En este blog solo encontrarás reseñas de libros que en algún momento me ha apetecido leer. Ninguna ha sido encargada ni pedida por autores o editores, y todos los libros los he comprado. En resumen: un blog de reseñas no interesadas para que sean interesantes.

lunes, 21 de octubre de 2024

Vulva - Irene Herrero Miguel

 


Es complicado reseñar la lectura de una obra teatral porque el teatro se escribe para ser representado, no para ser leído. Por eso, la capacidad del lector para «escenificar» lo que lee puede afectar al juicio que le merezca la lectura. O, dicho en otras palabras, si no haces el necesario esfuerzo para «poner bien en escena» mentalmente lo que lees, mejor no leas teatro.

En cambio, si te cuentas entre los capaces de hacer ese esfuerzo, agradecerás leer Vulva.

El título, si no sabes nada sobre el argumento, tiene más de provocador que de denuncia, aunque en realidad es una denuncia que, si en algo pretende provocar, es para atraer sobre ella la atención que merece.

Vulva está inspirada en un caso real. En 2019, una mujer de 32 años, Verónica Rubio, casada y con dos hijos, que trabajaba en una gran empresa industrial en la que había merecido cierta carrera profesional, se encontró de la noche a la mañana con que entre sus compañeros se había difundido, por Whatsapp, un vídeo sexual suyo grabado cinco años atrás. Al parecer, lo compartió un hombre con el que entonces había tenido una relación. La dinámica que puso en marcha este hecho terminó con el suicidio de Verónica Rubio.

En Vulva Verónica es Lucía, y no trabaja en una cadena de montaje sino en un colegio. Es profesora. Una profesional joven y competente, que trabaja y vive con normalidad. Está casada y tiene hijos, pero el matrimonio no siempre fue bien, hubo una separación de hecho y, durante ella, tuvo una relación con un colega al que le envió un vídeo suyo imaginad de qué naturaleza.

Vulva expone detalladamente, unas veces a través de diálogos y otras a través de narradores que completan la escena, el angustioso proceso por el que la víctima de un delito se convierte en culpable. Y, como culpable, en apestada. Un proceso angustioso por lo que de injusto tiene y, sobre todo, por la impotencia para detenerlo.

Porque sí, hay un autor material del delito, aquel que se cargó la intimidad de Lucía compartiendo un vídeo con… ¿una, dos, tres personas? pero el siguiente atentado contra ella está formado por todos y cada uno de los siguientes reenvíos y reproducciones de ese vídeo. El criminal, ahora, es un conjunto indeterminado de personas entre las que pocas o ninguna tiene conciencia de estar haciendo algo tan grave como para provocar una muerte. Antes al contrario, compartir y comentar les parece algo entretenido e incluso jocoso. Y lo que no mueve esa irresponsable inconsciencia, lo impulsa el morbo, la curiosidad o los afanes censores, es decir, destructivos. 

    Ninguna hormiga te mata de un mordisco, pero entre todas las del hormiguero no dejan de ti más que los huesos. ¿Qué hormiga te ha matado? ¿Todas o ninguna? Está claro que entre todas. Pero la claridad que vemos en este ejemplo no la vemos cuando somos nosotros las hormigas. Los asesinos.

    Vulva es una llamada a la responsabilidad en una época en la que es tan sencillo destruir a los demás que podemos llegar a hacerlo hasta sin darnos cuenta. Y hasta por hábito.


jueves, 17 de octubre de 2024

El silencio y la cólera – Pierre Lemaitre

 

Estupenda novela con, ejem, ejem, estupendo marcapáginas


Trilogía Los años gloriosos, 2


No leáis esta magnífica novela sin haber leído antes El ancho mundo. Aunque en las 569 páginas (que me he zampado en 72 horas de tanto como me ha gustado) el mundo es bastante menos ancho: la familia Pelletier ha pasado por cierto embudo geográfico que ha situado a los hijos en el París de los años 50 del siglo XX y a los padres aún en Beirut.

Los hijos ya no son cuatro, sino tres, y El silencio y la cólera aborda, sobre todo, la historia de Jean, el inepto, pusilánime, sicópata y acomplejado hermano mayor, y de Hélène, la hermana pequeña, que es una joven periodista con un espíritu moderno, avanzadilla del espíritu feminista desplegado en las décadas posteriores. El otro hermano, François, opera como pegamento en esta novela, como también lo hace al matrimonio Pelletier. 

Este pegamento, que no es sino consecuencia de los lazos familiares, es fundamental, porque es el que permite dar unidad a historias independientes que acaban interrelacionadas a través del parentesco.

Quienes hayan leído El ancho mundo (espero que todos los que acometan esta lectura) enseguida recordarán cómo quedaron algunas cosillas en esa novela: ¿qué pasará con Jean y sus raptos de locura? ¿Qué sucederá con sus negocios, comandados por un inútil como él, a su vez presionado hasta el delirio por una esposa ignorante, histriónica y patológicamente dominante? ¿Cómo evolucionará la relación de Françoise con Nine y su carreta periodística? ¿Cómo acabará ganándose la vida Hélène?

Pero El silencio y la cólera nos cuenta, también, la a un tiempo bella y triste historia de un pueblo llamado a desaparecer bajo las aguas de un embalse. Hasta él se va la pequeña de los Pelletier para hacer reportajes, de modo que la novela, girando en torno a esta historia ajena a los protagonistas y con los suyos propios, permite un ir y venir entre las vidas de todos ellos a través de actos y situaciones que van preparando un nuevo escenario emocional que, supongo, será el punto de partida de la tercera novela de la saga. Todo ello, por supuesto, dejando en el lector un hambre atroz de saber más, porque de igual manera que Lemaitre espolvorea magistralmente (¡y sin que apenas se note!) elementos que despiertan la curiosidad y en ansia de saber qué va a suceder, ha dejado para esa tercera entrega cuestiones mollares que no menciono para no estropear la sorpresa a quienes son amantes de ellas.

La escritura, como es lógico (y las expectativas lo agradecen) es hermana gemela de la de la primera novela. A un constante ritmo allegro andante, con un lenguaje claro, llano, muy eficaz y articulado con exquisitez (¿o debería decir elegancia engañosamente sencilla?) Lemaitre logra que el lector viaje por estas 569 páginas a velocidad de crucero, una velocidad adecuada para no perderse nada del paisaje, pero, también, para no tener que ocupar el tiempo despistándose o mirando algo dos veces.

Un libro para disfrutar de la lectura. 


lunes, 14 de octubre de 2024

La noche será negra y blanca – Socorro Venegas

 



México. Protagoniza esta breve y gran obra una joven periodista: Andrea. Su padre la abandonó a ella y a su madre alrededor de una década atrás. En algún momento que poco a poco va quedando claro, algo sucedió con el hermano pequeño. Si eso tiene o no que ver con aquel abandono, también tarda en saberse.

La novela comienza cuando, tras tantos años de silencio e ignorancia sobre su vida y paradero, el padre se pone en contacto con la hija para pedirle que vaya a verlo a Denver. 

La hija duda y la madre no está por la labor. Pero ambas tienen dudas, cada cual las suyas y de distinta intensidad. Y, sobre todo, cada una tienen sus propios recuerdos, que a su vez motivan rencores y expectativas diferentes.

Mientras Andrea decide qué hacer, tiene ocasión de reunirse con asiduidad con un viejo escritor para hacerle una larga entrevista, a cuyo fin se mantienen los vínculos necesarios para seguir visitándolo. El caballero lleva fama de inaccesible, y su comportamiento, aunque deferente con Andrea, deja clara la jerarquía que establece entre ambos. Esta relación es clave en la novela, porque es el escritor quien consigue influir en Andrea para que aprenda, o al menos intente, digerir un pasado que nunca ha dejado de darle vueltas en lo más profundo del estómago.

Si Andrea va a ver a su padre y qué sucede, lo sabrá quien lea la novela, cuyo interés radica precisamente en las reflexiones que inspira sobre el modo en que abordamos lo incómodo, lo indigesto, lo traumático; en las reflexiones sobre la importancia de hablar, de ver, de escribir; o, lo que es lo mismo, de exponer y analizar para comprender. Aunque, claro, para todo ello suele ser necesario, primero, actuar. Es decir, dar la cara para poder preguntar, dialogar, explicarse, recibir explicaciones… saber.

Saber también que, al final, cada persona vive una misma realidad de modos muy diferentes porque diferente es la posición de cada cual.


jueves, 10 de octubre de 2024

De qué hablo cuando hablo de escribir - Haruki Murakami

 


A lo largo del tiempo Haruki Murakami escribió una serie de reflexiones más o menos inconexas sobre su posición ante la escritura que acabó publicando, tiempo más tarde, en una revista. Esas reflexiones, y cinco más escritas para la ocasión, forman este libro que, gracias a esa labor de adecentamiento, tiene una estructura más o menos sólida. Así, el refrito (Murakami afirma que jamás ha escrito uno) se limita al tono, el cual, pese a la confesada armonización, no ha acabado de cuajar como único, y en algunos capítulos es desabrido. Llama la atención, por lo militante y la falta de rigor, el capítulo dedicado a la escuela.

Al «lector vulgaris» probablemente este libro le parezca un poco muermo, porque el contenido responde, más que a su título, al de «De qué hablo cuando hablo de escribir yo». Es decir, Murakami cuenta su experiencia, que está mediatizada por su carácter (al cual con frecuencia se refiere como una fatalidad contra la que no merece la pena luchar), sus gustos, sus circunstancias y todas y cada una de las situaciones que individualizan una carrera literaria. Por supuesto, hay montones de experiencias compartidas con más o menos intensidad por cualquiera que haya escrito algunas novelas, pero no es el caso de la mayoría de los lectores.

Quien, como es mi caso, sí ha escrito unas cuantas (y hasta he llegado a publicar tres), disfrutará bastante de muchas de las cosas que cuentan estas páginas y mirará otras con pasmo, envidia o realizando examen de conciencia. También hay una parte que enlaza con los cotilleos que casi todos conocemos en torno al autor. Entre las primeras, entre las cosas a disfrutar, destaco las reflexiones sobre el modo de escribir, de corregir, de afrontar la construcción de una novela, de enfrentar el oficio de escritor o de reaccionar ante las críticas. Entre las segundas, resulta admirable la determinación de Murakami para llevar su vida por donde ha querido, pero difícilmente puede uno ponerse en su pellejo porque, como él mismo reconoce, su trayectoria es deudora, también, de un talento que no sabe muy bien de dónde ha salido y de un conjunto de afortunadas casualidades, además, por supuesto, de decisión y trabajo duro. Como todos los autores (menos cuatro gatos en todo el planeta) somos perfectos desconocidos o conocidos locales prontos a pasar al olvido, la lectura de este libro produce cierta desazón: dando por descontado que no hay escritor que no crea tener un mínimo de talento (se equivoque o no), dando por descontado, también, que ninguno podrá quejarse si no ha trabajado duro, si no ha sacrificado todo lo sacrificable para hacer lo que quiere hacer y hacerlo lo mejor posible, lo cual, por cierto, no hace casi nadie... dando todo eso por descontado, digo, comprobar que aun, en los excepcionales casos en que se une el talento con la decisión y el trabajo sacrificado, estás en manos de la diosa chiripa, es como pensar que tu futuro depende de que sea premiado un número de lotería que has comprado a cambio de tu vida y la de los tuyos.

En cuanto a la parte cotilla del libro, es más interesante por lo que calla que por lo que admite. Habla de su suerte, al encarrilar su carrera literaria gracias al premio que recibió su primera novela (por cierto, envió el original y no conservó copia) pero luego cuenta su amarga experiencia por no recibir no sé qué otro premio cuando todo el mundo a su alrededor esperaba que lo consiguiera. Y no menciona el Nobel, ni habla de la parte política o comercial de los premios, ni de los premios que no lo son. Sí habla de sus críticos, pero sin dar a ninguno la gloria de mencionarlo, y aunque siempre concluye que todo ha sido para bien, hasta los coscorrones, se nota que muchos de ellos aún le duelen, y que le duelen más de lo que confiesa. Por último, dentro de los cotilleos por omisión, llama también la atención que prácticamente no nombre a su familia, salvo para decir que su esposa es su primera correctora.

El resumen de su «secreto» vendría a ser el siguiente: haz todo lo necesario para conseguir las cosas, asume todos los riesgos, sacrifica todo lo que haya que sacrificar, desde la vida social a la familiar, y luego, a la hora de escribir y de afrontar la vida, olvídate de todo y espera a que todo fluya con naturalidad. La «naturalidad» es el valor supremo de Murakami. Aunque no llegue a expresarlo, la menciona constantemente.

Lo cierto es que Murakami es un autor de fama mundial, que primero alcanzó grandes cifras de ventas en Japón (hasta dos millones de ejemplares en alguna de sus obras) y para cuando, según él, conquistó la fama en el resto del mundo «partiendo de cero» en Estados Unidos (lo cual cuenta como si los logros anteriores hubieran carecido de todo peso), ya era aun autor muy vendido incluso en Rusia. Una carrera peculiar de un tipo peculiar que escribe una literatura peculiar, muy suya, fácilmente identificable, y al que envidio porque lleva el modo de vida retirada que me gustaría poder llevar a mí: cada día algo de deporte, escritura y lectura, y que le den morcilla al resto.

Claro que yo no tengo su talento ni su osadía.


jueves, 3 de octubre de 2024

Cumplas compartidas – Michael Hjorth y Hans Rosenfeldt

 



Serie Sebastian Bergman, 8


Creo que cada vez que he hablado de esta saga he dicho lo que voy a repetir ahora: escribir a cuatro manos suele estar abocado al desastre (¿verdad, Camilleri y Lucarelli?) salvo en los contados casos en que la compenetración, el buen hacer, la implicación sin reservas y la fe en el proyecto común es de tal intensidad que las ideas, más que sumarse, se multiplican. 

Es extraño encontrar algo así en literatura. Sin embargo, es el método de trabajo habitual entre guionistas, sobre todo en el caso de series, que por su longitud y premura (en caso de éxito) requieren un manantial de ideas de caudal regular. Es lo que son Michael Hjorth y Hans Rosenfeldt, guionistas, y hay que reconocer que saben hacer su trabajo y que este se nota en sus novelas: son muy televisivas, o cinematográficas.

Dicho lo cual no me queda mucho más que añadir sin volver a repetirme, la verdad, porque Culpas compartidas, la octava entrega de la serie del psiquiatra forense Sebastian Bergman, tiene todo en común con las anteriores: la escritura absolutamente correcta, sin excesos, ni divagaciones, ni ineficacias ni fallos pero también sin alardes, en la que la eficacia comunicativa prima sobre cualquier aspecto parecido al arte, que ni se busca ni se encuentra tampoco por casualidad. Y esa escritura simplemente eficaz, pero muy eficaz, sustenta una historia ágil, dividida en capítulos cortos que animan a leer más y más, construida entrecruzando varias otras historias agitadas y emocionalmente intensas, de modo que no hay capítulo que termine sin dejar al lector con la miel en los labios y la promesa de saciar su apetito si sigue leyendo.

¿Qué historias se entrecruzan?

La primera, la de un nuevo asesino en serie. ¡Qué socorridos son en la literatura pese a ser casi inexistentes en la realidad! Un asesino que, nuevamente, reta a Bergman. Un duelo peliculero en el que parece que siempre gana el bueno, pero en realidad nunca es así, porque el bueno suele ser lo bastante incompetente como para que el malo, que muy listo no parece, deba reincidir para ir dejando nuevas pistas. A fin de cuentas, si no lo identifican ¿cómo va a presumir de haber ganado nada a nadie? ¡Ay, la vanidad! ¡Hasta los locos ficticios la tienen!

La segunda, que es mollar a estas alturas de la saga porque Bergman lleva penando 2400 páginas la muerte de su hija Sabine, de tres años, en el tsumani de Tailandia en 2003, es qué pasó realmente entonces. Quedó apuntando al final de la séptima novela de la saga y, lógicamente, quienes habíamos llegado hasta ella no nos íbamos a quedar sin saber más. Y aquí hay más aunque no cuente qué para no reventar nada a nadie.

La tercera tiene que ver con personajes bastante chiflados que vuelven, como también quedó apuntando al final de la anterior novela. ¿Verdad, Elinor? El papel que juega este personaje en esta entrega es brillante. Para felicitar a los autores. Me pregunto desde cuándo lo tendrían previsto. Si reapareció para hacer lo que hace en esta novela o si primero decidieron traerla de vuelta a la escena y luego pensaron en cuál podía ser su papel.

Y, finalmente, Billy. O, por ser fiel a este libro, «el puto Billy», que anda penando por las consecuencias de ser un matarife y está dispuesto a asumirlas todas… Menos una.

De fondo, claro, la verdadera historia, que como siempre no es la del caso concreto resuelto en la novela sino la de los personajes que la pueblan: Bergman, Vanja, Úrsula, Torkel, Billy, My, Carlos… El final queda abierto a nuevas emociones. En teoría, no tan potentes como las que prometió el final de la séptima novela, pero a saber.

Soy adicto. Lo reconozco. Me parece increíble cómo las autores han sabido mantener el nivel a lo largo de ya ocho novelas y hacer de todas ellas, en conjunto, una sola y apasionante historia.




lunes, 30 de septiembre de 2024

La conductora del 28 – José M. Castón de los Santos

 



    ¿Quién no ha protagonizado, o al menos conocido, algún affaire, alguna aventura amorosa caprichosa, sin compromiso, surgida de la libertad, de la ociosidad o de la confusión? Nada hay de criticable en ellas cuando, como es el caso de esta novela, quienes lo protagonizan no tienen nada mejor que hacer.

    Él, Javier Sáez, es un pequeño empresario madrileño que, intencionadamente, lleva una vida emocionalmente inane. Ella, Andreia Salgueiro, es una mujer joven que conduce un tranvía en Lisboa, donde ambos personajes se conocen, conscientes de que cada uno tiene su vida en una ciudad y que, por lo tanto, cualquier relación que surja entre ellos ha de ser efímera.

    Y lo efímero a menudo es una tentación… Y en ocasiones, el final cuya facilidad al principio propiciaba la tentación, acaba produciendo pena.

    Por qué, ¿a que también sois conscientes de que muchos de esos affaires desembocan en relaciones más serias? 

    Bueno, pues algo de esto cuenta esta novela que merece la pena leer, y eso a pesar de que tiene alguna cuestión claramente mejorable.

    El título, la portada y lo que evoca Lisboa hacen pensar en una historia intimista, que la sinopsis desmiente solo de modo parcial. El desmentido tiene que ver con esos puntos a mejorar. ¿Cuáles?

    El protagonista llega a Lisboa huyendo de no se sabe qué, y es demasiado evidente que no lo sabemos porque al autor no le da la gana que lo sepamos. Y es también demasiado evidente que el autor espolvorea algunos datos para despistar, o para confundir. Algo le ha pasado al tal Javier Sáez que se ha subido en un coche y ha ido conduciendo, sin rumbo, hasta acabar en Lisboa como podía haber acabado en Torrelodones tras dar un rodeo por Cuenca y Orense. Ha ido sin rumbo no solo porque parece haber perdido el de su vida, sino porque no quiere que nadie sepa dónde está, y por eso adopta precauciones propias de un prófugo. Pero... ¿Es una víctima o un culpable?

    Los fallos de la novela son dos: el primero, que es demasiado evidente la voluntad de crear esa confusión, lo que da una sensación de artificiosidad que va en contra de la credibilidad de la historia. El segundo es que, si tan ofuscado está el hombre como para huir así, no se acaba de entender la naturalidad y despreocupación con que inicia una nueva vida, aunque sea temporal, sin apenas mirar atrás, sin volver a preocuparse de esconderse o de ocultar algo, como si no hubiera pasado nada, como si, realmente, fuera un simple turista. Falta congruencia.

    Las sensaciones que en el lector produce lo que acabo de decir incomodan la lectura en bastantes momentos, aunque lo cierto es que al final la historia de Andreia y Javier acaba por imponerse y el lector se olvida del resto y disfruta de una relación bien contada y con la suficiente habilidad y sensibilidad, en la que de paso conocemos la historia de Andreia y su relación con el fado, a través de su madre, que juega un papel relevante por cierta sobreabundancia de fragmentos que ponen color y palabras a la historia (por cierto, la edición no advierte al principio que hay un glosario de portugués al final; menos mal que se entiende casi todo).

    En este punto la historia es bonita y tiene el intimismo sugerido por título y portada, y así se mantiene, con menciones/evocaciones de lugares de Lisboa que harán disfrutar a quien haya estado allí y dirán poco a quien no, hasta que, al final, las dos cosas que antes he mencionado como mejorables vuelven a hacer chirriar la novela: ¿Qué hace allí, tanto tiempo (se diría que hay cierto desajuste temporal, porque se habla de dos semanas cuando parece haber pasado bastante más) un tío mano sobre mano viviendo de no se sabe qué? ¿Por qué la separación es tan repentina y poco trabajada? ¿Por qué un tipo que ha llegado a Lisboa huyendo de no sabemos qué, de pronto dice, «bueno, pues ya toca volver» y regresa tan campante? Esa sorprendente partida enfila la historia hacia un final que explica la huida del protagonista de un modo inteligente, y que supone la resolución de un «misterio» planteado al inicio... y olvidado después. Es el momento en que conocemos de verdad la vida de Javier. La explicación no aporta nada a la relación con la conductora del 28, todo hay que decirlo, aunque una vez aclaradas las cosillas queda abierta la puerta al final que sabrá quien lea esta novela.

    He detallado los fallos porque me dan rabia: sin ellos sería una muy buena novela. Pero que eso no os impida leerla, porque disfrutaréis de un buen rato de lectura.

    Además, dentro de nada es el otoño y yo diría que La conductora del 28 es una lectura otoñal. De día de lluvia y manta. 


jueves, 26 de septiembre de 2024

¿Es caro leer?

 



    Hace ya bastantes años que publiqué un artículo en todo similar a este, para rebatir con argumentos la extendida idea de que leer es caro.

    La recopilación de precios y páginas de cada libro que figuran en el cuadro de arriba procede de una fuente accesible a todos: la web de Amazon.

    Los libros seleccionados incluyen varias de las últimas novedades (algunas aún por salir al mercado), algunos de los libros que he leído este año o se publicaron en los últimos doce meses y, me vais a permitir la coquetería, también el último publicado por mí: «La detención de los Reyes Magos».

    He tenido que hacer una hipótesis: el número de páginas que se cada persona lee por hora. Ya sé que Bernhard es más indigesto que Camilleri, pero he supuesto que, por término medio, leer cuarenta páginas a la hora no es ningún disparate. Repito: por término medio.

    De este modo he calculado lo que nos cuesta leer una hora en papel y en ebook.

    Y, ya puesto, he incluido una última columna con el porcentaje de rebaja del precio en ebook respecto al libro en papel.

    Antes de mirar los datos de esta veintena de libros, pensad en lo que cuesta una hora de ocio en bares, restaurantes, cines, tele de pago, teatro, conciertos… 

    Llegaréis a la conclusión de que leer está regalado. Y en las bibliotecas, literalmente.


lunes, 23 de septiembre de 2024

Jeeves y el espíritu feudal – P. G. Wodehouse

 


Durante los días en que, por motivos que no vienen al caso, acababa las jornadas con la mollera solo en condiciones de descansar, elegí como lectura a Wodehouse, consciente de que sus novelas no requieren otro esfuerzo que el de sentarse a disfrutarlas sin temor a encontrar en ellas nada más que un humor suave, irónico e inteligente que no va dirigido contra nada ni contra nadie, pues no aspira a la crítica sino a la sonrisa. Así que, tras leer El inimitable Jeeves (1923) emprendí la lectura de Jeeves y el espíritu feudal (1954). 

    Más de treinta años separan una de otra, lo cual se advierte en la presencia de ciertos avances tecnológicos en manos de los protagonistas y, sobre todo, en que esta novela, a diferencia de la otra, es verdaderamente una novela, y no una secuencia de episodios. 

    En concreto, es una excelente novela de enredo en un entorno de humor que ya es clásico: una mansión en la campiña inglesa, con sus propietarios nobles, adinerados, en torno a los que corretean invitados que buscan medrar, echar los tejos a alguien o darse aires de importancia. Bueno, no todos, porque el narrador, Bertie Wooster, el aún «joven» amo de su mayordomo Jeeves, solo tiene un objetivo: evitar cualquier compromiso matrimonial. Un objetivo, eso sí, medial, pues solo alcanzándolo podrá lograr lo que de verdad desea: seguir viviendo libre y opíparamente gracias a su envidiable capacidad para disfrutar de actividades tales como desayunar, pasear, fumarse un cigarro o rascarse las narices.

    El enredo proviene de esta maraña de hilos: en la mansioncilla se aloja una exprometida de Bertie, escritora ella, y aparece también por allí su actual prometido, que además de ser un celoso algo bestiajo ha apostado unas cuantas libras a favor de Bertie en un torneo de dardos. Pero cuidado, porque también hay un aspirante a prometido. El tal sujeto, patilludo él, es hijo de otros dos invitados, burgueses adinerados con ciertas ínfulas de nobleza (al menos ella) que están allí porque la anfitriona desea pegarles un sablazo vendiéndoles una revista ruinosa. Unamos las actividades que han sido precisas para financiar tanto la ruina como la puesta en escena de la obra de la exprometida de Bertie y, agitando tod,o sale un revuelto en el que a cada página hay un malentendido, una situación comprometida, un lío formidable o un soponcio mayúsculo. Cierto es que el planteamiento de algunas situaciones es lo bastante infantiloide como para que cualquier lector encuentre soluciones mucho más sensatas que las discurridas por los personajes, pero se les perdona porque el lector también sabe que una novela como esta, cuajada además de personajes que en el fondo son ingenuos, requiere ciertas licencias.

    Como dije en la reseña de El inimitable Jeeves, el humor de Wodehouse es elegante, ingenioso, juega con el doble sentido de las palabras y también, en esta ocasión, de modo especial con el eufemismo. Llama la atención en este libro las hirientes pero divertidas e ingeniosas formas de desacreditar y echar por los suelos al bueno de Bertie Wooster, el narrador, a quien sus familiares con ascendiente sobre él tratan con tan poco disimulo que no ocultan ni su cariño por él ni su desprecio por la escasa lucidez de sus entendederas. Aunque, sin embargo, y he aquí la razón por la que este humor deja tan buen sabor de boca, Bertie, que no es nada inteligente, tampoco es tonto: sabe muy bien lo que quiere y (más o menos) lo que debe hacer para conseguirlo y, cuando no lo sabe, es consciente de que ahí está Jeeves para echar mano de él y de su prodigiosa capacidad para desenredar las cosas enredándolas aún más.

    Una novela divertida, agradable, sin otra pretensión que la de hacer pasar un buen rato al lector, cosa que consigue con creces. Un clásico del humor.




jueves, 19 de septiembre de 2024

El inimitable Jeeves – P. G. Wodehouse

 


El inimitable Jeeves es bastante imitable, me temo, aunque por lo que a mí respecta esta novela de Wodehouse ha cumplido su función: proporcionarme un rato de lectura agradable con una historia divertida, intrascendente y poco exigente, porque no estaba yo en condiciones de leer nada más sesudo, por no disfrutar de muchas neuronas activas al final de la jornada.

Aunque Wodehouse escribió un montón de novelas en torno a Jeeves, el hierático, competente e inteligentísimo mayordomo de Bertie Wooster, en realidad el protagonismo corresponde a ambos o, más bien, a Bertie, que es además el narrador.

Bertie es un joven y acaudalado rentista no muy espabilado, pero con una envidiable capacidad para disfrutar de los pequeños placeres de la vida: levantarse tarde, desayunar en la cama, dar paseos, correrse alguna juerguecilla, mirar una mosca… Es un hombre educado, más cercano a lo exquisito que a lo vulgar, carente de malas intenciones y cuyo cerebro no es tenido en mucho por sus familiares. Lleva a gala su soltería, que para él es sinónimo de libertad, y no está demasiado preocupado por las cuestiones amorosas, aunque los problemillas de corazón del resto de sus amigos siempre acaban pasando por él.

Es el caso de esta historia, donde uno de sus amigos, llamando Bingo Little, se va enamorando perdidamente a cada momento. Cada mujer que cruza ante él se convierte en el amor de su vida y, la anterior, en un capricho pasajero. El hombre, además, no es precisamente un don Juan: sus éxitos no requieren demasiados dedos para ser contados, con lo que sus enamoramientos se cuentan por soponcios.

¿Y en qué consiste la novela? Pues, más que en una historia al uso, en una secuencia de episodios autoconclusivos e intercambiables, a los que podrían añadirse cinco como podrían quitarse tres, en los que los amoríos se mezclan con las apuestas, con la manipulación de las apuestas y con el ingenio de Jeeves, que suple con nota las carencias de la cocorota de su amo. Porque esa es la esencia de Jeeves: no es que sea un mayordomo eficaz en el servicio doméstico, es que tiene una cocorota privilegiada para encontrar salidas ingeniosas a problemas peliagudos. 

Es curioso, como digo, que las intervenciones del personaje que da título al libro (y a la saga) sean tangenciales, aunque decisivas, y que su caracterización sea eficaz, pero rudimentaria: entre el «sí, señor», el «no, señor» y el «bla, bla, bla, señor», siempre articulado de modo hierático y sin perder la compostura, Jeeves solo se diferencia de un robot en sus brillantes ideas y en desagrado apenas expresado que le producen ciertas cuestiones estéticas. No es Jeeves quien da tono libro y al humor de Wodehouse, sino Bertie Wooster, con su despreocupado modo de ver la vida y de afrontar las adversidades sin rencores y con la única aspiración de salid indemne para seguir vegetando alegremente.

En el contexto de la clase alta inglesa, plagada de rentistas, caballeros, sires y lords, el humor de Wodehouse, que busca más la sonrisa que la carcajada, es a la vez elegante e incisivo, aunque también inofensivo: nos reímos con los personajes, que tienen un gran punto caricaturesco, o de ellos, pero no puede decirse que el humor se utilice con una finalidad distinta a la que he apuntado: hacer sonreír.

Parece poco, pero es mucho. Así es como Wodehouse llegó a ser un clásico del humor, y por eso, y también por su evidente influencia en Tom Sharpe, somos legión los que nos gustaría escribir una novelita de enredo situada en una mansión inglesa con un lord gruñón, su señora un tanto lianta y un montón de invitados estrafalarios, mayordomos intrigantes y señores mediocres que pasaban por allí.


martes, 17 de septiembre de 2024

El hotel New Hampshire – John Irving

 


Vida, desgracia, humor. Maravilloso libro, publicado en 1981, que transcurre, a partir de 1956 (¡otra vez me topo con este año en las últimas lecturas!), en la costa este de Estados Unidos y también en Viena.

El matrimonio Berry tiene cinco hijos que, al comienzo de la historia, están unos en la infancia y otros en la adolescencia. El mayor, Frank, es un adolescente homosexual con ciertas obsesiones; le sigue Franny, la resuelta e inteligente hija mayor, un referente para todos; John, es el narrador, que intenta buscar su lugar en el mundo, y está siempre pendiente de Franny; Lilly, tiene problemas de crecimiento y a crecer consagra su vida; y Egg es el más pequeño, demasiado pequeño para hacer algo más que ser un niño. Además, tienen un perro poco pimpante y un peculiar conocido: un judío propietario de un oso amaestrado (así, como suena) llamado Estado de Maine. Un oso que, de algún modo, es uno más de la familia, con lo cual pretendo decir más de la familia que del oso.

Tras contarnos, a su manera. cómo sus padres se conocieron trabajando en un hotel que para el matrimonio ha quedado con resonancias míticas, John da cuenta del modo en que su padre, un hombre idealista y poco amigo de ver la realidad, se lanzó a crear un hotel en un viejo internado de señoritas, más o menos en el sexto pino, un lugar sin atractivo para los turistas ni para los trabajadores. En él se instaló toda la familia. El primer Hotel New Hampshire. Un lugar desastroso y gestionado desde el voluntarismo, la ingenuidad y la escasez, lo bastante chuchurrido como para que tiempo después la familia se largara a Austria a abrir un segundo Hotel New Hampshire, en el que también vivieron. De estas dos experiencias se ocupa la mayor parte del libro, aunque  tras las peripecias austriacas se produce el regreso a Estados Unidos para abrir el tercer hotel cuando ya los hijos están más creciditos y la novela enfila su final con la existencia de los protagonistas también encarrilada de modos que ninguno supo prever. En medio, la vida: experiencias traumáticas, enfermedad, accidentes, muertes, más desdichas que alegrías, pero, a pesar de todo… Así vemos mil cosas que no hacen más fácil la vida a nadie, que a menudo son experiencias dramáticas, pero que, en el tono en que están contadas, transmiten una filosofía de vida atractiva, basada en la comprensión y en la asumida idea de estar, pase lo que pase, en el mejor de los mundos posibles y que, por tanto, pase lo que pase, no queda otra que seguir adelante y arrear. De este modo nada, ni lo más dramático, adquiere tintes de tragedia, y la pátina de humor que recubre toda la novela se hace más densa (y más triste, porque en humor también puede serlo) en esos momentos.

Pero la novela, más que la historia del nacimiento y caída (o no) de tres hoteles con el mismo nombre, es la historia de los personajes. Algunos de ellos no están presentes todas las páginas, por razones que el lector verá, pero otros sí, y estos son los más relevantes: Frank, Franny, John, Lilly y el padre. Pero, sobre todo, Franny y John.

Cada cual tiene su modo de ser y de desenvolverse en la vida y, como las circunstancias a las que se enfrentan (las aventuras y desventuras hoteleras) son las mismas para todos, la variedad de reacciones a un mismo contexto vital da a la novela una riqueza extraordinaria, especialmente si tenemos en cuenta que buena parte de los personajes pasan de niños a adolescentes y a adultos a lo largo de sus páginas. Cómo cada cual busca su propia identidad y la encuentra sin que el mismo entorno genere las mismas personalidades.

Durante toda la novela se aprecia la relación especial que hay entre el narrador y su hermana mayor. A menudo se aprecian tintes incestuosos que se intensifican con el paso del tiempo hasta ser indubitables, y que acaban siendo planteados y resueltos con brillantez en lo que es, también, el episodio más osado de una novela que además es «osada» porque está plagada de osos: desde el inicial con el que arranca la historia hasta el peculiar «oso» austriaco del que no digo más para no fastidiar la sorpresa de un personaje único y digno de análisis. Con esas páginas va creciendo también quien no crece físicamente: Lilly, un personaje que acaba jugando un papel fundamental.

Como he dicho, los dos verdaderos protagonistas son Franny y John. Ambos están al comienzo y al final. De algún modo El Hotel New Hampshire es una historia de supervivencia. De cómo sobrevivir. Es decir, de cómo afrontar la vida, los disgustos, los sinsabores, la tragedia. Una historia que, siendo dramática, es también cómica, divertida, hasta el punto de enseñar que una parte importante de lo que llamamos tragedia (o, mejor dicho, de sus consecuencias) depende, fundamentalmente, de la actitud.

O quizá sea que cuanto nos rodea es, siempre, un hotel en el que, incluso aunque sea nuestro, siempre estamos de paso.

Leedlo.


miércoles, 14 de agosto de 2024

Arena negra - Cristina Cassar Scalia

 


En medio de las cenizas que hace llover el Etna (de ahí el título), que rocían las páginas de buena parte de la novela, un simpático bon vivant, que vegeta alegremente mientras espera el momento de heredar una fortuna, encuentra, en una casona familiar en desuso, un cadáver momificado. Nadie duda de que la mojama lleva allí el número de años suficiente para que el caballero no tenga nada que ver en el desaguisado, entre otras cosas por no haber nacido a tiempo de tener alguna responsabilidad. La finca es propiedad de su anciana, adinerada y severa tía, que no ha querido saber nada de semejante lugar desde que su marido fue asesinado, también allí, hace un porrón de años.

Así comienza una interesantísima y muy detallada historia, la primera protagonizada por la subcomisaria de Catania (aunque palermitana ella) Vanina Garrasi, a quien, a sus treinta y nueve años cumplidos en esta su primera novela, no hubiera conocido de no ser por una conversación en Twitter, en la que me aconsejaron leer, entre otros autores, a Cristina Cassar Scalia como forma de no echar tanto de menos a Andrea Camilleri (a quien por eso voy a mencionar tanto). Aprovecho esta reseña para agradecer la recomendación.

Lo que acabo de decir no significa, sin embargo, que Cassar Scalia y Camilleri tengan demasiado que ver. Es cierto que ambos son sicilianos y que Sicilia es el escenario de sus novelas. Es cierto, también, que la cocina juega un papel similar en sus obras, y que ambos personajes tienen viviendas peculiares y disponen, cada uno de un modo, de una señora entrada en años capaz de preparar en el momento adecuado las mejores delicias; también tienen sus amores (o desamores) en otra ciudad; e incluso el modo de presentar algunas cosas o personas es parecido; podemos añadir la existencia de jefes (de carácter opuesto) y diferencias (o rivalidades) y complicidades con responsable de la policía científica y los forenses. Pero aquí acaban las similitudes y se abren amplias diferencias tanto en el carácter de los protagonistas (Garrasi es cualquier cosa menos una cabeza loca) como, sobre todo, en el modo de escribir: si Camilleri es deudor de su oficio de guionista que le hace dar a sus historias una agilidad superlativa, Cassar Scalia (cuya profesión es la de oftalmóloga) parece influida por novelas mucho más elaboradas, lentas y pormenorizadas. Y así es Arena negra, una obra larga, de más de 400 páginas, cuya extensión se debe al amor por el detalle, a la minuciosidad, a unos personajes concienzudos que invitan al lector a participar con ellos en la investigación, a compartir avances y dudas, a elucubrar sobre culpabilidades… Una mezcla de novela negra de salón y de acción, porque la temática elegida, un crimen cometido hace décadas, permite por un lado la distancia «del salón» y, por otro, merced a un montón de testigos de avanzada edad, también cierta relajada acción. Los capítulos, no demasiado largos, producen sensación de dinamismo y permiten avanzar con fluidez.


Cristina Cassar Scalia

El comienzo es un poco confuso, debido a que en pocas páginas se presentan demasiados personajes imposibles de caracterizar en tan poco espacio. El modo en que se presenta la escena es, narrativamente, lo más parecido a Camilleri de toda la novela. Pero a medida que las páginas avanzan Cristinta Cassar Scalia es capaz de construir un universo, singularmente en torno a la unidad que dirige la protagonista (en esto también es un poco don Andrea, hasta el punto de que incluso hay un diligente policía cuya manía por el papel bien puede ser un paralelo del también maniático amor de Fazio, el personaje de Camilleri, por relatar contra viento y marea los antecedentes familiares de cada investigado).

A diferencia de otras muchas novelas policiales actuales (y a diferencia, también, de Camilleri) en Arena negra no hay varios crímenes independientes que, vaya por Dios, acaban cruzándose. Aquí hay un solo crimen, solo uno. Y ahí se centra la acción hasta el punto de que todo lo que después sucede es evidente que está relacionado. Bien por Cassar Scalia, por renunciar a ese típico conejo en la chistera para realizar una investigación compartida con el lector: es el mejor modo de hacer de él un investigador más, de hacerle partícipe de la narración, y más cuando lector y personajes deben, necesariamente, tirar de la imaginación para intentar hacer luz. 

Que Garrasi nació en esta novela con vocación de iniciar una saga es más que evidente, porque la subcomisaria, como todos los protagonistas de sagas, tiene su propia historia. La autora la dosifica muy bien, de modo que conocemos a la protagonista poco a poco, en parte por lo que hace con el caso concreto y su actitud, y en parte por lo que se va desvelando de su pasado. Ni que decir tiene que al final de la novela algo queda abierto para suscitar interés por la siguiente.

Me ha gustado Arena negra, me ha entretenido de lo lindo, y cada vez que he podido he buscado tiempo para leer unas pocas páginas más, a pesar de lo cual ha habido dos cuestiones que me han despistado, dos cabos sueltos que durante buena parte de la novela me han molestado como moscas pelmazas. Uno es el papel de la prescripción: cuando el crimen se fecha casi sesenta años atrás, da igual quién apioló a la víctima, porque de estar en este mundo ha ganado la prescripción y el papel policial se limita a identificar a la víctima y poco más. Cristina Cassar Scalia tarda casi cuatrocientas páginas en decir que el asesinato no prescribe. No sé si en Italia es así (lo dudo) o si, simplemente, lo puso por «exigencias del guion», pero en estos andurriales no se puede tardar tanto en contar algo así porque produce una intensa sensación de investigación artificiosa.

El segundo cabo suelto es peor. Mucho peor, porque es muy evidente: no investigar qué fue de cierta nilña (no digo más para no reventar nada a nadie) es un fallo tremendo, porque si alguien se ocupó de ella, ese alguien sabía. Y eso, cuando no sabes quién sabe, lo es todo. La autora podía haber evitado esta sensación de fiasco fácilmente, dedicando unos pocos párrafos a decir que lo habían intentado sin resultados, pero no lo hace, lo cual crea ese efecto «mosca» que, además, parece anticipar un golpe de efecto que, al darse (al menos parcialmente) se queda en coscorrón porque no sorprende. También se ve venir, a partir de cierto punto, la identidad del culpable, aunque el ingenioso giro final permite burlar la sagacidad del lector, que solo acierta así asá en la diana. Un «más difícil todavía» razonablemente bien traído.

En cualquier caso, que he disfrutado con esta lectura es evidente, porque fue terminarla y comprarme el segundo libro de la saga.

Seguiré informando.





lunes, 12 de agosto de 2024

La taberna de Silos – Lorenzo G. Acebedo

 


La chiripa me condujo a este libro, y el no husmear lo suficiente me indujo a leerlo. Y esto a pesar de que el hincapié en el «misterio» que rodea al autor, (Lorenzo G. Acebedo es un seudónimo) es un evidente gancho comercial. Un recurso tan poco disimulado que se lanzó con el primer ejemplar de un tipo inédito, antes de saber si se iban a vender los ejemplares suficientes para que algún lector se preguntara si el autor estaba vivo o muerto. No caí en la trampa del artificial y burdo «misterio» de Carmen Mola, también alentado antes de vender el primer ejemplar, pero en esta ocasión no sé si la taberna, si Silos o si la vida monacal, acabaron por conducirme a sus páginas. O igual es que lo he leído a finales de julio y el interior de Silos parece un lugar fresquito.

Llama la atención las exageradísimas alabanzas de la faja. De tener algo que ver con la realidad, se diría que el buen y misterioso señor Acebedo ha marcado un antes y un después en la literatura actual. Eso, o que la alabanza está muy mal pagada y hay que hacerla hiperbólica para ganarse las lentejas. ¡Qué poco amor propio tienen los adoradores de pago!

En libro, en mi opinión, deja pasar de largo la ocasión de crear una buena historia aprovechando un magnífico entorno, y se limita a petardear unas cuantas páginas interesantes, las menos, y a espolvorear sentencias sin orden ni concierto. Es cierto que usa el lenguaje mejor que muchos y que algunas de esas sentencias llegan a elevarse un palmo sobre la renuncia al pensamiento, pero la organización de la novela semeja la de un desván.

En teoría el argumento es el siguiente: Gonzalo de Berceo, que vive el tío tan campante en su pueblillo, dedicado sus cosillas, es enviado a Silos por el Monasterio de San Millán, para estrechar lazos entre ambos monasterios y juntos hacer frente al poder papal ejercido a través de los obispados. De fondo, el vil metal. El hombre, en realidad, prefería quedarse en casa rascándose, bebiendo buen vino y solazándose con una tal Teresa, pero como ha ganado cierta reputación literaria, a Silos lo mandan con la excusa de copiar un librito sobre Santo Domingo que ha aparecido por ahí. La novela comienza detallando el indigesto contenido del puchero servido en una comida en el monasterio, una  receta lo bastante «selecta» como para que el comienzo sea potente. Pero acto seguido la acción de desinfla. Se hace marcha atrás para explicar por qué se ha llegado a semejante condumio, y desde ahí la acción avanza a trompicones entre largas peroratas que poco o nada tienen que ver con el argumento. El tal Acebedo pone dolor de cabeza hablando de tintorro, sobre todo de tintorro, pero también de tintas, de amanuenses… Los «misterios» se resuelven encontrando pasadizos, entradas ocultas y esas cosas sacadas de la infancia de la ficción, y solo las últimas páginas tienen un ritmo sostenido, cuando la novela acaba con don Gonzalo de Berceo, que es muy pito y muy metomentodo y muy sensible a la belleza de las damiselas, atando cabos o, mejor dicho, completando un puzle que hasta ese mismo momento no parecía serlo.

La taberna de Silos coquetea, sin demasiado éxito, con el humor (la sinopsis llega a mentir, anunciando «asesinatos tan cómicos como truculentos»), aunque tampoco sin fracasar estrepitosamente. Digamos que deja un risueño poso de banalidad. La mezcla de algunos personajes maniqueos con otros un tanto disipados es un poco desconcertante. Sin embargo, hubiera sido buena idea de haber usado menos recursos facilones (hasta dos personajes «hablan raro» y demasiado, como Catarellas de Camilleri) y un protagonista mejor perfilado, porque no es fiel a sí mismo, sino a las necesidades de la acción, y esto de un modo demasiado evidente.

Una novela donde la preocupación por la calidad del vino es infinita, pero que en realidad es fast food literario, y no especialmente sabroso. Sin embargo, dado que el entorno es atractivo (la edad media, con lugares y algunos personajes conocidos y con gran carga simbólica), que la saga va a libro al año (el segundo está recién parido) y que parece haber cierta campaña publicitaria (todo lo que se puede permitir el sector) en torno al «misterioso» autor (en teoría, un cura que dejó la sotana por amor), promete dar momentos entretenimiento a un montón de lectores menos tiquismiquis que yo, y alivio a las cuentas de la editorial.

Por cierto, la «receta» que abre el libro es un grandísimo fraude. El lector llega a averiguar el «ingrediente» y el «proveedor», pero nada se dice del cocinero (esta vez sin comillas, porque cocinero había, y a ver cómo hubiera explicado el buen hombre haber cocinado y servido semejante almuerzo sin advertir nada raro), ni los motivos del «proveedor» para añadir, por su cuenta, el «ingrediente», ni por qué se molestó en trocearlo, ni cómo y dónde lo hizo. Porque vamos, hay cosillas que no son como echar sal. La que le falta a buena parte de este libro, construido mediante la unión de jirones.


jueves, 8 de agosto de 2024

El verano en que mi madre tuvo los ojos verdes – Tatiana Tibuleac

 


Todo el mundo habla maravillas de este libro, que he tenido en casa bastante tiempo antes de, por fin, leerlo. 

Todos dicen, también, que es una historia hermosa, pero dura. Sin embargo, no recuerdo haber oído que el puente que lleva de la dureza a la hermosura es la suma de un peculiar humor (que brota de dulcificar la violencia verbal con el ingenio) y de que la concepción que el narrador tiene de sí mismo es certera y ajena a la autocompasión. ¿Cómo no va a encariñarse el lector con quien, por más bruto y animal que sea, es capaz de reconocerlo sin tapujos ni orgullo alguno, con el único fin de liberarse del peso de sí mismo?  Por eso me atrevo a decir que esta novela tiene mucho humor. Quizá algunos no lo entiendan, pero seguro que otros sí, porque es uno de los papeles del humor: evitar la consumación del mal a través de un ingenio capaz de ir más allá de donde pueden ir los actos. «Insulta, insulta, que mientras pienses en insultarme no lo haces en matarme o en quebrarme el esqueleto». En definitiva, que a veces el insulto o el odio solo expresado verbalmente son una buena noticia, por aquello, diría Sancho Panza, de que «perro ladrador, poco mordedor».

El narrador, Aleksy, nos habla desde dos momentos temporales. Unas veces es el hombre que recuerda su último verano con su madre, cuando él era un adolescente, y, más frecuentemente, es el propio adolescente hablándonos desde esa edad. El adolescente es el Aleksy que irrumpe en la novela con un comienzo fortísimo por la brutalidad de sus opiniones respecto a su madre, brutalidad que, como digo, queda matizada por el ingenio: el odio no ha aniquilado todo cuando aún quedan ganas de lucirse. Pero, en cualquier caso, la crueldad es tremenda. Solo una cosa buena puede decir Aleksy de su madre: ¡qué ojazos verdes tiene!

Aleksy es un adolescente conflictivo, por no decir que está como una regadera, sometido a medicación para controlar su destartalada psique. Hijo de inmigrantes polacos en el Reino Unido, con evidentes problemas mentales y sin haber superado la pérdida de una hermana por motivos poco claros, acaba de salir del centro asistencial y va a pasar el verano con su madre, quien decide hacerlo en un pueblecito francés, en una casa alquilada donde los dos van a estar mano a mano durante un par de meses. Del padre, solo sabemos que se largó. Una familia despanzurrada por la tragedia de la hija y la locura (¿relacionada?) del hijo.

Las razones de la madre para un verano así podrían parecer, inicialmente, vinculadas a la enfermedad de su hijo: mejor tenerlo apartado del mundanal ruido para que no organice la de san Quintín a cada paso. Pero no. Lo que ocurre es que ese verano va a ser el último que ambos van a pasar juntos. Quien lea el libro sabrá por qué.

Y a partir de aquí es cuando comienza la verdadera historia. La de la madre, por la alegría con la que afronta la vida, quién sabe si por convencimiento, en defensa propia o en defensa de su hijo. Y, también, la historia de Aleksy, que poco a poco se va redimiendo, centrando y serenando hasta transitar por los caminos de la comprensión, el perdón y la madurez. 

       Las vidas de la madre y del hijo no han sido fáciles. Tampoco el futuro lo va a ser. Entre ambos media ese verano, que va a ser el más complicado, sin duda, pero también -porque las emociones surgen de la cabeza- puede ser el más emotivo y el más hermoso.

Si los dos personajes son capaces de conseguir hacer del drama algo positivo, lo sabrá quien lea esta brillante novela cuya belleza radica en el modo en que expone cómo podemos hacer hermosos e inolvidables los momentos más duros, y cómo esa experiencia nos cambia.

      Como curiosidad, es la segunda novela que leo en poco tiempo (y ambas por casualidad) cuyos protagonistas tienen problemas mentales y terminan encontrando en la pintura el modo de expresarse y la estabilidad económica. La otra fue Las primas, de Aurora Venturini.

Una referencia a la última página. Lo que en ella se dice es importante. Hay que interpretarlo, y las dos interpretaciones que admite tienen una significación profunda.



lunes, 5 de agosto de 2024

Cielo sucio - Edgardo Cozarinsky

 



Obra tan breve como intensa que comienza en Buenos Aires cuando a uno de los tres protagonistas, Alejandro, un viejo escritor sin ya muchas aspiraciones, le da por hacer un acto de «justicia», o más bien justiciero, que lo pone con las dos patitas en el lado feo del Código Penal. Otra cosa es que lo pillen, claro. Una vez perpetrada la hazaña, aparece el segundo personaje relevante: Ángel, un inmigrante del norte replantado en la gran ciudad, en un trabajo que a la vez le viene grande y se le queda pequeño y que anda, además, con un pie en el mundo real y el otro en un mundo un tanto fantasmagórico heredado de su abuela y de las tradiciones rurales. Ángel hace honor a su nombre, aunque también pudiera llamarse Fantasma.

Completa el trío Mariana, la bella hija del escritor, antaño cabeza loca y ahora asentada cabeza que no se sabe cómo ni dónde se ha asentado.

¿Y de qué trata la novela? Pues, a pesar de su brevedad, cuesta explicarlo en pocas palabras. Si, por un lado, primero surgen dudas en torno al papel de Ángel, luego nacen sobre a dónde va a ir a parar la acción, y, cuando por fin se sabe –como de algún modo ha sido anunciado al principio- desemboca en un suceso a un tiempo disparatado y, como el primero, también justiciero. Todo parece muy loco, injustificado a pesar de la inercia que arrastra a los personajes, hasta que…

Hasta que en las páginas finales un antiguo recuerdo explica casi todo.

Una lectura breve, ágil a pesar de lo difuso de los motivos de los personajes, entretenida y que hace pensar sobre el poder de las improntas y hasta dónde nos puede llevar.




jueves, 1 de agosto de 2024

Nosotros matamos a Stella - Malen Haushofer

 




Cuando acabé de leer esta breve novela escribí en Twitter que Contraseña no tiene un libro malo. Y es verdad. Pero sí los tiene más risueños, que conste, porque la historia que cuenta Anna, la narradora y protagonista, es como para pegarse un tiro por la exasperación que llega a producir en el lector, lo cual, seguro, es lo que pretendió la autora: dar un meneo a nuestras entendederas para hacerlas conscientes del nefasto poder de la intimidación, del miedo y del silencio.

Al comenzar a leer este libro conviene recordar que la acción transcurre en los años 50 del siglo XX. Situarse temporalmente ayuda a entender desde el principio unos roles y unas conductas que ya han cambiado, aunque sin pasarse. El matrimonio formado por Anna y Richard es aparentemente feliz. Ella vive volcada en su hijo Wolfgam y algo menos en Annette, a diferencia de su hermano, aún demasiado pequeña para percibir según qué cosas. Lo importante de lo que llevo dicho es el término «aparentemente», porque en realidad, el  matrimonio solo es felicísimo para Richard, que va y viene y hace con su vida lo que quiere, incluyendo el disfrute de un amplio catálogo de amoríos de usar y tirar perceptible para todos, incluyendo su esposa, aunque todos hacen como si no pasara nada, porque todos temen algo: Richard es demasiado egoísta y dominante como para pensar que el mundo deba o pueda cambiar; Anna tampoco lo piensa, por miedo a alterar los equilibrios familiares y sociales, por miedo y sumisión a Richard y hasta a su propio hijo (con quien mantiene una especie de pacto de silencio que Anna intenta evitar que se transforme en desprecio hacia ella), y Wolfgam porque aunque ve y entiende lo que sucede, no se atreve a meterse en medio. Así, Anna, la narradora, se limita a dejar pasar el tiempo, sin ilusiones, ni orgullo, ni nada distinto a cierto triste afán por sobrevivir en su propio interior (y nada más) sin amargarse demasiado la vida.

Y entonces llega Stella. Una muchacha joven, huérfana de padre, heredera de una farmacia por la que suspira la madre. Llega para cursar unos estudios y, aunque a nadie le hace gracia su presencia, allí se queda por falta de excusas para rechazarla.

Poco después, Stella muere en un accidente de tráfico con toda la pinta de un suicidio. Pero, ¿por qué se habría de suicidar? Pues porque la inercia de la familia ha pasado sobre ella como una apisonadora, triturándola. De ahí que este libro sea una denuncia contra los roles de la sociedad patriarcal (término que, de puro usado y abusado, me da repelús, pero que aquí es adecuado), y una denuncia, también, de la cobardía, del silencio culpable, y, sobre todo, de que atreverse a ser quien uno es no es solo una cuestión privada e individual.

          Sobre esto tratan las reflexiones y recuerdos de Anna. La novela no desarrolla una historia, sino las reflexiones a partir de una historia que el lector conocer enseguida.

Nosotros, que no nos atrevíamos a perder nuestra decorativa posición en la sociedad, matamos a Stella.




lunes, 29 de julio de 2024

El niño – Fernando Aramburu

 


El 23 de octubre de 1980, una explosión de gas en un colegio de Ortuella, localidad de unos pocos miles de habitantes próxima a Bilbao, mató a cincuenta niños de entre cinco y seis años, y a tres adultos. 

El niño, de Fernando Aramburu, tomando como guía de la novela una familia, cuenta quiénes eran y quiénes fueron. A qué hace referencia la «y» no es preciso aclararlo.

         El título, sin embargo, no alude a una persona concreta, porque el niño que protagoniza El niño representa a todos y cada uno de aquellos cincuenta desdichados. 

Tres son los personajes de esta novela, aparte del Nuco, el niño muerto:  Mariaje, su madre, ama de casa; José Miguel, su padre, obrero industrial; y Nicasio, su abuelo materno, jubilado. Todos inmigrantes de lo que ahora llamamos «España vacía». No hacen falta más para contar una historia que en algún lugar el autor ha dicho que, aparte de su inevitable componente trágico, lanza un mensaje de esperanza, de reconstrucción. Un mensaje positivo al que, la verdad, no acaban de acogerse los tres personajes, sino, en realidad, solo uno. El destino de otro acaba determinado por algo ajeno al accidente, pero que no hubiera descubierto sin él; y el del tercero tampoco es muy risueño que digamos.

Lo mejor, o más bien, lo mollar, es el exquisito tratamiento que Aramburu da a un tema en el que pisar terrenos sensibleros o voluntaristas es tan sencillo que parece increíble que haya conseguido evitarlo. El resultado permite al lector asomarse al abismo sin peligro, haciéndolo consciente de su existencia; le permite intuir el el horror de la caída, pero no experimentarlo.

      La novela, breve, compuesta de capítulos muy cortos, alterna tonos y destinatarios: el del narrador-reportero-investigador que da testimonio y se dirige al lector; el de Mariaje ,testigo de referencia del narrador (y a través de cuyos ojos vemos a su marido y a su padre) y que suele dirigirse a él; y, por último, el del propio texto, el de la propia novela, que cobra vida para dirigirse al lector y explicarse, lo cual, más que una extravagancia, consigue ser un recurso inteligente y útil a los fines que persigue: encauzar el relato sin que se desborden las emociones.

Una lectura amena, interesante, dura pero no desagradable, en la que los tres protagonistas acaban siendo unos personajes inolvidables, especialmente el abuelo Nicasio y Mariaje. José Miguel, también, pero de otro modo.

Merece la pena leerla, reflexionar sobre la vida y la muerte, sobre la licitud de la reconstrucción, sobre cómo compatibilizar la fidelidad a la memoria y a la propia vida, y sobre cómo la tragedia, aunque parezca increíble, nunca es el punto final para quienes la sobreviven. También sobre cómo la tragedia se diluye a ritmos distintos para cada cual. Para los no afectados, para la sociedad, a toda velocidad. La vida, para el resto, oscila entre la de quienes se quedan irremisiblemente atrás y la de quienes, en un momento u otro, aceleran para incorporarse a la masa que ha seguido adelante.

         Un gran libro para pensar en el día después de los momentos trágicos que, antes o después, a casi todos nos han de llegar, si no nos han llegado ya.


jueves, 25 de julio de 2024

Imposible – Erri de Luca

 



Un viejo miembro de un grupo antisistema, antaño encarcelado por sus actividades, es detenido. Es sospechoso de la muerte de un antiguo colega, que luego también fue su delator. El muerto se ha despeñado por un precipicio, tras perder pie en la cornisa de piedra por la que caminaba, en la alta montaña. El acusado, que, según él mismo reconoce, caminaba varios centenares de metros detrás, es quien dio la voz de alarma. Si no hubiera dicho nada, podría haberse ido tan campante sin que nadie se acordara de él.

Pero ahora ahí está, metido en un lío. Acusado de asesinato, nada menos. Aunque al protagonista, de vuelta de todo, le importa un pimiento, consciente de que, a sus años, la verdadera libertad es la mental. Por eso insiste en su inocencia desde la tranquilidad, no desde el temor al presidio: no hizo nada porque el traidor se despeñara, y atribuye a la casualidad la coincidencia de ambos en aquellos andurriales.

El joven juez de instrucción es de otra opinión. Y el libro, breve, claro, inteligente e intenso, se construye alternando los peculiares interrogatorios del juez con las cartas del preso a una mujer.

Las cartas sirven para aclarar lo que en los «interrogatorios» queda poco claro, sea en materia de hechos, de actitudes o de sentimientos, pero lo mollar son los «interrogatorios». Entrecomillo el término porque en realidad, el propio juez lo reconoce, se trata de conversaciones, Conversaciones no inocentes, por supuesto, pero conversaciones. En ellas el preso se retrata: relata su vida y, sobre todo, su pensamiento. Y el juez intenta pescar en esas aguas datos que le permitan construir un relato acusatorio.

Y esto es lo más interesante: la oposición de ideas. Las del ya casi anciano actual frente al joven revolucionario que fue, cómo se asimilan o no las cosas, cómo se domestica la conciencia, si es que hay que hacerlo, o cómo las ideas la amoldan a las actividades violentas; cómo explicar las relaciones entre traidores y traicionados; entre niños que fueron amigos y luego adultos compañeros y finalmente enemigos; la oposición, también, entre el viejo antisistema y el joven juez que representa, precisamente, al sistema; la oposición entre experiencia vital e inexperiencia, simbolizada en la bisoñez del juez en la montaña, la cual, a su vez, simboliza la vida (un camino complicado, exigente, que solo se aprecia en toda su magnitud recorriéndolo en solitario y en el que, aun en compañía, estamos solos, a merced de los elementos... y de los demás); la oposición entre las ideas elaboradas y acomodaticias y los principios e ideales; la oposición entre quien detenta el poder sobre los demás y quien se siente único dueño de sí mismo; y la oposición, en definitiva, entre las diferentes formas de afrontar la vida.

Un relato breve, bien estructurado, con diálogos largos, ágiles, profundos, enriquecedores, bien argumentados, paradójicos, que son la razón de ser de este libro, cuyo final sí hace una concesión a aclarar lo que sucedió o dejó de suceder en la cornisa. 

¿Y qué sucedió? ¿El protagonista es culpable o inocente? Lo sabrá quien lea esta novela corta, pero no me resisto a decir que, pese a que las dos interpretaciones quedan abiertas, lo insólito del gesto final del protagonista apunta en una sola dirección.