En este blog solo encontrarás reseñas de libros que en algún momento me ha apetecido leer. Ninguna ha sido encargada ni pedida por autores o editores, y todos los libros los he comprado. En resumen: un blog de reseñas no interesadas para que sean interesantes.

miércoles, 27 de septiembre de 2023

Vivir deprisa - Brigitte Giraud

 


 

                Quienes han sufrido o vivido de cerca ciertos tipos de accidentes o situaciones inesperadas y traumáticas es frecuente que no dejen de preguntarse por el cúmulo de casualidades que los condujo a la desgracia: haber estado en un determinado  y mínimo lugar tan solo un segundo antes o después hubiera cambiado todo. Incluso la muerte por la vida.

                Y son tantas las cosas que de las que puede depender ese segundo… Cualquier minucia que ni siquiera tiene por qué afectarnos directamente: basta con que le afecte a cualquiera de esos desconocidos que al cruzarse con nosotros nos hacen acelerar o aminorar el paso durante un instante. Si algo los hubiera retenido lo justo para no interferir… Una llamada, una duda, una mirada a un gorrión picoteando migajas de pan...

                Si lo pensáis, las circunstancias que podrían haber evitado ese segundo fatídico son infinitas. Siempre hay infinitas oportunidades para salvarse, y, sin embargo…

                Unos lo llaman «destino» otros dicen que lo ocurrido «estaba de Dios» y otros nos quedamos sumidos en el estupor. Pero antes o después, quien más y quien menos piensa que el instante trágico fue resultado de la concatenación de tantos detalles ínfimos que nadie hubiera podido prever, controlar, advertir, prevenir… Hay que asegurarse, porque la conciencia lo exige, porque la sensación de culpa nos atenaza ante la certeza de que cualquier cosa pudo haberlo cambiado todo. En defensa propia hay que investigar el azar hasta rendirnos ante él. Y si no es así…

                Y si no es así te sucede lo que a Brigitte Giraud, que en este libro autobiográfico, ganador del Premio Goncourt, expone la infinita secuencia de los «y si…» que pasaron por su cabeza al perder a su pareja en un accidente de moto. Un libro que consigue a la vez tres cosas maravillosas (para el lector, claro): por una parte, reconstruir con un detalle mayúsculo una determinada jornada junto con todos los antecedentes que llevaron a ella y permiten entenderla; en segundo lugar, dotar de una profunda significación a todos y cada uno de los minúsculos hechos de la vida (quizá en eso consista vivir deprisa, en ser consciente de la potencial importancia que todos nuestros actos tienen para nosotros y para el resto de mortales) de modo que el lector no deja de cavilar acerca de cómo puede influir en cualquier vida, propia o ajena, el gesto más nimio; y, en tercer lugar, la autora logra transmitir su intensa sensación de desorientación, de la incomprensión que sigue a un drama cuya existencia o no pudo depender de un estornudo, de una tos, de que un coche se detenga delante de ti en un semáforo, de…

                Hay que vivir deprisa, porque nada es controlable y todo puede poner fin a la existencia en cualquier momento. Vivimos deprisa, aunque no queramos ni lo sepamos, por ese mismo motivo.

                La lectura hace honor al título: esta obra se lee deprisa, porque es clara e interesante, con el único «pero» de que algún detalle anticipado el lector no sabe muy bien dónde situarlo hasta que el día de autos, si puede llamarse así, acaba de coger forma, pero se puede perdonar esa leve sensación de confusión con la posterior satisfacción de ver las piezas encajar.

                Vivir deprisa deja al lector anonadado: tienes la sensación de que si mueves un dedo vas a desencadenar una hecatombe; y de que, si no lo mueves, también; con lo que al final, al terminar la lectura, vuelves a tu realidad encomendándote a todos los dioses porque no te fías de ir a estar en este mundo dentro de cinco años, ni de cinco días, ni de cinco segundos. A fin de cuenta, son los que dominan el destino, que más valdría llamar azar. O caos.

                Un gran libro. Breve. Rápido. Y muy bien editado, como todos los de Contraseña, en cuyo catálogo es complicado, quizá imposible, encontrar algo que no merezca la pena.



lunes, 18 de septiembre de 2023

No te veré morir – Antonio Muñoz Molina

 


Hablando de amores, ¿quién no ha adoptado alguna vez decisiones cruciales, puntos de inflexión que a la vez son apuesta y renuncia?

O, dicho de otro modo, en el laberinto de la vida no hacemos más que elegir un camino en cada encrucijada. Así pasan los años y, cuando ya estamos lejos de todas partes menos del final del camino, seguro que no son pocos quienes rememoran las emociones que no vivieron y hacen balance del viaje, de si eligieron o no la mejor ruta. 

Y es que no es extraño tener más memoria de lo no vivido que de lo vivido. Lo que pudo ser y no fue tiene el atractivo del vértigo, y a su llamada algunas personas responden viviéndolo en sus fantasías o, en algún caso, cuando no han sido capaces de desprenderse de sus obsesiones, hasta en sus sueños.

Es el caso del protagonista de esta historia, un español que, en 1967, con veintimuchos años, se largó de España a Estados Unidos, tras haber estudiado en el extranjero merced al intenso sacrificio de un padre volcado en librar a su hijo de las estrecheces intelectuales y de la enloquecida y pavorosa arbitrariedad de la dictadura. Gabriel Aristu, que así se llama el personaje, al marcharse deja atrás al amor de su vida, Adriana Zuber; un amor pintoresco, pues ella, más o menos de su misma edad, en el momento de la despedida ya se había casado con otro. Entre ambos existía amor profundo que ambos conocían sin que ninguno lo hubiera manifestado, quizá porque entre ellos había faltado decisión y sobrado precaución, o porque quizá el respeto al silencio del otro se había confundido con el temor. Sin embargo, el día de la despedida había quedado claro lo que cada uno habría representado y representaba para el otro.

Aunque ese día también queda clara otra cosa: Gabriel se va y Adriana se queda.

Tras una vida exitosa en lo profesional y se diría que también que en lo personal, cuarenta y siete años después (lo que sitúa la acción en 2014) y a los protagonistas en torno a los setenta y cinco años, Gabriel regresa a Madrid para volver a encontrarse con Adriana. No descubro nada porque ya lo avisa la sinopsis.

¿Por qué? ¿Para qué? ¿Con qué consecuencias?

Lo sabrá quien lea esta historia contada desde diferentes ópticas, porque junto al narrador también otros personajes se dirigen al lector, como un torpe profesor de arte español en Estados Unidos con un pie en la sensación de fracaso y otro en la de desarraigo, quien, sin darse cuenta, nos ofrece una perspectiva privilegiada para contemplar el paisaje. Este juego permite examinar a Gabriel Aristu de arriba abajo y del derecho y del revés. No ocurre lo mismo con Adriana, a quien durante buena parte de la novela el lector ve a través de los recuerdos de Aristu y, solo al final, a través de sus propios actos en el presente.

Qué le ocurre en la novela a los personajes es lo de menos. Lo relevante son sus emociones, que tienen mucho más que ver con su sentimiento de individualidad que de pareja, porque si algo queda claro al final de esta obra es que por más «nosotros» que tengamos en la vida siempre subsiste cada uno de los «yos».

Es así como sabemos que unos pueden haber dejado pasar buena parte de su existencia eludiendo la pregunta de qué vida están viviendo; preguntándose después si han vivido una vida ficticia; o, más adelante, si han podido vivir otra; o, incluso, si han vivido la vida que debían y podían y por no darse cuenta no han sabido disfrutarla. 

Reflexionamos también sobre la importancia de quién toma las decisiones. Quien decide marcharse siempre tuvo la ocasión de no haberlo hecho, y sus sentimientos y sensaciones poco o nada tienen que ver con los de quien solo pudo soportar esa decisión. Mientras que el primero cambió de vida para buscar la que quiso, el otro la cambió para buscar la que pudo. Las decisiones unilaterales rompen el equilibrio: no es lo mismo tener la iniciativa que padecerla, y los roles cambian. Y también los rumbos y, por tanto, las rutas de regreso, si es que las hay. Cuando años después el recuerdo la antigua relación amorosa (o el "recuerdo" de lo que pudo ser y no fue) llama a alguno de los dos al reencuentro para intentar entender algo de la propia vida, es imposible sortear el momento y las razones que cambiaron la condición de amantes por la de «agresor» y «agredido».

Pero si no pensáramos más, nos quedaríamos cortos: los reencuentros entre viejos amantes no solo viven de los días de vino y rosas y de los agravios y desencuentros del pasado. También influye el presente. Y lo hace poderosamente, porque conforme pasan los años las personas se vuelven más pragmáticas, en cierto modo también más egoístas y, sobre todo, o tienen más prisa o no tienen ninguna.

A cierta edad, la cita con la muerte, próxima, ineludible y ya visible en el horizonte, provoca en cada cual el deseo de ir saldando cuentas (que no ajustándolas) para poder quedar en paz consigo mismo: disminuye el deseo y las fuerzas para hacer o recibir «préstamos» que ya no habrá tiempo u ocasión de devolver; aumenta el de devolver lo que debes y, si en algo te es útil, desaparece todo escrúpulo para cobrarte lo que te deben. Hablo, claro, de afectos, desafectos e instrumentalizaciones.

Al final de la novela Adriana, con una única frase, cambia por completo la visión de la historia, y ante el lector queda claro, diáfano, todo lo que pasó y pasa por la mente de esta mujer, y cuál es la relación que de verdad existe y existió entre los dos antiguos amantes. Y, por tanto, quién pasó la vida sabiendo dónde vivía y quién no, si es que alguno lo supo.

Una frase, además, que justifica el título.

Una gran y breve novela que, como toda buena literatura, es mucho más interesante y profunda por lo que hace pensar que por lo que literalmente cuenta.





jueves, 14 de septiembre de 2023

Lores y damas – Terry Pratchett

 



Creo que fue en Brujas de viaje donde Magrat Ajostiernos, la joven bruja más cercana a la medicina que a la magia, acabó a las puertas de ser feliz y comer perdiz junto a Verence, un bufón devenido rey.

Lores y damas cuenta cómo intentaron ser felices y comer perdices. En concreto, la acción se produce en los días previos a la boda, la cual, como todo enlace real, debe ser un bodorrio por todo lo alto incluso en un país tan diminuto como el que sirve de escenario a la novela.

Este planteamiento bastaría a un autor como Pratchett para parodiar las novelas románticas, pero Pratchett complicó aún más la cosa con la presencia de elfos irresponsablemente traídos desde su dimensión por otra joven bruja con ínfulas de ser la única (un personaje clave, pero prácticamente abandonado por el autor), lo que fuerza la intervención de las otras dos brujas ya conocidas por los asiduos del Mundodisco: Yaya Ceravieja y Tata Ogg, cuyos jabalinescos encantos hacen tilín en algunas personas (o seres parecidos): el mismísimo archicanciller de la Universidad Invisible y un enano, infatigable don Juan con más entusiasmo que resultados. Todo lo cual refuerza los elementos a disposición de la parodia romántica.

Ocurre, sin embargo, que parte de esta parodia (creo que no muy bien hilada) necesariamente se disuelve en la lucha por librar de los elfos al renacuajo reino, la cual, además, se complica por la división entre las brujas y los soponcios que se llevan. Un modo de apelar al corazoncito del lector ya encariñado con ellas.

El resultado es divertido, pero un poco confuso. Esta novela, a mi juicio, está un pelín por debajo de otras de la saga, y estoy convencido de que al bodorrio real se le podía haber sacado bastante más jugo como elemento nuclear del argumento que como marco de la acción.

Una novela más de la saga, a cierta distancia de las mejores.


lunes, 11 de septiembre de 2023

Puro glamour – Aloma Rodríguez

 



Dice la autora, en los agradecimientos, que pretendía que este libro fuera como comer pipas: empezar y no parar. Lo ha conseguido. Las ciento cuarenta páginas de Puro glamour se leen rápido porque el lector siempre quiere una anécdota más de las que, encadenadas, van formando ante sus ojos la vida de una joven pareja y sus tres hijos.

     También confiesa Aloma Rodríguez que el libro comenzó no siendo tal, sino una serie publicada en la web de Letras libres, lo cual explica su agilidad y, también, alguna transición que parece cambiar inopinadamente de rumbo. A pesar de ser deudora de ese origen fragmentario, esta narración en forma de secuencia de escenas consigue recrear con toda naturalidad el mundo de la protagonista.

El título es el primer signo de humor, y de ahí la fotografía que ilustra esta reseña, ya que el glamour de esta historia es todo el que pueda tener la madre de tres churumbeles que no tiene tiempo para nada y va de acá para allá como una bola de pinball, y con su misma voluntad; persiguiendo tareas, sorteando otras, improvisando al hilo de las tribulaciones infantiles…. Puro glamour, sí, a condición de que se entienda por tal estar siempre más cerca del bocadillo de chorizo en la cocina que de la evolución de la nouvelle couisine. Una dama, además, algo despistada, torpe para bastantes cosas, como la conducción, más obligada a mirar el bolsillo de lo que le gustaría, inmersa en el trance de cambiar de ciudad, sumida en la tortura de comprar un piso siempre caro y demasiado pequeño, y rodeada del padre de sus hijos y de un montón de familiares más, cada uno de los cuales parece tocar su propia melodía, aunque al final el conjunto suene armónico.

La historia es la del tiempo inmediatamente posterior al desembarco en Zaragoza tras casi una década en Madrid, y resulta inteligente por cómo la narradora se ríe de sí misma, de sus limitaciones y de todo lo que le sale al revés o distinto a lo imaginado. Si algo hay que buscar en este libro es ese humor que permite lidiar con una cotidianeidad tan alejada del puro glamour que solo pensar en ese término ya resulta irónico. La facultad de vernos a nosotros mismos desde fuera y sonreír en lugar de echarnos a correr es una grandísima muestra de inteligencia.

Lectura rápida, ágil, divertida, que no busca más que hacer pasar un rato divertido riéndose de uno mismo (¿quién no se reconoce en multitud de las peripecias de los personajes?) y con un único problema: dura poco. Cuando terminas, echas de menos a esta familia que, siendo normal, parece un poco loca. Al terminar, quieres más pipas.




jueves, 7 de septiembre de 2023

Un caballero en Moscú – Amor Towles

 



Llegué a esta lectura arrastrado por tal catarata de recomendaciones que estoy seguro de que buena parte del éxito de este libro se debe al boca a boca. Lo merece, porque Un caballero es Moscú es una historia original, bella, narrada de modo claro y conciso, con un tono que juguetea mezclando melancolía y lejana esperanza, y con un ritmo constante, sin altibajos, hasta unas últimas páginas, donde el desenlace (también hermoso y más o menos inesperado) exige una notable aceleración.

El conde Rostov es, a comienzos de la historia, en 1922, un joven aristócrata, culto, sibarita y bon vivant, y todo un caballero fiel a sus valores, a la verdad, al respeto y a la educación más exquisita. Y siempre bienintencionado. Es un hombre que ha recorrido mundo y al que la revolución de 1917 sorprendió en París, aunque acabó regresando a Rusia. Allí fue detenido y hubiera sido ejecutado por el delito de ser aristócrata de no ser porque, años antes, hacía firmado un poema en el que vagamente se hacía un llamamiento a la rebelión. El poemita le salva el pellejo; gracias a él la condena no es a muerte sino a arresto domiciliario perpetuo. Claro que su domicilio es el Hotel Metropol, un famoso hotel de lujo casi enfrente del Teatro Bolshoi, a tiro de piedra del Kremlin, de la Plaza Roja y de la catedral de San Basilio.

No descubro nada. Todo esto lo sabe el lector en las primeras páginas.

Hotel Metropol, en el centro de Moscú. La cárcel del conde Rostov.

Y, a partir de aquí, la novela. La adaptación del protagonista al arresto, a las limitaciones, a la escasez de recursos, al radical cambio de vida. En este proceso el conde enseguida se hace con el cariño del lector. ¿Por qué? A ver cómo lo explico.

Hace ya décadas los productores William Hanna y Joseph Barbera crearon dos series de dibujos animados muy parecidas: los Picapiedra y los Supersónicos. Ambas se emitían a la vez, en las mismas franjas horarias, iban dirigidas al mismo público, las dos giraban en torno a un matrimonio con dos hijos –niño y niña- y una pareja de amigos; incluso los personajes de las dos series compartían estética. Ambas familias se enfrentaban a situaciones y problemas parecidos. La primera serie ocurría en la prehistoria y la segunda en un futuro de ciencia ficción. Todo era igual entre ellas, salvo esta última diferencia. Sin embargo, los Picapiedra fueron un éxito rotundo y los Supersónicos un fracaso. ¿Por qué? Parecía inexplicable, hasta que alguien llegó a la conclusión de que los Picapiedra caían mucho mejor porque con muchos menos recursos que los espectadores de la segunda mitad del siglo XX, hacían lo mismo que ellos; en cambio, los Supersónicos, con muchísimos más medios tecnológicos que en aquel presente, no eran capaces de hacer más de lo que hacía el público que los veía.

Bueno, pues por eso mismo cae tan maravillosamente bien el conde Rostov, el caballero en Moscú, porque aislado en un hotel y desterrado de su suite, solo, sin medios, sin apoyos, sin nada que hacer en todo el día más que dejar pasar las horas, se las apaña para, de un humor unas veces meritoriamente sostenido y otras sinceramente excelente, seguir siendo la persona culta, amante del arte, sibarita, refinado, educado y presumido que había sido cuando en lugar de ser un preso era un aristócrata. Rostov siempre consigue ser él mismo, incluso cuando las circunstancias son las más propicias para hundirlo. 

      Esa fidelidad a su propia personalidad queda reflejada en el modo en que trata algunos objetos: la mesa que heredó de su padre, el ejemplar de Ana Karenina, el manuscrito de uno de sus amigos… Rostov siempre es Rostov incluso cuando el mundo en el que se desarrolló su personalidad ha desaparecido. Y el autor nos hace cómplices de ello llamándolo conde no solo por boca de los personajes sino también del propio narrador hasta el final de la historia, pese a que los títulos nobiliarios habían dejado de existir en Rusia ya antes del momento en que transcurre la primera línea.

Y en el hotel el conde encuentra amistad –Un caballero en Moscú es también una gran novela sobre la amistad-, relaciones sociales y hasta sexo y, sobre todo, el refugio en dos personas tan desamparadas como él: dos niñas pequeñas. Pero que conste que, si el desamparo los une, el conde en ningún momento está dispuesto a darle la más mínima ocasión de triunfar. Entre los amigos, el maitre, el chef, el barman… porque es difícil desempeñar esos oficios en un lugar tan selecto como el Metropol sin ser también unos sibaritas rendidos a los placeres antes que al propio ego. Y ya se sabe que Dios los cría y ellos se juntan.

La situación política es un marco difuso, que se filtra en el hotel sin llegar a arrasarlo –aunque sí a cambiarlo y a conducirlo a través de los años a una cierta decadencia, más acusada al principio- de modo que hay una vida fuera de sus paredes de la que el lector se entera poco, solo lo necesario. No siendo la situación política «el malo de la película», ese papel le corresponde a un solo personaje que tampoco es exactamente un malvado, sino un tipo mediocre y acomplejado (porque aquí no se opone bondad y maldad sino exquisitez y mediocridad) que trata de hacer valer su posición jerárquica simplemente para demostrar quién manda allí. El Hotel Metropol, uno de esos hoteles de leyenda, ofrece al lector varios escenarios recurrentes que, además, permiten dar variedad a la vida del protagonista: primero, los pintorescos aposentos del conde, con un punto de absurdo que recuerda a los hermanos Marx; en ellos encuentra la intimidad donde se enfrenta a sí mismo para seguir siendo el que es; en contraste, el Boiarski, un restaurante de lujo del que el conde es habitual y que sirve para satisfacer sus necesidades más elevadas y aparentar, ante el resto, que sigue manteniendo una posición -no social, sino personal- tan privilegiada como cuando existía la aristocracia; el Piazza, un restaurante más sencillo; y el distinguido bar Chaliapin, donde por la noche coindicen, por la localización del hotel, interesantes personajes de todo corte, lo mismo provenientes de las artes que de la política. El mundo del conde se extiende hasta lo que abarcan las dependencias de un hotel tan grande y fastuoso: recepción, cocinas, almacenes, pasillos, suites, azoteas donde uno se topa con gente inesperada… Como fuera de él, en el Metropol se pueden ver paisajes sublimes y lugares sórdidos. El Metropol no deja de ser, en esa novela, un mundo a escala.


Boiarski



Chaliapin

La acción transcurre a lo largo de más de tres décadas, de modo que el joven conde, treintañero, que conocemos al principio, acaba siendo un sesentón, del mismo modo que las niñas que se cruzan en su vida acaban siendo adultas, y del mismo modo en que sus amores –o más bien, lo más parecido al amor que encuentra- comienza siendo una joven atractiva y termina siendo una mujer todavía atractiva, pero más que madura.

Me han gustado mucho algunos detalles sicológicos, pero hay uno para el recuerdo: en la situación de vacío de poder tras la muerte de Stalin, con múltiples dudas acerca de quién va a ser su sucesor, las conclusiones sacadas de una cena a la que asisten los cuarenta y seis grandes capitostes del régimen sin que se les asigne un asiento concreto es de una lucidez y un realismo apabullante. Y el modo en que luego se aprovecha ese dato para el devenir de la novela es, además, brillante.

El desenlace supone un buen y gran final, con un giro sorprendente que hace pensar que Un caballero en Moscú es, también, más novela de amor de lo que el lector ha pensado a lo largo de sus páginas, así que conviene estar atento a los detalles, porque es en ellos, siempre, donde se juega la realidad de cómo es cada persona. Esta obra es agradable, también, porque muestra que el camino a la felicidad no pasa ni por el poder, ni por las posesiones materiales ni por las apariencias, sino por la despreocupada fidelidad a uno mismo y por la valentía de adaptarse; sabemos, también, que no se necesita a nadie para alcanzar esa felicidad, pero sí para compartirla.

En resumen, una muy buena novela, con un fuerte aroma a literatura clásica folletinesca, sobre cómo ser fiel a uno mismo, a su modo de ser y a sus valores sin hacer daño a nadie, apoyándose en las afinidades, oportunidades y situaciones de las que surgen la amistad y los amores profundos. Estoy convencido de que esta lectura es de las que se recuerdan durante años.