La búsqueda del tesoro (Serie Montabano, 20)
Que cierto
porcentaje del personal está como una regadera lo saben bien policías, médicos
y cuantos desempeñan profesiones por las que, guste o no, antes o después debe
pasar todo el paisanaje. Esta circunstancia viene muy bien para los escritores
de novelas negras repletas de agentes de la autoridad, porque por disparatado
que parezca algo siempre hay un chiflado dispuesto a demostrar que si los
escritores utilizan la imaginación para crear ficción, otros la usan para crear
realidades. No es que la realidad supere a la ficción: es que ambas viven de las mismas fuentes: la imaginación y las ocurrencias de cada hijo de vecino. De este modo es más sencillo que hasta tramas tan enrevesadas como
esta tengan autenticidad (no confundir con verosimilitud), que es lo que cabe
pedir a todo escritor.
La
búsqueda del tesoro comienza cuando dos hermanos, octogenarios, recluidos en su
vivienda desde hace tiempo, se lían a tiros desde las ventanas. Tan poco
civilizada manera de expresar su opinión sobre el mundo conduce donde debe
gracias a la obra, milagros e imprudencia del cada vez más viejo comisario de Vigàta,
Salvo Montalbano. Al registrar la casa encuentran un montón de rarezas, como
una sala con un bosque de crucifijos y, en otra habitación, una decrépita muñeca
hinchable del año en que reinó Carolo, de esas que parecían cuatro globos mustios atados a un palo de escoba.
Pero
con una pareja de ancianos con un tornillo flojo y a los que para reducir basta que se queden dormidos o algo así, la novela no hubiera ido más
lejos. Por eso suceden otras cosas, aparentemente inconexas.
La
primera, que una joven y guapa chica (en las novelas de Camilleri siempre hay
una mujer particularmente hermosa) desaparece.
La
segunda, que otro pirado se dedica a enviarle pintorescas cartas a Montalbano que
él debe descifrar para intentar averiguar no sabe qué, porque el asunto parece
un reto a ver quién es más pito de los dos.
La tercera, que por chiripa aparece en por ahí una muñeca hinchable exactamente igual a la de los abuelos chiflados. Igual en todo. Hasta en los desperfectos.
La
cuarta, que, para incordiar a Montalbano -o para ser utilizado por él, que el
comisario es un tipo práctico- el pobre hombre anda haciendo de gallina clueca
de un muchacho, estudiante él, recomendado por su despampanante amiga Ingrid. El chaval desea
conocer los peculaires procesos mentales por los que el comisario suele desentrañar los casos, vía
intuición y en contra de las evidencias.
Lo
típico en Camilleri y en tantos otros: varias historias independientes que el
lector comienza a conocer el paralelo y que, a partir de un punto, se mezclan
paulatinamente hasta producir resultados sorprendentes. La técnica no es
novedosa, lo meritorio es que, una vez más, Camilleri es capaz de liar las historias de un modo tremendo para resolver todo de manera brillante, y eso que en su contra juegan la
edad y las docenas de historias previamente publicadas. Como siempre también, que es marca de la casa, detrás de cada crimen suele haber un motivo humano, que no una justificación, porque la maldad para Camilleri no existe si no es vinculada al dinero: fuera de él, el daño solo lo causan los locos y personas tan débiles que son capaces de causar estragos arrastrados por su propia debilidad.
Una
magnífica novela, fácil de leer, como todas las de este autor, entretenida, que
capta la atención desde el principio y en la que, sin renunciar a las gracias
recurrentes derivadas del carácter, manías y costumbres de los personajes
habituales, se reducen al mínimo las explicaciones de cada rareza para informar
a los nuevos lectores sin hartar a los antiguos. Grande, Andrea Camilleri.
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