Con cada libro de historia que leo soy más consciente de mi ignorancia y, también, como ya he dicho otras veces aquí, de que casi dos generaciones de españoles educados en la ignorancia y la desinformación solo pudieron dejar en herencia ignorancia y desinformación. Mitos y falsedades se perpetúan con una facilidad pasmosa y, en cuanto pasa algo de tiempo, son casi invulnerables porque cada día hay menos personas interesadas en acercarse a una verdad cada vez más lejana. Es una de las razones por las que la historia es apasionante. Y, puesto a repetirme, insisto en que al hablar de libros de historia me refiero a obras de historiadores profesionales, en general procedentes del mundo académico, y no a los seudohistoriadores caídos del cielo mediático y literario, que son a la historia lo que los hechiceros a la medicina.
¿Qué analiza este libro?
Vayamos por partes. De algún modo Franco traicionó (y dominó repartiendo y equilibrando cargos, poder y posibilidades de corrupción) a quienes en teoría, según la hagiografía oficial del régimen, fueron sus apoyos: los generales que impulsaron el golpe de estado al que él se apuntó en el último momento pretendían restaurar la monarquía, cosa a la que Franco fue dando largas durante lustros porque pronto fue evidente su voluntad de perpetuarse en el poder; otra pata de su apoyo, la Falange, también tenía motivos para sentirse traicionada, pues el régimen jugó con ella dándole más puestos que influencia, sin llegar a hacer realidad las aspiraciones de reforma del ideario falangista. En cambio, la tercera pata, la Iglesia, fue la única que en ningún momento cuestionó a Franco ni se sintió traicionada por él. Es más, cuando la II Guerra Mundial comenzó a inclinarse hacia los aliados, Franco, por miedo a la reacción internacional hacia un régimen nacido del apoyo militar y económico de Hitler y Mussolini (por quienes él había expresado un sinfín de veces su rendida admiración y agradecimiento), quiso alejarse de esas ideologías, y encontró la excusa de la religión: el suyo pasó a ser, oficialmente, un régimen de inspiración católica, y no de inspiración nazi o fascista.
El mutuo apoyo entre la Iglesia y el régimen se dio desde el primer segundo, facilitó el apuntalamiento del régimen ante la comunidad internacional, untó a Franco de la legitimación divina ante el creyente y así llegó hasta los años finales de la dictadura, y ello pese a que la guerra llevada a cabo por Franco no fue de ocupación sino de exterminio, como lo siguió siendo su política posterior, especialmente sangrienta en los primeros años cuarenta, cuando aún creía seguro el triunfo nazi en la contienda mundial.
Pero el libro no aborda solo la relación entre régimen e Iglesia. Dedica unas cuantas páginas, también, a la situación previa que la explica: al recelo, cuando no al odio, de la Iglesia a las nuevas ideologías procedentes de la revolución industrial, que habían tomando forma en la República; ideas que incluso se oponían a la República porque se les quedaba corta; ideas, que, en definitiva, suponían un peligro para el poder e influencia eclesial. El libro aborda también, por otro lado, el anticlericalismo surgido en el siglo XIX, alimentado hasta esa misma época por la deriva social y económica; un anticlericalismo que, al decir de algunos, tomó su fuerza del sentimiento de traición, porque ante la revolución social que supuso la revolución industrial la Iglesia no tomó partido por las nuevas clases menesterosas, como cabría esperar de su prédica, sino por la élite poderosa. Un anticlericalismo, en cualquier caso, aún insuficientemente estudiado, pero que en ciertos sectores sociales había calado de tal manera que desembocó, en los primeros meses de la guerra, en un sinfín de carnicerías a manos, sobre todo, de las milicias anarquistas y comunistas, las cuales exterminaron a casi 8 000 religiosos –fundamentalmente hombres- por el mero hecho de serlo. Estas carnicerías fueron de tal magnitud que han pesado como una losa en la influencia del anticlericalismo en España dificultando, cuando no impidiendo, su laicización.
También deja claro este libro que la violencia que apadrinó la Iglesia no fue una respuesta a esas matanzas, sino que ambas violencias se superpusieron en el tiempo, hasta el punto de no poder afirmar nadie si una precedió a otra, porque los episodios violentos, las soflamas, las inyecciones de odio y los mensajes incitando a acabar físicamente con «el otro» son multitud y previos al inicio de la guerra. No digamos ya después.
Seguramente, la imagen por excelencia del apoyo eclesial a Franco es el privilegio de acceder a los templos bajo palio. Hasta ese momento solo la hostia consagrada recibía ese tratamiento. Es decir, solo Dios o sus representantes humanos, como el Papa, tenían ese derecho. Imaginad el mensaje que la Iglesia lanzó así a los fieles.
Y por si alguien olvidaba que Franco era un enviado de la providencia, su efigie en las monedas iba acompañada de la leyenda (en ningún momento cuestionada o criticada por la Iglesia) Caudillo de España por la gracia de Dios.
Los testimonios y documentos que acreditan lo que acabo de resumir son innumerables y aparecen siempre citados. Esto, inevitable en un libro de historia escrito por un historiador, es especialmente importante al tratar el tema que este aborda, porque la posición ante la Iglesia de mucha gente no es racional sino emocional, y hablo tanto de fieles como de anticlericales.
Entre las fuentes destaca el testimonio de Gumersindo de Estella, sacerdote que, ante su postura poco entusiasta a favor de la violencia contra el rojo, se convirtió en sospechoso de connivencia y marchó de Navarra para evitar que sus propios correligionarios lo mataran. Y aterrizó en Zaragoza, también controlada por el bando sublevado pero con menos influencia de las violentas milicias carlistas. Allí trabajó en la cárcel de Torrero asistiendo espiritualmente a la ingente cantidad de condenados a muerte que fueron fusilados en las tapias del cementerio (tapias, dicho sea para demostrar la intensidad de la barbarie, que hubo que reforzar porque tantos tiros recibieron a través de los cuerpos de los fusilados que las balas llegaron a atravesarlas y acabar en los nichos). Aquellas experiencias y las reflexiones de Gumersindo de Estella quedaron en un sobrecogedor diario que durante años fue fuente de información para historiadores y que fue publicado, ya en este siglo, por Mira Editores.
La pretensión de La Iglesia de Franco es demostrar, y lo consigue, que el régimen de Franco, un régimen que practicó el terror como modo de mantenerse en el poder, contó con el apoyo de un estamento enormemente influyente y que ese apoyo tuvo por principal causa la conservación (e incluso aumento) de privilegios socioeconómicos y políticos. Obviamente, dados los valores que supuestamente pregona la Iglesia (el perdón, la reconciliación, el apoyo a los más débiles…) llama poderosamente la atención su doble y contradictoria moral, la cual queda diáfana en las páginas de este libro, aunque el autor no la enjuicia más allá de lo que supone ponerla de manifiesto a partir de los numerosos datos y fuentes existentes.
Como la pretensión del libro es analizar esos años de complicidad por la importancia que tuvieron para el mantenimiento del régimen y por lo que supuso en orden a los valores trasladados a la sociedad durante casi dos generaciones, apenas pasa de puntillas por los últimos años del franquismo, cuando ya había comenzado su descomposición, en los que la Iglesia oficial, de la mano, sobre todo, del cardenal Vicente Enrique y Tarancón («Tarancón, al paredón, clamó la ultraderecha en el funeral de Carrero Blanco, en el que el ministro de Educación negó el saludo al cardenal, que tuvo que salir por la puerta trasera para evitar agresiones), cambió, por fin, de rumbo.