la peregrinación de nubes había alcanzado la vertical al jardín dejando caer una suave llovizna que estaba empapando el suelo produciendo un relajante olor a tierra mojada, el petricor ese que dice la gente culta.

            En ese momento el estruendo de dos truenos procedentes de los extremos de la tormenta formó tal batahola que la paloma que nos espiaba desde una ramita del abeto salió zumbando. Muslitos la contempló con envidia, como si el volar de los pájaros fuera una libertad completa y no expuesta a peligros tales como achicharrarse en una catenaria o cascar por beber agua insalubre en cualquier charco. En todo caso, a mí el zambombazo me sobresaltó tanto como a la paloma y exclamé:

            —¡COÑO!

            Tras ver alejarse al ave, Muslitos murmuró:

            —«Coño». ¡Mira que eres ordinario!

            —¿Y qué quieres que diga? —me mosqueé, porque empezaba a cansarme de tanta crítica—¿Chucha? ¿O quieres que me trague la virgulilla y diga una cursilería como «cono»? ¡Como ese personaje de un viejo best seller de Vizcaíno Casas, el tipo aquel con bigote: una señora tan finolis que por no pronunciar la palabra «huevos» decía «posturitas de ave»! ¡Cono! ¡Cono! ¡Cono!

            Muslitos hizo un gesto de hastío y, por no mirarme, posó los ojos sobre lo que comenzaba a mojarse en la mesilla situada junto a la tumbona donde aún yacía mi cuerpo serrano.

            —¿Qué estás leyendo?

            Me alegró que no siguiera lanzándome puyas. Mientras la tormenta de las alturas tomaba forma, la terrestre escampaba. O eso parecía.

            —Un centón con cosillas de…

            —A ver… «Lo mejor de Miguel Ángel Buj». ¿Quién es ese? No lo había oído en mi vida. Cuando digo que eres rarico para todo…

            Tan amarga observación convirtió repentinamente el interior de mi cocorota en un desierto en el que, por no haber, no había ni memoria de cómo había llegado aquel libro a mis manos ni de quién podía ser aquel sujeto.

            —No sé —Reconocí—. Pero entre la cerveza, las almendras y este libro me siento feliz. Damos mil vueltas a las cosas, pero quizá la felicidad carezca de entresijos y sea algo tan simple como no discutir con nadie y leer en un jardín.

            Comenzó a jarrear.

            Muslitos cogió el libro para que no se mojara y, apresurando el paso hacia el interior de la casa, exclamó en tono resignado:

             —¡Anda, corre! ¡Aunque tú eres de los que no se mojan ni lloviendo!

           

 

           

           


jueves, 7 de marzo de 2024

Testigo de un tiempo incierto - Javier Solana

 


Recordaré este breve libro por lo mucho que he aprendido, por los magníficos ratos que me ha hecho pasar y por cómo lo he leído: aprovechando desayunos solitarios. El cuarto de hora de lectura que aproximadamente requiere cada capítulo, el tamaño de la letra y la edición son inmejorables para leer de esta manera. De resultas, me ha costado varios meses acabar lo que casi puede leerse de una sentada, pero eso es lo de menos. Lo importante es el contenido y saborearlo y digerirlo poco a poco.

¿Y cuál es?

Pues lo que dice el título: un testimonio. Pero qué testimonio. 

Javier Solana es, posiblemente, el español que más lejos ha llegado en la política internacional en los últimos siglos. Ha estado en puestos clave en momentos cruciales, lo cual demuestra que era de la confianza de la mayor parte de la comunidad internacional, incluso de la confianza de países y bloques enfrentados o recelosos entre sí, lo cual dice mucho y bueno sobre la capacidad y honestidad que todos le reconocían. Claro que estas son mis palabras, no las suyas. Las suyas en estas páginas siempre resultan alentadoras e inspiradoras, pero nunca vanidosas o egocéntricas.

Con un lenguaje diáfano, Solana hace un repaso, no siempre cronológico, de la evolución del mundo desde que él se incorporó a la política, especialmente a la política exterior. Los cambios en pocas décadas han sido monumentales: fin de la Guerra Fría, caída del muro de Berlín, desarrollo de la globalización y el multilateralismo, paso de un mundo bipolar a otro unipolar y vuelta a otro bipolar con la ascensión de China, cambios brutales en la definición de las potencias regionales, caída de la influencia de las instituciones del viejo orden, aparición de otras nuevas a apadrinadas por los «BRICS» (Brasil, Rusia, India, China y Sudáfrica), una pandemia mundial, pasos atrás de la mano de los populismos, guerras de exterminio en Europa, redefinición de los bloques, construcción de una Europa de dimensiones inimaginables hace solo pocas décadas… E incluso ahora, nuevamente, guerras de conquista.

El libro es una maravilla por la información que da, siempre de primera mano, por la claridad con la que escribe Solana, por lo fácil que hace la comprensión de relaciones de poder complejísimas con una maraña de raíces históricas, económicas, políticas y personales de sus protagonistas, y porque no hay un solo párrafo banal: es la obra de un hombre inteligente, con un dominio de la materia apabullante gracias a lo cual es capaz de sintetizar lo esencial a un ritmo impresionante.

Aunque no claramente delimitadas, el libro tiene dos partes, o dos enfoques. El primero es la vista al pasado. Recuerdos y memoria que sirven para explicar cómo fueron las cosas y por qué fueron como fueron. Interesantísimo. Pero aún me lo ha parecido más el análisis de la situación presente, la que deriva de los últimos años, de la guerra en Ucrania, del ascenso de China, de la aparición los populismos, en especial el de Trump, de la posición de Europa… Aquí Javier Solana no se limita solo a contar y a explicar, sino que, de un modo comprometido y lúdico, expone oportunidades y riesgos. 

Grandes oportunidades, pero también, la verdad, enormes riesgos.

Imposible, ante ellos, que el lector no sienta algún tipo de apelación a la toma de conciencia de la responsabilidad individual de cada ser humano sobre el destino colectivo de todos.

Y al hablar de riesgos, porque se diría que estamos muy cerca de no saber o poder sortear unas décadas convulsas, me produce no poca inquietud algo que no por sabido es menos peligroso y que en este libro se ve claramente: el papel que juegan la personalidad, intereses y carencias de los líderes y las relaciones personales en las relaciones diplomáticas.

Me ha gustado también el perfil que, sin pretenderlo, Javier Solana ha pintado de sí mismo: un hombre comprometido con el bien común, que ha llegado lejos no empujado por la ambición sino por el trabajo incansable, riguroso, lúcido e inteligente; y, sobre todo, por la amplitud de miras necesaria para comprender al opuesto y el imprescindible pragmatismo necesario para saber que, por lejano que esté ideal, sólo se avanza paso a paso, y que el objetivo en cada momento solo puede ser dar el siguiente paso, por más lejos que tras un solo paso siga quedando el ideal.

El título es rotundo al aludir a un mundo incierto. Esperemos que las incertidumbres evolucionen a certezas positivas. Trabajemos para que eso suceda. Aunque me temo que quienes actúan en dirección contraria son más ruidosos y lo tienen más fácil, porque la irresponsabilidad no tiene el límite de la racionalidad ni el del bien común.


lunes, 4 de marzo de 2024

El último barco – Domingo Villar

 


El último barco es una de las mejores novelas policíacas que he leído, y aún podría haber sido un poco mejor de haber tenido un final más acorde con el desarrollo de la obra y no algo peliculero. ¿Por qué es tan buena? Por lo minucioso de su desarrollo, lo que le da una enorme verosimilitud; por la forma en que desde la ignorancia se abre todo un abanico de hipótesis y sospechosos sobre los que el lector se va posicionando; por el modo en que, aupada en esa meticulosidad, aparece la información de un modo completamente natural aunque en realidad perfectamente planificado por el autor; por el papel protagonista de un entorno singular, como es del de Vigo y su ría; y porque del personaje principal, el inspector Leo Caldas, acabamos sabiendo todo sin que el autor deba contar nada: le basta con dejarlo hablar y actuar para que el lector acabe conociéndolo (y conviviendo con él, gracias al detallismo) con esa afortunada y poco frecuente naturalidad con que la vida pone en nuestro camino a los mejores y más discretos amigos. 

De mis palabras se deduce ya la elevada verosimilitud de la novela. Altísima, Y como, pese a algunos elementos claramente fuera de la realidad, la sensación de realismo es también intensa tanto en la trama como en los personajes, el efecto conjunto de realismo y verosimilitud es el que acabo de decir: integración completa del lector en la historia, hasta el punto de que la mirada del lector y del protagonista apenas se diferencian. No se sabe si el lector ve a través de los ojos de Leo Caldas, o Leo Caldas a través de los del lector.

En una reseña anterior de esta saga que la muerte de Domingo Villar ha dejado en trilogía, apunté que ya antes de haber leído a Villar lo consideraba «de los míos», en el sentido de que no había sido un escritor presto a pasar por caja tan pronto como el éxito y la popularidad se lo habían permitido, sino que había elegido ser esclavo de su perfeccionismo. De ahí el lapso de nueve años entre su segunda novela y la que ahora reseño y, también, el ir y venir del texto: el anuncio de su publicación, la cancelación del proyecto, y, tiempo después, su publicación definitiva. Todo sea por hacerlo mejor, siempre mejor. A la vista del resultado, es de agradecer tanto esfuerzo y queda claro que la literatura concebida como arte o reto intelectual tiene poco que ver con la literatura industrial o de entretenimiento. La evolución de Domingo Villar desde su primera y normalita novela hasta esta tercera es enorme, y se debe, sin duda, no al amor por conseguir lo máximo, sino por darlo.

En cuanto al argumento en sí, qué mérito tiene que en una novela negra o policíaca el lector sea vea arrastrado durante centenares de páginas sin saber, si quiera, si ha habido un crimen.

Porque lo que ha habido en esta novela no es un crimen, sino una desaparición que bien puede haber sido voluntaria, y en la que la policía, Caldas y su ayudante, debe meter la nariz porque el padre de la desaparecida tiene un gran ascendiente sobre el comisario. Y ahí tenemos al dúo un tanto quijotesco de Leo Caldas y el aragonés Estévez, sin que sepamos cuál de los dos es más quijote: si el ayudante irreflexivo que confía ingenuamente en la efectividad del palo, o el inspector poco dado a lo intuitivo y estrictamente fiel al procedimiento. 

Poco más voy a añadir sobre el argumento: Leo Caldas intenta reconstruir primero los pasos y luego la vida de la desaparecida, intentando hacer luz sobre su paradero, y todo ello ocurre en un entorno descrito de forma maravillosa, pero no inocente: cuando Villar menciona algo, es por algo. Y no voy a decir más.

          También llamativo, como en las dos anteriores novelas, es el papel de la geografía: desde Vigo se puede contemplar todo el escenario del que parte la historia, y desde cualquier punto de este escenario se puede contemplar el lugar donde supuestamente continuó y es investigada. Tiene algo de simbólico este mirarse frente a frente.

Pero lo mejor es, sin duda, el amor del autor por el detalle, porque el lector no se pierda ni un minuto de la vida del protagonista y del desarrollo del caso, ni una gestión, ni una actuación, ni un dato, logrando que las dudas y emociones del personaje y del lector corran parejas de un modo magistral. El lector se deja llevar por la acción, que transcurre a ritmo constante, pero con efectos acumulativos, y en ningún momento se ve interrumpido por las frecuentísimas admoniciones y filosofadas de andar por casa que pueblan otras novelas de este género, lo cual no impide que El último barco sea una novela profunda. Lo es gracias a que la exposición de los hechos exige un ejercicio intelectual para hilar cabos y hacer y refutar hipótesis; es decir, valorar conductas humanas; la profundidad así lograda es mucho mayor que en todas esas obrillas a las que he aludido, que lo fían todo a las monsergas sabihondas de sus personajes desencantados.

En resumen, una gran novela en todos los sentidos: hasta en longitud (y peso, ¡más de un kilo la edición de Siruela). Pero 707 páginas son pocas cuando se disfruta como yo lo he hecho.

Un penúltimo comentario que no me resisto a hacer: el modo en que te absorbe la lectura es tal que te olvidas por completo de la primera página. Cuando, al final del libro, vuelves a ella, te das cuenta del modo en que Domingo Villar ha estado jugando contigo: ¡desde la primera línea había dado una clara ventaja al lector sobre Leo Caldas y, sin embargo, el personaje ha ganado la partida!

La gran pena, es inevitable reconocerlo, es el vacío que deja la pronta e inesperada muerte de Domingo Villar. Lees esta novela y, de tan real como la has vivido, sientes asombro e incredulidad ante la idea de no volver a estar con Leo Caldas por Vigo y sus alrededores. La triste incredulidad que sufren los amigos y familiares cuando alguien muere joven e inesperadamente, como fue el caso de Domingo Villar, es también la incredulidad de quienes no lo conocimos, pero hemos llegado a vivir intensamente la historia de un personaje que, con su autor, ha muerto inesperadamente para el mundo literario. Así que aquí estoy, sumido en esa incredulidad y en el confuso vacío de la ausencia imprevista e irremediable de un personaje que ha resultado apasionante y de un autor al que he conocido y admirado después de su muerte hasta tal punto que la lamento sobre todo porque ya no tendré la ocasión de admirarlo aún más. Viendo su evolución, ¿hasta dónde hubiera sido capaz de crecer? Tras esta novela, Domingo Villar nos dejó huérfanos de admiración.


jueves, 29 de febrero de 2024

La playa de los ahogados – Domingo Villar

 


Dije en la reseña de Ojos de agua, la primera novela de Domingo Villar, también protagonizada por el inspector de la Policía Nacional Leo Caldas, que parecía una novela de prueba, de «a ver si puedo ser escritor», de «a ver si alguien me publica», y que usaba varios recursos e inspiraciones reconocibles y no especialmente originales. Dije también haber leído que La playa de los ahogados, segunda novela, había sido la confirmación de Villar como escritor, y ahora que la he leído no tengo ninguna duda: más allá del protagonista y su entorno personal y geográfico, nada tienen en común estas dos primeras obras. La playa de los ahogados está, literariamente, a un nivel muy superior, aunque no culminó la evolución de Domingo Villar, porque El último barco, que también he leído ya en el momento de escribir estas líneas y reseñaré pronto, es aún mejor que esta buenísima novela.

En una playa próxima a Vigo, la de Panxon, separada de otra playa similar al norte (la de otra pequeña localidad, Patos) por la estrecha franja de tierra que une la costa con el promontorio de Monteferro, aparece el cadáver de un pescador ahogado. La primera impresión apunta a un suicidio, pero… Pero hay algunas cosillas que aclarar, por si las moscas.

Así es como el inspector de policía Leo Caldas y su ayudante, el aragonés un tanto brutico Rafael Estévez, entran en un pormenorizado ir y venir en el que preguntando a unos y a otros intentan reconstruir los últimos pasos del muerto, sus relaciones y, sin pretenderlo (ellos, que no el autor) acaban alumbrando un magnífico retrato de esa zona de Galicia, de la dura profesión de pescador y de las otras a ella vinculadas.

A diferencia de lo que ocurre en Ojos de agua, el papel del efectismo y las casualidades queda muy al margen, y la novela toma el rumbo que se consolida en la tercera: investigaciones según el protocolo, minuciosas, detalladas hasta convertir al lector en la sombra de Caldas, de modo que personaje y lector conocen las cosas y sacan conclusiones al mismo tiempo. Nada que ver con los «héroes» novelescos tan dados a la intuición y a saltarse las normas. Pero que no suene aburrido: es todo lo contrario, porque junto a la información el lector comparte con los personajes la tensión por avanzar que se traduce en extenuantes jornadas de trabajo y en largas y satisfactorias horas de lectura.

      Me gusta que Domingo Villar no cuente cómo es su personaje, sino que deja que este se retrate. Por ejemplo, jamás se dice que no conduzca o no sepa conducir, o que se maree en coche, pero a lo largo de las novelas se hace tan evidente como cierto amor por la gastronomía local que tampoco se explica: se ve.  Agradezco mucho esta forma de escribir, que no toma por tonto al lector y que le facilita la inmersión en la novela, haciendo de él no un oyente del autor sino un testigo de la historia. 

¿Y qué más? Pues ocurre que, al husmear en la existencia del muerto, la investigación saca a relucir personas del pasado y, con ellas, algún «misterio» más que adopta la forma de obstáculo para la investigación o, dicho de otro modo, no siempre la policía encuentra a quien busca, y a veces al buscar una cosa acaba encontrando otras. A partir de aquí, la novela, de un modo firme pero tan sólido que el lector no se da cuenta, comienza a contar dos historias que en realidad son una, y que convergen en un final inteligente y al que solo le falta un pelín para estar totalmente bordado. El pelín lo suple, como en la primera novela, un recurso fácil: una confesión «emocional» que cualquier culpable real se hubiera ahorrado..

Una novela mucho más que buena, buenísima, alejada de la típica y tópica novela policial, donde el autor aprovecha un suceso no solo para crear una trama entretenida y enriquecedora, sino, sobre todo, para pintar un cuadro de una tierra, unos paisanos y unas profesiones en decadencia que forman parte de un mundo a punto de extinguirse. Merece la pena asomarse a estas páginas para admirarlo y conocerlo. Si a menudo se dice que la literatura es una forma de viajar, hacerlo con «viajes Domingo Villar» es una gran elección.




lunes, 26 de febrero de 2024

La masacre olvidada – Andrea Camilleri

 


El título haría más justicia a la realidad si fuera «Otra masacre olvidada» porque realmente son pocas las que recordamos e incluso, estos días podemos verlo, las hay que nos esforzamos en ignorar pese a la heroica insistencia de algunos en recordárnoslas.

La masacre olvidada es la tercera obra que Andrea Camilleri publicó en su vida. Fue en 1984. La primera que no es una novela. En mi opinión quiso emular a su admirado paisano, Leonardo Sciascia, sin conseguirlo.

Lo digo porque el método de Camilleri en esta obra recuerda al de Sciascia:  a partir de un hecho histórico al que se aportan una serie de datos obtenidos con cierto rigor, pero no con rigor científico, se elucubra sobre la razón de ser de las cosas. Pero, así como Sciascia se fijaba en razones más trascendentes y enraizadas con la historia o causantes de ella, Camilleri se limita a echar algo de luz en un suceso violento y dramático pero históricamente intrascendente, acaecido en 1848 en su localidad natal, Porto Empedocle, del que su abuela guardaba «memoria heredada». Esta memoria y el husmeo en varios registros le permiten centrarse en la muerte de 114 prisioneros en un torreón fortificado en la costa. Pese a que la sinopsis también alude a la ejecución de quince agricultores acusados de mafiosos y terratenientes en una localidad cercana, el grueso de esta poco gruesa obra se centra en lo primero.

Aunque sea muy loable el intento de Camilleri de que todos estos inocentes no caigan en el olvido (la obra concluye con la relación de los 114 muertos, incluyendo su edad y localidad de nacimiento), se trata de un empeño poco justificado, porque el término «masacre» induce a pensar en una carnicería voluntaria y hasta planificada; desde luego, nada en defensa propia; mientras que la masacre de este libro es propiciada primero por el despiste o la incompetencia y, segundo, con el modo entre desesperado y salvaje con que las personas podemos actuar en defensa de nuestro propio pellejo. El dilema moral no es el mismo cuando los autores de una masacre creen estar defendiendo su propia vida que cuando no es así.

En cualquier caso, se trata de un libro un tanto caótico, como si hubiera sido poco trabajado (sobre todo en comparación con otras obras de Camilleri) y en el que las pinceladas de humor, habida cuenta del tema tratado, no deja de ser humor negro. Si Camilleri no hubiera alcanzado la celebridad que alcanzó, este libro jamás hubiera sido traducido y publicado a estas alturas, sino que se hubiera quedado en aquella primera edición, hace cuarenta años, en la pequeña editorial local a la que Camilleri fue fiel.

Eso sí, en esta tercera obra queda patente ya, como en las dos primeras, una constante en la obra de Camilleri: la denuncia de la impunidad que proporciona el poder político y económico y el modo en que las culpas de los poderosos son pagadas, siempre, por los que están abajo. El pueblo, para el poderoso, siempre ha sido carne de cañón. Esta es, quizá una gran diferencia con Sciascia: mientras que Leonardo Sciascia tiene obras que demuestran cómo se manifiesta la historia, en un momento concreto, aplastando al infeliz, la conclusión de Camilleri es siempre la misma sea cual sea el momento histórico que trate; es eso lo que le importa, mucho más que cómo la gran historia afecta a las historias individuales. Sciascia trata de demostrar. Camilleri, de denunciar.


jueves, 22 de febrero de 2024

Los que no perdonan – Alan Le May

 


Hay personas que merece la pena conocer. Una de ellas es la culpable de que haya leído este magnífico libro. No esperaba nada, pero me llegó un paquete que, por la pinta, no podía ser sino un libro. Y al disponerme a abrirlo esperaba cualquiera menos este. ¿Por qué? Porque el western como género literario era completamente desconocido para mí. Solo, allá por el Paleolítico, había leído algunas novelas de bolsillo (literalmente de bolsillo) que para entonces ya eran viejas: Marcial Lafuente Estefanía, Francisco González Ledesma (Silver Kane) y algún otro. De ellas no recordaba más que el placer de la lectura.

Bueno, pues Los que no perdonan es un novelón colosal, con tintes de epopeya, que no creo que nadie se arrepienta de leer. Quizá, eso sí, a quienes tengan ya unos cuantos trienios en esto de andar por el mundo les resulte más sencillo imaginar cuanto describe, porque hay una generación de españoles (la mía) que creció viendo películas «del oeste» en la televisión: las había cada dos por tres. Era inevitable no verlas. También es probable, claro, que eso condicione la libertad de la imaginación.

En cualquier caso, para un chaval aquellas lejanas películas y novelitas eran más atractivas por lo que de acción tenían que por los aspectos emocionales o históricos. En cambio, ahora, al leer esta novela la importancia de las cosas se invierte. Más allá de los controvertidos y poco sensatos juicios del presente sobre el pasado, la colonización de una gran parte de Estados Unidos tuvo aspectos épicos (que no están reñidos ni con lo sangriento ni con lo truculento): nativos que luchaban por su supervivencia (y a veces también entre ellos) frente a inmigrantes tan empobrecidos y desesperados que, sin absolutamente nada que perder y azuzados por la ilusión de la prosperidad, estaban dispuestos a morir para defender la posibilidad de morir trabajando o para defender su pedazo de terruño.

Aunque lo de «terruño» es un decir, claro. Las fabulosas extensiones de aquel territorio (en concreto, esta novela transcurre el Texas, un lugar con planicies eternas que se pierden en el horizonte produciendo una sensación de soledad inmensa y, a mi modo de ver, enloquecedora) permitían una forma de explotación ganadera que nunca antes se había dado y nunca luego se volvió a dar: unas cuantas décadas singulares e irrepetibles en territorios tan amplios que no se llegaba a formar la sociedad ni, por supuesto, alcanzaban a controlar las autoridades. Un sálvese quien pueda.

La novela tiene el valor añadido de referirse a una época (1870) que fue vivida y sufrida por el abuelo de Alan Le May (1899-1964). De boca de quienes las vivieron, el autor debió de escuchar muchas historias intensas en su infancia y juventud.

La novela cuenta la historia de una familia de colonos dedicados a la ganadería. Una madre esforzada y sacrificada, tres hijos varones y la menor, una hija que, ella no lo sabe, fue rescatada y adoptada por vía de hecho. Se sospecha que pueda tener sangre india, lo cual es un doble problemón: los expone a la marginación ante los suyos, pues existe un racismo rampante basado en la disputa a muerte, literalmente, por los recursos, y a la ira y reivindicaciones sobre ella de los nativos, si llegan a considerarla una de ellos. Aparte, claro, del trauma que Raquel puede sufrir si se entera de que no es quien cree ser. El padre, una figura de referencia, falleció durante un traslado de ganado, al no poder vadear un río. Los hijos varones son todos muy jóvenes y con personalidades muy diferenciadas y acusadas. También tiene una personalidad muy definida Raquel, que ronda los 17 años pero que, a diferencia de sus hermanos, está sobreprotegida y relegada al trabajo doméstico en una casa que apenas es más que las cuatro paredes de una cueva cerrada. Entre ella y su hermano mayor, que ha asumido el rol del padre, existe una atracción que navega entre lo fraternal y lo incestuoso.

En el quinto pino vive otra familia de colonos con la que no les queda otros remedio que compartir intereses, que no afinidades. Una familia algo más torpe, con una madre con problemas de movilidad (ya verá el lector por qué) y un padre no mucho más pimpante, que apenas puede desplazarse si no es en carro. A falta de más población, la hija, a la que se concede mucha más libertad que a Raquel, parece predestinada a casarse con el hijo mayor de la familia protagonista, lo que la aboca a la rivalidad con su futura y joven cuñada.

Y a partir de aquí, con una gran prosa, concisa y elegante, y maravillosamente enmarcada en las costumbres recién forjadas y en los usos de tan singular forma de ganadería, la historia: ¿se sabrá el origen de Raquel? ¿Si se llega a conocer, cómo afectará a las relaciones de vecindad y con los indios? ¿Qué diablos pasará cuando unos y/u otros averigüen el pastel, y más teniendo en cuenta cómo se solucionan los problemas en ese entorno? La acción cabalga (permítaseme el verbo) entre esas dudas y las situaciones de tensión que acaban siendo causa o consecuencia de su resolución; situaciones, además, que implican una carga emocional enorme para el lector al poner en riesgo la vida de los personajes en un juego duro y hasta diabólico que combina todo lo que acabo de citar con los calendario de traslado de ganado y otras actividades de modo que… Bueno, quien quiera saberlo, que lea Los que no perdonan. Solo diré que tal y como es la historia, el título está más que justificado: perdonar cuando se vive tan al límite, a veces tiene más de estupidez que de generosidad.

El autor consigue recrear magistralmente la atmósfera de soledad y desvalimiento de una vida tan sacrificada y esforzada, el espíritu tenaz necesario para hacer de la adversidad un modo de vida del que sentirse orgulloso y, por supuesto, al final, la angustia, el terror y la sinrazón, y entre medio también la valentía y el coraje.

La novela fue llevada al cine por John Houston, que ya antes había llevado a las pantallas la obra más famosa de Alan Le May, The Searchers (cuyo título en España, fantástico, fue «Centauros del desierto»). Para quienes tenemos los trienios que antes mencionaba, leer Los que no perdonan es como ver una película del oeste como nunca antes lo habíamos hecho: metiéndonos en la acción como si estuviéramos dentro de la pantalla. Así podemos ensuciarnos con el polvo, sufrir la sed que provoca, analizar, reflexionar, ver, sentir y hasta oler todo lo que en el cine pasa desapercibido salvo para los estudiosos capaces de ver veinte veces la misma película hasta extraer todo su jugo.

Una gran novela muy bien editada por Valdemar.

        Llegado a este punto solo puedo terminar esta reseña de una manera: dando gracias a la amiga que me regaló Los que no perdonan. No debía haberme regalado nada, pero yo, a diferencia de los personajes y dadas las circunstancias, se lo perdono sin dudar.




martes, 20 de febrero de 2024

Bichos - Miguel Torga

 



Los libros de relatos son arriesgados, porque la independencia y las diferencias entre ellos con frecuencia afecta a la continuidad de la lectura. No ocurre esto con Bichos, una magnífica recopilación de catorce relatos del portugués Miguel Torga (1907-1995) que he leído sin darme cuenta, y que es muy diferente (más amena, con un registro completamente diferente pero también de gran calidad) a la otra obra suya que he reseñado aquí: Piedras labradas

          Publicado cuando Torga tenía solo 33 años, todos, o casi todos los relatos de Bichos tienen el común el protagonismo de algún «bicho». Alguno, como el sapo, está más cerca de la carga peyorativa del término que los animales domésticos o domesticados, pero es que quizá lo que haga de ellos más «bichos» que «animales» sea su humanización. Y es que el término «bicho» también tiene cierta carga cariñosa: los bichos, a diferencia de las alimañas, son inofensivos.

          Unos relatos casi parecen humorísticos; otros, poéticos; algunos, realistas… todos con un tono de fábula que deriva de la humanización señalada. 

          Merece la pena rodearse de «Bichos», con comillas.


jueves, 8 de febrero de 2024

Una historia ridícula - Luis Landero

 


¿Recuerdan ustedes el afectado lenguaje de Ceferino, el detective loco de Eduardo Mendoza, o el de Ignatius J. Reilly en «La conjura de los necios», o el de Lorencito Quesada, el protagonista de «Los misterios de Madrid», de Antonio Muñoz Molina, o, modestamente, el de Ajonio Trepileto en mis dos primeras novelas, si es que alguno de mis lectores alcanza a leer esta reseña?

Bien, pues Marcial, el indiscutible protagonista de Una historia ridícula forma parte de esa tradición de redichos incompetentes cuya elocuente verborrea es tan prodigiosa como su torpeza social y tan enrevesada como estrafalario el razonar el personaje.

Y es que Marcial, que nos narra en primera persona sus propias cuitas, desde la primera palabra hasta la última nos ofrece un relato que resulta divertidísimo y jocoso por dos motivos compartidos con las novelas que antes he citado. Primero, porque es el único que no se entera de lo tonto que es, cosa que sí advierte el resto de personajes y, por supuesto, el lector; y, segundo, porque intentan suplir sus carencias con un lenguaje tan trabajado que resulta ridículo, más aún cuando cree estar consiguiendo su propósito de guardar las apariencias sin ser así. El lenguaje, de esta forma, pasa a ser un recurso humorístico más. Y fundamental.

Marcial nos cuenta una historia de amor. Su historia de amor. Porque el pobrecico sufrió un fechazo/cañonazo/misilazo al cruzarse en su vida una chica «de familia bien» que le hizo tilín, tolón y ding dong a él, esforzado trabajador de un matadero que, gracias a su mundo e inteligencia, ejem, comprende y acepta no sin rebeldía que hay tareas más glamurosas que otras, y que a estos efectos no es lo mismo regentar una sala de arte que andar degollando gorrinos. Pero la aventura de Marcial y lo que nos hace reír de ella no es esa ambición de ser equiparado a los demás, porque a fin de cuentas la chica no lo rechaza ni por su origen, ni por su trabajo ni por su condición; al contrario, le da cancha y solo la alarman sus rarezas. La aventura de Marcial es consigo mismo, con el peculiar modo en que interpreta el mundo, con las vueltas y vueltas que dan en su cabeza los más insignificantes detalles en busca del automartirio que justifique sus infinitos complejos. Cada duda evoluciona a problema; cada problema a dilema; y cada dilema a una decisión absurda y expeditiva, porque si de algo quiere convencernos Marcial es de su marcialidad, de su firmeza de carácter, de la claridad de sus ideas… O sea, de todo aquello de lo que carece.

En esta historia de amor Marcial deja claro cómo es, y sus complejos quedan de manifiesto cuando quiere presentarse de otro modo para ser aceptado en la «selecta» sociedad de su amada. Pero la mona vestida de seda acaba haciendo monerías, y estas desembocan en un final inesperado, fortísimo en relación a lo narrado hasta entonces, e ingenioso.

La historia de Marcial, un idiota naufragado en su propia estupidez, es ridícula porque Marcial lo es, y porque el propio final es ridículo habida cuenta de la inocencia con que había discurrido todo. Lo que no es ridículo es leer esta estupenda novela de humor inteligentísimo, de la que termino destacando, porque me ha fascinado, el modo en que, sobre premisas lógicas y argumentos sólidos, Marcial llega a las disparatadas conclusiones que orientan su existencia, o, mejor dicho, que la desorientan hasta la perdición.