En este blog solo encontrarás reseñas de libros que en algún momento me ha apetecido leer. Ninguna ha sido encargada ni pedida por autores o editores, y todos los libros los he comprado. En resumen: un blog de reseñas no interesadas para que sean interesantes.

miércoles, 29 de enero de 2020

29 de enero. ¿Cumpleaños?




Hoy es 29 de enero. 

          En Zaragoza es fecha significada y celebrada a base de roscón. Allí transcurre parte de la acción de La terrible historia de los vibradores asesinos, además de en Madrid, Barcelona y Sitges. Pero, ¿sabes qué día comienza la novela? Un 29 de enero. Si te gusta vivir el tiempo literario parejo al cronológico, hoy es el mejor momento para comenzar a leerla. 

          Dicho lo cual quizá pienses que hoy también es el cumpleaños de Ajonio Trepileto, el protagonista. ¿Pero lo es el 29 de enero, cuando principia su historia, entrando así semejante tipejo en competición cumpleañera con tipos ligeramente más famosos como, ejem, Chéjov y Blasco Ibáñez, o el día en que comencé a escribir la novela?

         Pobrecico Ajonio, tan calamitoso que no sabe ni cuándo nació.

          Sea cuando sea su cumpleaños, el único regalo que podéis hacerle es leerlo y, además, amable que es él, ahora podéis hacerlo gratis si estáis suscritos al servicio Prime de Amazon, donde su primera novela estará disponible hasta mayo de este año 2020.


lunes, 27 de enero de 2020

Km 123 – Andrea Camilleri



              
              ¿Puede construirse una novela sin una descripción ni media y a base, exclusivamente, de breves diálogos y de tres o cuatro «noticias» de periódico?

              Puede. Camilleri lo demuestra con Km 123, lo cual explica que pese a sus poco más de 200 páginas se lea en un par de horas. Así es el reencuentro con este autor en la primera novela que se publica en España tras su muerte en el verano de 2019.

              Roma. Un empresario de la construcción tiene un accidente en el km. 123 de una carretera, a solo dos del lugar donde desarrolla una de sus obras. Termina hospitalizado, y a su esposa le entregan lo que llevaba encima, incluido el teléfono donde el accidentado acababa de recibir varios mensajes de su amante. Así es como la buena señora descubre el pastel.

              Sobre esta idea Camilleri desarrolla las idas y venidas de los amantes –prestos a salvaguardar su amor-, de la esposa –presta a hacer justicia-, de una de las amigas y confidentes de la amante y, también, del policía encargado de esclarecer qué ha pasado, pues que el accidente haya sido accidente no es tan evidente tras la declaración, ante la compañía de seguros, del único testigo.

              Agilísima la manera en que Camilleri construye y desarrolla la historia, mérito evidentemente deudor de su condición de guionista. Solo dos cosas no me han acabado de gustar: una, las «noticias» que he citado, redactadas en pleno siglo XXI al modo en que Camilleri redacta las de sus novelas situadas en el siglo XIX o principios del XX; si bien estas pueden resultar más creíbles dado cómo se escribía en la época, nadie escribe noticias así en la actualidad. Chirría. La otra cuestión que no me ha gustado es lo repentino del final. Repentino y, tan sorprendente, que obliga a una reflexión para encajar las piezas.

              Km 123 es, dentro de la literatura de Camilleri, una mezcla entre la intriga que caracteriza alguna de sus novelas «serias» y el sutil humor que deviene de los prontos de unos personajes y de la habilidad de otros para adaptarse al carácter y al genio del resto sorteando las dificultades para alcanzar la verdad. O lo que ellos creen la verdad.

              He dicho algo más de 200 páginas. No. En realidad, un poco menos. Las otras, sin que llegue a saber por qué están ahí, recogen la intervención del autor en un foro sobre novela negra. No tiene nada que ver con la historia, pero merecen ser leídas por lo mucho que aportan en pocas palabras.


lunes, 20 de enero de 2020

La cucaracha – Ian McEwan



              El progreso trae consigo cambios y problemas, pero es deseable porque sus costes totales son inferiores al beneficio total derivado de los avances. Sin embargo, costes y beneficios no se distribuyen por igual, y por eso los cambios y problemas provocan damnificados concretos. Un buen político refuerza el progreso paliando los problemas que su avance crea.

              Otra cosa es que el buen político gane las elecciones, porque el populista rentabiliza el descontento de los damnificados blandiéndolo como amenaza para resto de la sociedad (todos acabaréis así si esto no cambia) y ofreciendo soluciones mágicas, indoloras y supuestamente eficaces, entre las que suele destacar una: los problemas derivan de los cambios, luego los problemas desaparecen cuando se vuelve a las esencias de lo que se fue. El populista propone el retorno, de un modo u otro, a un pasado glorioso e idealizado que nunca existió, pero en el que muchos creen.

              O, dicho de otra manera, la gran oferta del populismo suele ser deshacer lo hecho, desandar lo andado. Que el sentido común diga que hacia atrás solo se va hacia atrás da igual cuando la gente está dispuesta a creer lo contrario.

              En ese andar hacia atrás, el Brexit es un brinco de dimensiones y consecuencias colosales. Para criticarlo y, de paso, dar una mayúscula colleja a todo populismo, McEwan ha escrito una sátira eficaz y brillante, una crítica sin pretensiones estilísticas que se lee en una tarde y en la que el ir hacia delante o hacia atrás se identifica con dos teorías: el avantismo (que quiere mantener el flujo del dinero tal y como lo conocemos) y el reversionismo, que consiste en «solucionar» todas las desdichas haciendo lo contrario de lo que hacemos, porque si estamos como estamos ha sido por hacer lo que hacemos. El reversionismo defiende una «política económica» consistente en revertir los flujos de dinero: se recibe dinero por comprar, se paga por trabajar y, obviamente, es una locura acumular fondos. Tan sencillo como que todo sea al revés. De resultas, según esta teoría cuando uno compra recibe dinero que, para no acumularlo, debe gastar trabajando como loco; con lo cual paga a la empresa que, para no acumular, debe producir y vender cuanto pueda para pagar al vender y deshacerse del dinero… En resumen, todo el mundo tiene bienes y trabajo a discreción. Bienestar completo.

              Este mundo al revés lo simboliza un comienzo ya al revés (nada inocente y que enlaza con el final) que parodia e invierte el de La metamorfosis: una cucaracha se despierta un día convertida en humano. Y, en concreto, en el primer ministro inglés. No es la única cucaracha convertida en humano-político. La razón, tienen una misión que cumplir: hacer triunfar el reversionismo.

              Que el reversionismo (el populismo) lo defiendan cucarachas tampoco es precisamente inocente.

              El intento de aplicar el reversionismo tiene la aparente virtud de poner fin al carajal político inglés ofreciendo al país, por fin, un destino supuestamente claro que el «nuevo» gobierno vende, como todo populismo, como una especie de Eldorado, para lo que no duda en traicionar y hacer cuanta jugarreta sea menester a quien quiera que se oponga incluso desde la lucidez, y aunque el lúcido sea un correligionario. Por supuesto, la teoría admite tan pimpante cuantos remiendos sean precisos ante las críticas de los pérfidos; remiendos que cualquier malabarista intelectual puede hacer a condición de que el crítico sea silenciado de inmediato por el sonido de las arengas y los aplausos.

              La crítica se extiende al populismo de Donald Trump, fácilmente reconocible en el Presidente de los Estados Unidos que sale en el libro, quien está dispuesto a prestar su oído para poner patas arriba el mundo si aquello le reporta beneficios particulares, pero, en cambio, no soporta un segundo al teléfono cuando recibe una alusión personal que le desagrada.

              Como el libro es corto, McEwan no se recrea en el sinfín de contradicciones que el reversionismo produciría. Ni siquiera desciende a mostrar a un solo miembro del «populacho» (cuyo silencio y ausencia en el relato es también significativo: para el populista el pueblo no pinta nada aunque dice defenderlo) y se contenta con dar un final alegórico, que no voy a desvelar pero que pone de manifiesto a quién beneficia (y, por tanto promueve) el reversionismo/populismo: a quienes están dispuestos a revolver las aguas porque saben que no hay mejor manera de pescar en ellas: los corruptos, los delincuentes más ambiciosos y sin escrúpulos, aquellos que están dispuestos a provocar la miseria si así prosperan ellos, los más indeseables. Las cucarachas.

          Desde el punto de vista estético, un libro sin más. Desde el de la comunicación, una sátira eficaz.


jueves, 16 de enero de 2020

La única historia – Julian Barnes





              He hablado de esta novela con otras dos personas que la han leído, ambos lectores inteligentes, y los tres coincidimos en una sola cosa: es magnífica.

              Así que tengo la sensación de que la interpretación de La única historia y el modo de vivir su lectura dependen, más que en otras novelas, de las experiencias de cada cual, que seguramente hacen prestar más o menos atención a unos u otros detalles de los muchos que se narran. Según en cuál te fijes, la interpretación se decanta de una manera u otra.

              El título alude a «la» historia de amor de cada persona. Suele ser solo una la relación que deja tal huella que el resto giran siempre alrededor, para reencontrarla en otras personas o para sortearla. Cada cual, viene a decir Barnes, entre todas las historias de amor que ha vivido tiene una que es, en realidad, su única historia de amor.  
  
              Escrita en primera persona (salvo en fragmentos de la última parte, sin que se entienda muy bien el motivo) el narrador cuenta su historia de amor, que lo fue entre un muchacho de diecinueve años y una mujer en los cuarenta, una relación que se prolongó durante bastantes años.

              Desde el ordenado desorden de la narración (qué bien estructurada está, a pesar del aparente caos de recuerdos) al lector le asaltan las sensaciones desde dos puntos.

              Primero, desde la propia historia. Desde los hechos y el modo en que al leerlos los juzga y le afectan.

              Segundo, desde las equívocas motivaciones que el protagonista da a cada uno de esos hechos. ¿Por qué equívocas? Porque habla cincuenta años después. Habla desde el recuerdo. Es un anciano contando la historia del lejano joven que fue. Y, por tanto, mezcla las excusas que a los veinte años se ofreció a sí mismo para actuar de una determinada manera con las explicaciones que, más de medio siglo después, hace de su propia vida vista en perspectiva; todo lo cual se complica, además, porque tanto a los veinte años como a los más de setenta no hay motivo para que una persona no se engañe a sí misma: en la juventud el autoengaño es el camino más sencillo para sortear contradicciones, incoherencias e intereses poco edificantes, y, mirando al pasado, no es mal mecanismo para evitar que la sentencia del juicio de la propia vida sea tan dura que convierta el ya corto porvenir en frustración. Cierto es que la admisión de contradicciones y de versiones diferentes siempre resulta cínica, pero el peor cinismo se produce cuando las contradicciones se admiten y toleran en el momento en que surgen, y no tanto cuando simplemente se descubren y reconocen al escarbar en el pasado; ese reconocimiento a posteriori puede resultar cínico, pero más por lo impúdico del reconocimiento presente que por haber vivido un pasado contradictorio. A esto debemos añadir las diferencias entre lo que creemos hacer y lo que de verdad hacemos, lo cual digo porque me viene a la cabeza una frase creo que de Ovidio, que anima a persuadirse diciendo que muchas veces quien comenzó fingiendo amar acabó amando de veras. Y añado: también puede suceder al revés, y en ambos casos casi sin enterarse y sin ser consciente de cuándo se da el paso de una realidad a otra.

              Viene la cita a cuento de que la relación entre los dos amantes es, al principio, algo distinto a lo que acaba siendo. Ambos se comportan rodeando su relación de unas apariencias justificadoras –ante sí mismos y ante los demás-  que no se sabe hasta qué punto terminan, con el paso del tiempo, siendo realidad. Para un muchacho de veinte años cabe pensar que liarse con una mujer que le dobla la edad es un acto de libertad, o quizá de rebeldía, a juzgar por las motivaciones que el narrador da. Incluso puede pensarse en simple egoísmo, pues la relación le permite olvidarse de los problemas económicos. Significativo es que en algún momento se muestre orgulloso no de su historia de amor, sino de que sea «más verdadera» que las del resto de sus amigos, como si lo inhabitual fuera sinónimo de autenticidad. ¿Pero eso es egoísmo, ansias de libertad o simple inmadurez? Yéndonos a Susan, la otra protagonista, todavía es más complicado averiguar qué significa para ella la relación con el narrador, porque nunca vemos nada a través de sus ojos. Por lo que se va sabiendo del matrimonio de Susan puede pensarse que se ha visto tan ninguneada que su autoestima se ha esfumado y trata de buscarla en la aceptación de otro hombre; y más se consolidará esa autoestima si la inclinación del protagonista por ella vence a los gustos que cabe presuponer a un amante tan joven; la sensación se consolida porque, como nadie puede encontrar la autoestima fuera de su propio yo, tanto la relación como la victoria sobre esos supuestos gustos es insuficiente para sanar una autoestima maltrecha, lo cual puede justificar el desarrollo de la relación de Susan con el alcohol y, sobre todo, su falta de rebeldía, la aceptación de su destino como una fatalidad. Algo estorba, no obstante, esta interpretación, pues Susan sí realiza actos de rebeldía, aunque no completos, sino como quien, teniendo el valor de huir de de algo, se lanza al río pero se abandona a la corriente.

              Sin embargo, como digo, las sensaciones son tan contradictorias como lo somos las personas: algo tan ajeno al amor como el egoísmo o la rebeldía del protagonista se ve desmentido por los años que pasa junto a Susan, la mayoría más malos que buenos (¿por qué no la deja, si es tan egoísta?), por su dedicación a ella, por el modo en que ella ocupa sus pensamientos y preocupaciones y por el modo en que esa relación, que llega al agotamiento de sus fuerzas, anula en él la capacidad para amar a otras personas. En cuanto a ella, algo similar puede decirse: por más deteriorada que se considere su autoestima, no es tan egoísta como para aferrarse al protagonista como último recurso. Tiene otros, incluyendo la asunción de la soledad si es allí donde el río la lleva. Sea como fuere, los motivos de Susan son los más opacos, lo cual es lógico habida cuenta de que no es ella quien nos habla.

              La novela está dividida en tres partes con tonos muy distintos. La primera, que narra los inicios de la relación, es el más sensual y en algunos puntos incluso divertida por lo que la relación tiene de transgresora y porque siempre resulta estimulante ver a personas en busca de su libertad, o de sí mismos, o del amor, o de lo que sea. La segunda parte, en cambio, es progresivamente sombría. Y la tercera es una especie de amanecer después de la batalla: nada alegre, pero con la sensación de alivio que produce la certeza del fin; una parte de amarga nostalgia involuntaria donde se echa la mirada atrás, se hace recuento y, de sopetón, se comprende que entre lo perdido en el campo de batalla está la mayor parte de la vida; por delante solo queda un futuro breve y limitado en el que hay que cargar con el peso de los errores. Y, cuando esos errores los han pagado otros, a poco honrado que sea uno pesan más. La última jugarreta de la vida se sufre en ese momento: has hecho balance y en él tienes deudas que ya no podrás saldar, pero hay que seguir viviendo y, si no quieres vivir tu ya muy limitado futuro como un infierno de remordimientos debes buscar algún tipo de perdón contigo mismo… y con quienes ya no te pueden perdonar o dejar de hacerlo. De la impotencia por no poder ser perdonado o comprendido por quien ya no está surge el ansia de paz interior, lo cual desemboca, sea justo o injusto, en la autoindulgencia, que no es ni la indiferencia ni la resignación, pero que, vista desde fuera, tanto se les parece. 


lunes, 13 de enero de 2020

El hereje – Miguel Delibes


El Hereje, de Miguel Delibes. Una edición por 4,95 euros.
¡Qué caro es leer!

              
              Lo menos que se puede decir de El hereje es que el Ministerio de Cultura le concedió el Premio Nacional de Narrativa en 1999.

              Esta «novela histórica» no es tal. O, mejor dicho, es mucho más. Quiero decir que la mayoría de lo que se clasifica como «novela histórica» está más cerca de las historias de aventuras y acción, e incluso de intriga, que de la literatura en el sentido profundo de la palabra. Y esa literatura, la Literatura, se construye con novelas como esta, que transcurre en el siglo XVI solo porque es el escenario más adecuado para una intensa reflexión sobre la libertad de conciencia, que es de lo que trata el libro, y no sobre historia alguna ni del siglo tal ni del cual pese al magnífico retrato de la época que Delibes consigue hacer.

              El protagonista, Cipriano Salcedo, es el hijo único de uno de los primeros burgueses de Valladolid. El negocio de su padre, como el de toda Castilla en la época, estaba relacionado con el comercio de lana. Para quien no lo sepa, durante siglos el comercio español fue un desastre que se dedicaba a exportar lana procedente los rebaños de la meseta y a importar productos textiles manufacturados. El productor de lana se enriquecía (pero solo más o menos, pues estaba a expensas de los monopolios de demanda derivados de la dificultad de enviar las expediciones de productos) y el resto de mortales pagaban las importaciones de sus atuendos. El abultado saldo final se marchaba fuera de nuestras fronteras.

              No lo cuento por contar. Para significar que el protagonista es un hombre reflexivo Delibes hace de él un avanzado a su tiempo, un hombre que ve más allá que su padre y se lanza a hacer algo tan distinto como pensar que en lugar de exportar tanta lana puede quedársela y, con ella, fabricar ropa y venderla haciéndola atractiva. Una concepción de la actividad económica revolucionaria en la época. De ser un simple comerciante más, a ser uno de los primeros industriales.

              Pero no corramos. Cipriano, un chico fuerte pero esmirriado, fue un hijo cuya llegada se hizo esperar y se llevó por delante a su madre, quedando al cuidado de una nodriza y enfrentado, sin que él llegara nunca a explicarse muy bien las razones, a su padre. Es un hombre disciplinado, honesto consigo mismo y relativamente culto, lo cual le lleva a tener inquietudes emocionales y espirituales.

              Las emocionales, mal que bien, las va satisfaciendo tras una educación despiadada y dura en una especie de orfanato que, pese a sus rigores, se transforma para él en el hogar que su padre, adinerado como es, no le da. Y es su hogar no por encontrar en él cariño o afecto, sino conocimiento y cultura. Es decir, a sí mismo. Además, en el hecho de satisfacer sus necesidades emocionales ya encuentra Cripriano muchos motivos para la reflexión, porque el instinto le enfrenta a la moral, y cuando esta no se impone la honestidad de Cipriano le hace intentar racionalizar su conducta. Es lo que sucede en su relación con su nodriza y casi madre, Minervina, un personaje maravilloso, pero también cuando cree sentir la llamada del amor hacia la mujerona grandota, poco agraciada y de temperamento difícil que terminará siendo su esposa, y no hablemos ya de la relación o no relación final con Ana Enríquez. Todo lo pasa Cipriano por el tamiz de una moral reflexiva, e intenta actuar en consecuencia: haciendo lo que cree que debe y, cuando no es capaz, asumiendo las consecuencias de sus actos y, lo que es más importante, haciendo lo posible por compensar los daños causados.

              Cipriano es un hombre que no quiere hacer daño a nadie. Al contrario. Es un hombre bondadoso y, a menudo, tan poco aferrado a lo material que lo que algunos considerarían generosidad para él no es más que un acto de justicia. Y cuando tiene dudas, acude a su tío, un hombre culto, ponderado y comprensivo, abierto de mente pero, paradójicamente, solo hacia su propio interior, pues es consciente del problema de pensar en una sociedad donde lo distinto se niega. Recalco la bondad de Cipriano porque es clave en la novela: si él hubiera pretendido imponerse a alguien o a algo, hubiera sido lógico que encontrara oponentes, pero él se limita a intentar ser consecuente con sus propios pensamientos sin causar ningún daño a nadie. O, dicho de otro modo, nada de lo que pasa por su cabeza tiene una aplicación práctica más allá de constituir sus propios pensamientos y creencias.

              Y en cuanto a las inquietudes espirituales, ¿dónde es posible satisfacerlas?

              Siempre en el mismo sitio: allí donde se cuestiona el orden establecido, legal o moral, pues no es posible ni razonar ni argumentar donde no se duda de nada, sea religión, como es el caso, o política. En la novela, la fortaleza de la Inquisición, obtenida por el ejercicio impune de la violencia, ha hecho que el común de los mortales prefiera no pensar. Sin embargo, algunas escasas mentes inquietas –y alguna ingenua e irreflexiva- han sido receptivas a las doctrinas de Lutero y, en particular, aceptan la conclusión de que no existe el purgatorio y de que el sacrificio de Cristo hace innecesario –otra cosa sería ningunear la acción del Salvador- la acción individual. Parece poco, pero es más que suficiente para ser exterminado por la Inquisición.

              He aquí también otro elemento para la reflexión: ¿por qué unos personajes cercanos a la doctrina luterana actúan con toda prudencia, sabiendo lo que arriesgan, y para otros en cambio es casi un juego? La respuesta está en lo que antes he dicho: como nada de lo que hacen o dicen implica un mal inmediato para nadie, a algunos les resulta imposible ser conscientes de estar haciendo algo mal, lo que sitúa la novela, por otra vía, en su objetivo: la libertad de pensamiento. Cuando el pensamiento en nada afecta a la vida cotidiana de quienes nos rodean, la única posibilidad de conflicto no deriva de la confrontación de intereses, sino de la tolerancia o intolerancia a las ideas. Un tema que sigue vigente.

              También induce a reflexión la distinta actitud de los herejes. Dejando a un lado a Cipriano, cuyas motivaciones conocemos, se intuye que no todos tienen las mismas. Como siempre que hay un cambio, siquiera sea leve, aparecen advenedizos que ven en el cambio la ocasión de ganar prestigio o influencia, de convertirse en pequeños líderes sometidos en realidad a su propia vanidad. Otros participan en los cambios por simple curiosidad o por el deseo de dejar atrás una realidad que se les queda pequeña. Alguno, también, se deja arrastrar por inconsciencia o debilidad.

              El hereje es la historia de Cipriano, un hombre enfrentado a un modo de vida cuyo rigor histórico –algún anacronismo aparte- no impide, como en todo buen libro, que lo que se muestra sea un trasunto de infinidad de situaciones que siguen dándose, aunque con condenas menos virulentas, pero bastante efectivas. ¿Alguien puede negar que pensar y tener opinión propia no es un vicio mal visto en una sociedad que tiende a clasificar a todo el mundo a partir del más pequeño signo? ¿Creemos que los grupos ideológicos a los que pertenecemos o en los que se nos clasifica nos van a perdonar no seguir sus doctrinas oficiales? ¿Creemos acaso que la tiranía de lo «políticamente correcto» o del «pensamiento único» son algo diametralmente distinto a aquello de lo que nos habla Delibes? Por supuesto que no. El hereje es un canto a la libertad de pensamiento, una reivindicación del individuo frente a la masa, y su trágico y durísimo final es el único posible para que ese canto llegue a oídos del lector.

              De ahí que, por ser este el objetivo de la novela, Delibes se demore intencionadamente en los pormenores de multitud de situaciones. Porque lo importante en El hereje, y vuelvo al principio, no es buscar una «acción que atrape al lector». Al lector no ha de atraparlo la acción descrita, sino su propio pensamiento, sus reflexiones. Y ellas crecen en paralelo a los procesos mentales de Cipriano, que, como los de cualquier ser humano, se desarrollan condicionados por infinidad de detalles. Esto explica la necesaria lentitud de la novela, que no es tal, pues al terminarla uno se da cuenta de que con este libro ha recorrido más distancia intelectual que «devorando», como suele decirse, centenares de novelas de esas que «enganchan». Que enganchan tu tiempo, pero no tu inteligencia.



viernes, 3 de enero de 2020

Fortunata y Jacinta - Benito Pérez Galdós





                Qué bien se lee esta novela pese sus más de mil doscientas páginas. Es apasionante, enriquecedora y las socarronas observaciones del autor te hacen sonreír constantemente.

                Fortunata y Jacinta es más bien la historia de Fortunata, que, exceptuando la primera parte, protagoniza una novela en la cual Jacinta tiene un papel importante, pero no principal. El argumento es famoso: Juanito Santa Cruz, rentista hijo de rentistas, seduce a Fortunata, una muchacha de clase baja, inculta, algo bruta y muy hermosa, bajo promesa de matrimonio. Para él es solo un capricho, un modo de pasar el rato, y sin ningún remordimiento de conciencia la abandona embarazada. Tras este hecho (el orden es fundamental) se acuerda el matrimonio de Santa Cruz con Jacinta, una joven encantadora y buena a la que Juanito no oculta lo sucedido con Fortunata en su vida anterior. Pese a ser un matrimonio de conveniencia, de inmediato surge entre ellos el amor. Aunque para amor, el que Fortunata siente toda su vida hacia el hombre que la deshonró; un amor fronterizo con la obsesión del que Juan se aprovecha para volver con Fortunata cuando le da la gana y de nuevo dejarla tirada en cuanto vuelve a cansarse de ella. Jacinta, por su parte, sufre una obsesión no satisfecha por tener hijos y una mezcla de envidia y celos retrospectivos hacia la mujer que, antes de aparecer ella en escena, cautivó a su ahora marido e incluso llegó a tener un hijo suyo. Pero es que además, entre el amor de Fortunata por Juanito y la cara dura de éste, Fortunata no acaba de irse de la vida del matrimonio.

                Fortunata es una perdedora: es pobre, se han aprovechado de ella y la deshonra en la mentalidad burguesa del último tercio del siglo XIX supone un cataclismo; tales problemas provocan que, no sabiendo hacer casi nada para ganarse la vida, esté abocada a la prostitución o a la mendicidad. Sobrevive gracias a algún amante –lo cual es visto como un modo de prostitución- hasta que, un buen día, se prenda de ella Maximiliano, un joven enfermizo, escuchimizado, enclenque e impotente, con una posición económica modesta pero superlativa vista desde la posición de Fortunata. Maximiliano se empecina, en contra del criterio de su pragmática tía, con la que vive, en casarse con Fortunata; y Fortunata, aunque no lo quiere y sus sentimientos hacia él oscilan entre la pena, la aversión y el reconocimiento de su bondad, entre los consejos de unos y otros y las tortas que de todos lados le caen considera que aquel matrimonio puede darle la ansiada vitola de «mujer honrada» (y más tras el «lavado espiritual» con que el hermano cura de Maximiliano la limpia socialmente), con la que aspira a competir con Jacinta. Magistral el relato del deterioro mental de Maximiliano.

                La historia de Fortunata y Jacinta es la de la lucha de dos mujeres por conservar lo que creen suyo. Una lucha tan formidable que ningún otro personaje tiene modo de acercarse a ella sin llevarse, como mínimo, un coscorrón. Una se cree la legítima esposa por haber actuado según la norma social, y la otra por haberlo hecho primero, aunque según la norma natural. ¿Pero qué es más legítimo? ¿Acatar la convención social o los sentimientos? De la respuesta que se dé, una de las dos es la «legítima» esposa de Juan Santa Cruz (legitimidad muy vinculada al orden cronológico, si puede decirse así) y la otra es, solamente, «la otra». En la novela, la sociedad, desde sus normas, considera a Fortunata «la otra» de modo inapelable. Pero ella no lo ve así, porque lo suyo con Juanito fue anterior a que este se comprometiera con Jacinta y, además, Fortunata puede darle hijos, puede hacer que sea su propia sangre la que dé continuidad a la estirpe de los Santa Cruz. Toda esa lucha está condicionada por el innoble, egoísta y mezquino comportamiento de Juan Santa Cruz, un vivales que aprovecha su posición social y económica y el papel relegado de la mujer en aquella época para tomarse las relaciones sentimentales como un juego: cuando se cansa de una, se va a por la siguiente, y cuando se cansa de esta, vuelve a la anterior o se lanza a una nueva; Juan Santa Cruz solo quiere lo que no tiene, y aun reconociendo siempre el inmenso mérito de su esposa en todos los órdenes y su superioridad moral sobre él, la soberbia le impide asumir su innoble proceder y las consecuencias del mismo.

                La novela, como he dicho, es la lucha de Fortunata.

                Pero en torno al eje principal hay, como en toda grandísima novela, muchísimo más.

                Hay, para empezar, no solo la visión social y la de Fortunata. También la de otro personaje, Feijoo, importantísimo en un momento dado por ser un trasunto de Pérez Galdós, por lo que resulta imposible no pensar que su pragmática opinión y comportamiento –una suerte de sortear las reglas sociales, sin romperlas formalmente, para poder compatibilizar la regla social y la natural a través de una suerte de controlada y limitada doble vida- se corresponden con la posición del autor.

                Sigue un amplísimo repertorio de personajes variopintos, dibujados con nitidez, muy distintos unos de otros, que a su vez permiten reflejar unos cuantos ambientes también muy diferentes entre sí. Los perfiles psicológicos son maravillosos, magistralmente definidos y muy realistas. Tanto que no hay personaje cuya actitud ante la vida no le otorgue méritos y deméritos.

                Vemos también un cuadro completísimo de los modos de vida y costumbres del Madrid de la época. El lector sale de Fortunata y Jacinta con un amplio conocimiento de cómo era la cotidianeidad del momento, y se ve a sí mismo en los cafés, en las tertulias o de compras con los personajes.

                Hay también una continua referencia a la situación política que, a finales del siglo XIX fue de las más complicadas que recuerda este país. A seguirla ayudan las notas a pie de página, breves y concisas, que hay en la edición que he leído.

                La situación política no es ajena a los cambios en los valores morales. Los planteamientos de Fortunata o el pragmático cinismo de Feijoo-Galdós, lo mismo que el capricho de Maximiliano y el modo en que la familia de éste asimila la situación sin renunciar a ser gente de orden, debieron entusiasmar a unos lectores y escandalizar a otros tanto o más que la constante crítica que, de modo inteligente y humorístico, se hace de la religión.

                 Pero, sobre todo, encontramos algo solo al alcance de los grandes escritores: la increíble capacidad para mezclar sencillez expositiva con profundidad narrativa, lo cual hace que la lectura sea tan fácil como enriquecedora.

                El otro día, en un programa de radio, comenté algo: por qué demonios cuando nos da por leer clásicos nos acordamos de los grandes autores franceses y rusos del siglo XIX y no nos lanzamos de cabeza a libros como Fortunata y Jacinta o La Regenta, que se cuentan entre los mejores de la historia de la literatura, que no precisan traducción, que entendemos mejor por la mayor proximidad cultural y que nos enriquecen más porque nos ayudan a comprender mejor por qué somos lo que somos como personas y como país.

                   Curioso dato, para ir terminando, que Galdós falleciera cuatro o cinco días después que su último amor, Teodosia Gandarias. También Feijoo, su trasunto en la novela, murió casi a la vez que su amor.

                Añado, para termina, una frivolidad: esta edición me costó 12,30 euros. He tenido lectura para casi un mes. Un montón de horas. Y el libro es tan magnífico que su lectura produce una especie de euforia constante. Dedico este párrafo a quienes dicen que leer es caro.

                Publico esta reseña hoy, 3 de enero de 2020, porque mañana se cumple el primer centenario de la muerte de Benito Pérez Galdós. Uno de los mayores escritores de la historia.  Un minúsculo homenaje que se multiplicará hasta el infinito con cada nuevo lector que a don Benito llegue desde estas líneas. Con solo uno, habrá merecido la pena escribirlas.